Sin embargo, a medida que la noche transcurría, y luces blancas se abrían paso entre las cortinas e incluso, de cuando en cuando, algún pájaro gorjeaba en el jardín, haciendo acopio del valor de la desesperación, solicitaba que se la eximiera de aquella ley universal; lo suplicaba; le gustaba estar sola; le gustaba ser ella; no estaba hecha para el matrimonio; por lo que tenía que vérselas con una seria mirada de unos ojos de una hondura incomparable y enfrentarse con la tranquila certeza de la señora Ramsay (aquí su anfitriona se infantilizaba nuevamente) de que su querida Lily, de que su pequeña Brisk, era una tonta de capirote. Luego, lo recordaba perfectamente, reclinó la cabeza sobre su regazo y estuvo riendo y riendo, de manera casi histérica, ante la idea de la señora Ramsay presidiendo, con calma inmutable, sobre destinos que era totalmente incapaz de comprender. Allí estaba, sencilla, seria. Lily había recuperado su idea de ella: el dedo retorcido del guante. Pero ¿en qué santuario había penetrado? Lily Briscoe levantó finalmente los ojos y allí estaba la señora Ramsay, totalmente ignorante de lo que había provocado su risa, todavía presidiendo, pero desaparecido ya cualquier rastro de obstinación y, en su lugar, algo tan claro como el espacio que las nubes terminan por descubrir: el trocito de cielo que duerme junto a la luna.
¿Era prudencia? ¿Era sabiduría? ¿Era, una vez más, la apariencia engañosa de la belleza, de manera que todas las percepciones propias, a mitad de camino hacia la verdad, se enredaban en una malla dorada? ¿O encerraba en su interior algún secreto que, Lily estaba convencida, las personas tienen que tener si se quiere que la vida siga su curso? No todo el mundo podía ser tan embarullado, vivir tan al día como ella. Pero si sabían algo, ¿estaban en condiciones de contar lo que sabían? Sentada en el suelo, abrazada a las rodillas de la señora Ramsay, se apretaba lo más posible contra ella y sonreía al pensar que su anfitriona nunca sabría el motivo de aquella presión, y se imaginaba cómo, en las celdas de la mente y del corazón de la mujer en contacto físico con ella, se hallaban, como los tesoros de las tumbas de los reyes, tablillas con inscripciones sagradas que, si uno fuera capaz de deletrear, se lo enseñarían todo, pero que nunca se ofrecerían abiertamente, nunca se harían públicas. ¿Qué arte había allí, accesible tan sólo al amor o a la astucia, gracias al cuál se conseguía el acceso a aquellas celdas secretas? ¿Qué procedimiento para, gracias a una fusión inextricable, pasar a formar parte del objeto adorado, a la manera de las aguas que se confunden dentro de un recipiente? ¿Podía lograrlo el cuerpo, o la mente, realizando mezclas sutiles en los intrincados pasadizos del cerebro, o del corazón? ¿Acaso el amor, como la gente lo llamaba, podía hacer un solo ser de ella y de la señora Ramsay? Porque no era conocimiento, sino unión lo que ella deseaba, no inscripciones en tablillas, nada que pudiera escribirse en idioma alguno conocido de los hombres, sino la intimidad misma, que es conocimiento, tal como ella la había sentido al apoyar la cabeza sobre la rodilla de la señora Ramsay.
No sucedió nada, nada en absoluto, cuando apoyó la cabeza en la rodilla de la señora Ramsay. Y, sin embargo, ella sabía que en el corazón de su anfitriona se acumulaban conocimientos y sabiduría. ¿Cómo, siendo así, se preguntó, se podía llegar a saber algo de la gente, cuando resulta que todas las personas están herméticamente cerradas? Tan sólo a la manera de una abeja que, atraída por un algo de dulzura o de intensidad en el aire, imperceptible al tacto o al gusto, rondase la colmena con forma de cúpula, corriese, sola, la extensión del aire sobre los países del mundo y luego empezara a frecuentar las colmenas con sus murmullos y su agitación; las colmenas que eran las personas. La señora Ramsay se puso en pie. Lily hizo lo mismo. La señora Ramsay salió. Durante días quedaron suspendidos alrededor de su anfitriona —como se siente después de un sueño algún cambio sutil en la persona con la que se ha soñado— sonidos y murmullos y, al sentarse en el sillón de mimbre junto a la ventana del cuarto de estar, quedaba revestida, a ojos de Lily, de una forma augusta; la forma de una cúpula.
Aquella mirada fue directamente, junto con la mirada del señor Bankes, hasta la señora Ramsay, que leía, sentada en el hueco de la ventana, con James a su lado. Pero ahora, aunque Lily miraba aún, el señor Bankes, que había terminado, se puso los lentes y dio un paso atrás. Había alzado la mano y entornado ligeramente los ojos, de un azul muy claro, cuando Lily, despertándose, vio lo que se disponía a hacer, y se encogió como un perro que ve una mano levantada para golpearlo. Hubiera retirado bruscamente el cuadro del caballete, pero se dijo, hay que permitirlo. Se dio ánimos para soportar la terrible prueba de que alguien contemplara su trabajo. Hay que permitirlo, se dijo, hay que permitirlo. Y si el cuadro tenía que ser objeto de escrutinio, el señor Bankes resultaba menos sobrecogedor que otras personas. Porque pensar en que otros ojos vieran los residuos de sus treinta y tres años, el sedimento del vivir cotidiano, mezclados con algo más secreto y más íntimo que todo lo que ella había dicho o había mostrado en el transcurso de aquellos días, le producía un sufrimiento intolerable. Y era, al mismo tiempo, extraordinariamente emocionante.
Nadie hubiera podido comportarse con más calma y seguridad. El señor Bankes sacó el cortaplumas del bolsillo y dio unos golpecitos en el lienzo con el mango de hueso. ¿Qué quería indicar Lily situando aquella forma triangular morada, «precisamente ahí»?, preguntó.
Era la señora Ramsay leyéndole a James, respondió ella. No se le escapaba su objeción: el hecho de que nadie pudiera reconocer unas formas humanas. Pero no se había propuesto conseguir un parecido, dijo ella. ¿Por qué entonces, incorporar al cuadro aquellas dos personas?, preguntó el señor Bankes. ¿Por qué, efectivamente? Tan sólo porque en un rincón había mucha luz y en el otro Lily sentía que necesitaba oscuridad. Sencillo, obvio, vulgar, a todas luces, pero el señor Bankes se mostró interesado. En ese caso, madre e hijo —objetos de veneración universal y, además, en este caso, la madre famosa por su belleza— podían quedar reducidos, reflexionó, a una sombra morada sin cometer por ello un pecado de irreverencia.
Pero el cuadro no los representaba, dijo Lily. O, al menos, no en aquel sentido.
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