El cielo les era consustancial; los pájaros cantaban a través suyo. Y, lo más emocionante, incluso, en su opinión, mientras veía al señor Ramsay acercarse y retroceder y a la señora Ramsay sentada con James junto a la ventana y las nubes en movimiento y a los árboles inclinándose, era cómo la vida, aunque estuviera hecha de pequeños incidentes aislados que se vivían uno a uno, acababa por rizarse y unirse en una ola que nos arrastra y nos tira, arrojándonos violentamente sobre la playa.

El señor Bankes esperaba su respuesta. Y Lily se disponía a decir algo que supusiera una crítica de la señora Ramsay —cómo también ella resultaba sobrecogedora, a su manera, despótica, o algún otro adjetivo con un sentido similar—, cuando el señor Bankes, al quedarse extasiado, lo hizo totalmente innecesario. Porque no se le podía dar otro nombre a lo que le sucedió, si se tenía en cuenta su edad, superados ya los sesenta, así como su limpieza, su objetividad y la pureza del manto científico que parecía envolverlo. En su caso, mirar como Lily le vio mirar a la señora Ramsay era éxtasis, equivalente, le pareció, a los amores de docenas de jóvenes (y quizá la señora Ramsay nunca había despertado el amor de docenas de jóvenes). Sin duda era amor destilado y filtrado, pensó Lily, fingiendo mover el lienzo; amor que no trataba de apoderarse de su objeto; pero, como el amor que los matemáticos sienten por sus símbolos, o los poetas por sus frases, estaba destinado a extenderse por el mundo y convertirse en parte del patrimonio de la humanidad. Así debía ser, en efecto. Sin duda el mundo debería compartirlo en el caso de que el señor Bankes pudiera explicar por qué aquella mujer le gustaba tanto; por qué verla leyendo un cuento de hadas a su hijo pequeño tenía sobre él precisamente el mismo efecto que la solución de un problema científico, de manera que descansaba en la contemplación y sentía, como le sucedía cuando había demostrado algo definitivo sobre el sistema digestivo de las plantas, que la barbarie quedaba domesticada y el reino del caos sometido.

Un éxtasis como aquel —porque ¿qué otro nombre se le podía dar?— hizo que Lily Briscoe se olvidara por completo de lo que había estado a punto de decir. No era nada importante, algo sobre la señora Ramsay que palidecía al lado de aquel «éxtasis», de aquella mirada silenciosa por la que sintió una intensa gratitud, porque nada la consolaba tanto, ni suavizaba tanto su perplejidad ante la vida, ni reducía de manera tan milagrosa el peso de sus cargas como aquella fuerza sublime, aquel don celestial y, mientras duraba, se atrevería tan poco a perturbarlo como a interrumpir un rayo de sol que iluminara el suelo.

Que las personas amaran de aquel modo, que el señor Bankes sintiera aquello por la señora Ramsay (lo miró, absorto en su contemplación) era estimulante, era exaltante. Lily limpió los pinceles, uno tras otro, con un trapo viejo, como lo haría una criada, a propósito, refugiándose en aquella reverencia que abarcaba a todo el género femenino, sintiéndose personalmente alabada. Que mirase todo lo que quisiera; ella aprovecharía para contemplar un instante su propio cuadro.

Era para echarse a llorar. ¡Malo, muy malo, malísimo! Podría haberlo hecho de manera diferente, por supuesto; podría haber adelgazado y difuminado los colores; haber idealizado las formas; así lo habría visto Paunceforte. Pero lo cierto era que ella no lo veía así. Lily sentía arder el color sobre un marco de acero; la luz del ala de una mariposa sobre los arcos de una catedral. De todo aquello sólo quedaban en el lienzo algunas marcas garrapateadas al azar. Y nadie lo vería; nunca se colgaría en ningún sitio, y se acordó del señor Tansley, susurrándole al oído «Las mujeres no saben ni pintar, ni escribir…».

Recordó de pronto lo que había estado a punto de decir sobre la señora Ramsay. Ignoraba cómo lo habría formulado, pero hubiese sido algo crítico. La otra noche le había molestado una manifestación suya de arbitrariedad. Siguiendo la dirección de la mirada del señor Bankes, Lily decidió que ninguna mujer podía reverenciar a otra de la manera en que él lo hacía; tan sólo refugiarse bajo la sombra que el señor Bankes extendía sobre ambas. Siguiendo la dirección de su mirada, añadió su rayo, distinto, pensando que la señora Ramsay era, sin duda alguna, la más encantadora de las personas (inclinada sobre su libro); la mejor, quizá; pero, al mismo tiempo, diferente, también, de la forma perfecta que se ofrecía a la vista. Pero ¿por qué diferente y diferente en qué?, se preguntó, raspando de su paleta todos los montoncitos de azul y verde que ahora le parecían manchas sin vida, aunque jurándose que los llenaría de inspiración, que los obligaría a moverse, a deslizarse, a obedecer sus órdenes al día siguiente. ¿De qué manera era diferente la señora Ramsay? ¿Cuál era la fuerza espiritual, la realidad esencial por la que, si alguien se encontraba un guante en el rincón de un sofá, sabría, por su dedo retorcido, que era incontestablemente suyo? La señora Ramsay era como un pájaro por la rapidez y como una flecha por lo recto de su trayectoria. Era caprichosa; era imperiosa (por supuesto, se dijo Lily, estoy pensando en sus relaciones con mujeres, y yo soy una persona mucho más joven e insignificante, de Brompton Road). Abría las ventanas de los dormitorios. Cerraba las puertas. (Lily se esforzó por reconstruir en su interior la melodía de la señora Ramsay). Aparecía tarde, por la noche, dando unos golpecitos en la puerta, envuelta en un viejo abrigo de piel (porque el marco de su belleza era siempre así, apresurado pero eficaz) y representaba de nuevo lo que quiera que fuese: Charles Tansley perdiendo el paraguas, el señor Carmichael resollando y sorbiéndose la nariz, el señor Bankes diciendo «las sales vegetales se han perdido». A todo aquello le daba forma muy hábilmente, incluso lo deformaba maliciosamente; luego, llegándose a la ventana, con el pretexto de que tenía que marcharse —estaba amaneciendo, veía alzarse el sol—, medio vuelta de espaldas, con tono más íntimo, pero siempre sin dejar de reír, insistía en que Lily tenía que casarse, al igual que Minta y que todas ellas, puesto que el mundo entero, fueran los que fuesen los laureles que llegaran a atribuirle (aunque a la señora Ramsay no le interesaba en lo más mínimo su pintura) o los triunfos que consiguiera (probablemente la señora Ramsay había tenido los suyos), y al llegar aquí se entristecía, se le nublaba el rostro y volvía a sentarse para decir que había una verdad indiscutible: una mujer que no se casa (le cogía la mano con suavidad durante un instante), una mujer que no se casa ha perdido lo mejor de la vida. La casa parecía llena de niños dormidos y de la señora Ramsay escuchando; de luces veladas y respiraciones tranquilas.

Pero, decía Lily, estaba su padre, su hogar, e incluso, si se hubiera atrevido a mencionarlo, su pintura. Aunque todo aquello parecía tan poquita cosa, tan virginal, comparado con lo otro.