Llegaba al límite de la extensión del césped y contemplaba desde allí la bahía que quedaba debajo.
Era su destino peculiar, tanto si lo deseaba como si no, llegar así a una punta de tierra que el mar, lentamente, está devorando, y quedarse allí, solo, como una melancólica ave marina. Tenía la capacidad, el don, de prescindir bruscamente de todo lo superfluo, de encogerse y disminuir hasta parecer más despojado y más ligero incluso corporalmente, sin perder por ello capacidad mental, y de ese modo mantenerse en su pequeño reborde, frente a la oscuridad de la ignorancia humana, frente al hecho de que no sabemos nada y de que el mar va devorando el suelo en el que nos apoyamos; tal era su capacidad y su don. Pero después de haber prescindido, al desmontar, de todo gesto y afectación, de todos los trofeos de rosas y frutos secos, y de haberse encogido hasta el punto de que no sólo había olvidado la fama, sino hasta su mismo nombre, mantenía, incluso en aquella desolación, una vigilancia que no perdonaba ningún fantasma ni se deleitaba con visión alguna, y era de esa guisa como inspiraba en William Bankes (de manera intermitente) y en Charles Tansley (obsequiosamente) y también ahora en su esposa, cuando levantó la vista y vio a su marido en el límite del césped, una profunda reverencia, al igual que compasión, y también gratitud, como una estaca clavada en el lecho de un canal, y sobre la que se posan las gaviotas y golpean las olas, inspira en los alegres pasajeros de una barca un sentimiento de gratitud por haberse impuesto el deber de señalar, solitaria, entre las olas, el canal.
—Pero el padre de ocho hijos no tiene elección… —el murmullo a media voz quedó interrumpido y el señor Ramsay se volvió, suspiró, alzó los ojos, buscó la figura de su esposa que leía historias de James y a continuación llenó la pipa. Se apartó del espectáculo de la ignorancia y del destino humanos y del mar devorando la tierra que nos sostiene, lo que, si hubiera sido capaz de contemplarlo con fijeza, quizá le habría conducido a algo, y encontró consuelo en pequeñeces tan insignificantes, comparadas con el augusto tema que tenía delante en aquel momento, que se dispuso a pasar por alto aquel consuelo, a desaprobarlo, como si el hecho de ser sorprendido sintiéndose feliz en un mundo de sufrimientos fuese, para un hombre honrado, el más despreciable de los delitos. Era cierto; se sentía feliz la mayor parte del tiempo; tenía a su mujer; tenía a sus hijos; había prometido, para dentro de seis semanas, decir «algunas tonterías» a los jóvenes de Cardiff sobre Locke, Hume, Berkeley y las causas de la revolución francesa. Pero aquello y el placer que le proporcionaba, y su satisfacción por las frases que se le ocurrían, el entusiasmo de la juventud, la belleza de su mujer, los homenajes que le llegaban desde Swansea, Cardiff, Exeter, Southampton, Kidderminster, Oxford, Cambridge…, había que despreciarlo todo y ocultarlo bajo la frase «decir algunas tonterías», porque, en efecto, no había hecho lo que podría haber hecho. Era un disfraz; era el refugio de un hombre a quien asustaba reconocer los propios sentimientos, que no podía decir: Esto es lo que me gusta, esto es lo que soy; y por lo que resultaba bastante lastimoso y desagradable a William Bankes y a Lily Briscoe, que se preguntaban cuál era la necesidad de aquellos ocultamientos; por qué estaba necesitado de continuas alabanzas; por qué un hombre tan valeroso en las ideas tenía que ser tan pusilánime en la vida; curiosamente, *** NO HAY *** venerable y risible resultaba al mismo tiempo.
Enseñar y predicar, sospechaba Lily, mientras recogía sus cosas, estaba por encima de las posibilidades humanas. Aquellos a quienes se exalta terminan de algún modo por darse el batacazo. La señora Ramsay entregaba con demasiadas facilidad lo que su marido le pedía. Además, el cambio debe de ser demasiado desconcertante, dijo Lily. Sale de estar con sus libros y se encuentra con todos nosotros, jugando y diciendo tonterías. Imagínese qué cambio, en comparación con las cosas sobre las que piensa, dijo.
Se acercaba a ellos. Se detuvo de pronto y se quedó contemplando el mar en silencio. Muy poco después había vuelto a girar en redondo.
9
Sí, dijo el señor Bankes, observándolo mientras se alejaba. Era una verdadera lástima. (Lily había dicho algo acerca de lo mucho que le asustaban sus repentinos cambios de humor). Sí, dijo el señor Bankes, era una verdadera lástima que Ramsay no se comportara del todo como el resto de las personas. (Lily Briscoe le gustaba y podía analizar a Ramsay en su presencia con toda libertad). No era otra la razón, dijo, de que los jóvenes no leyeran a Carlyle. Un viejo desabrido y refunfuñón que se enfada si las gachas están frías, ¿por qué tendría que sermonearnos? Aquello era, en opinión del señor Bankes, lo que los jóvenes decían. Y eso era una verdadera pena si se estaba convencido, como le sucedía a él, de que Carlyle era uno de los grandes maestros de la humanidad. A Lily le avergonzaba decir que no había leído a Carlyle desde su época de colegiala, pero, en su opinión, aún se apreciaba más al señor Ramsay por el hecho de que imaginara que un simple dolor suyo en el dedo meñique era el fin del mundo. A ella, desde luego, no le importaba. Porque ¿a quién podía engañar el señor Ramsay? Pedía, de la manera más directa, ser adulado y admirado, y sus pequeños trucos no engañaban a nadie. Lo que a ella no le gustaba, dijo, mientras lo iba siguiendo con la vista, era su estrechez, su ceguera.
—¿Un tantillo hipócrita? —sugirió el señor Bankes, contemplando también la espalda del señor Ramsay, porque ¿no estaba él pensando en su amistad y en Cam negándose a darle una flor, en todos aquellos chicos y chicas y en su propia casa, llena de comodidades, pero demasiado tranquila desde la muerte de su mujer? Era cierto que tenía su trabajo…, pero, de todos modos, más bien le apetecía que Lily estuviera de acuerdo en que Ramsay era, como él había dicho, «un tantillo hipócrita».
Lily Briscoe continuó recogiendo los pinceles, levantando y bajando la cabeza. Si alzaba la vista, allí estaba (el señor Ramsay) dirigiéndose hacia ellos, despreocupado, olvidado del mundo exterior, remoto. ¿Un tantillo hipócrita?, repitió. No, no; el más sincero de todos los hombres, el más auténtico (ya estaba allí), el mejor; pero, pensó, mientras bajaba los ojos, está pendiente únicamente de sí mismo, es un tirano, es injusto; y siguió mirando al suelo, intencionadamente, porque era la única manera de conservar la cabeza en su sitio estando con los Ramsay. Tan pronto como levantaba los ojos y los veía, se sentía inundada por lo que ella denominaba «estar enamorada». Los Ramsay pasaban a formar parte del universo irreal pero emocionante y cautivador en que se convierte el mundo visto a través de los ojos del amor.
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