Lo que sólo podía querer decir una cosa, pensó la señora Ramsay. Tiene que aceptarlo o darle calabazas. Salir a pasear después del almuerzo, aunque Andrew los acompañara, ¿qué podía querer decir, excepto que Minta había decidido, acertadamente, pensó la señora Ramsay (y le tenía mucho, muchísimo cariño a Minta), dar el sí a aquel excelente muchacho? Quizá Paul no fuese brillante, aunque, a decir verdad, pensó la señora Ramsay, dándose cuenta de que James le tiraba de la ropa para que siguiera leyéndole «La mujer del pescador», en lo más hondo del corazón prefería infinitamente los bobos a los hombres inteligentes que escribían tesis, Charles Tansley, por ejemplo. De todas formas, tenía que haber sucedido ya, de un modo o de otro, para entonces.

Pero leyó: «A la mañana siguiente la esposa se despertó antes, cuando apenas empezaba a clarear y, desde la cama, vio el hermoso país que se extendía ante ella. Su marido estaba aún desperezándose…».

Aunque, ¿cómo iba Minta a decir, después del tiempo transcurrido, que no lo quería? No podía hacerlo si aceptaba pasar las tardes enteras con él andando por el campo (porque Andrew se iría tras sus cangrejos), aunque era posible que Nancy estuviera con ellos. Trató de recobrar la imagen de los dos en la puerta del vestíbulo después del almuerzo. Allí se habían detenido, mirando al cielo, dubitativos acerca del tiempo, y ella había dicho, pensando en parte en disimular su timidez y en parte en animarlos a marcharse (porque sus preferencias se inclinaban del lado de Paul):

—No hay ni una nube en muchos kilómetros a la redonda —a raíz de lo cual no se le escapó que el insignificante Charles Tansley, que los había seguido, dejaba escapar una risita disimulada. Pero lo había dicho con toda intención. Aunque al examinarlos mentalmente, y pasar del uno al otro, no lograba averiguar si Nancy estaba o no estaba con ellos.

Siguió leyendo: «“Ah, esposa —dijo el hombre—, ¿por qué tendríamos que ser reyes? Yo no quiero ser rey”. “Bueno —dijo la esposa—, si tú no quieres ser rey, lo seré yo; ve a ver a la Platija, porque yo seré rey”».

—Entra o sal, Cam —dijo la señora Ramsay, sabiendo que a Cam le atraía únicamente la palabra platija y que al cabo de un momento se impacientaría y se pelearía con James como de costumbre. Cam salió disparada. La señora Ramsay siguió leyendo, aliviada, porque James y ella tenían gustos comunes y estaban bien juntos.

«Y cuando llegó al mar, lo encontró de un color gris muy oscuro, y el agua surgía de lo más hondo y olía a podrido. Entonces se acercó a la orilla y dijo:

Ven, te ruego, acude a mí,

platija del fondo del mar,

que mi esposa, la buena Ilsabil,

sólo quiere hacer su voluntad.

»“Bien, ¿y qué es lo que pide entonces?”, dijo la Platija». Pero ¿dónde estaban ahora?, se preguntó la señora Ramsay, leyendo y pensando, haciendo ambas cosas al mismo tiempo sin el menor problema; porque «La mujer del pescador» era como el violín que acompaña dulcemente un aire, pero que, de cuando en cuando, se mezcla inesperadamente con la melodía. ¿Y cuándo iban a decírselo a ella? Si no sucedía nada tendría que hablar seriamente con Minta. No podía vagabundear por toda la zona, incluso aunque Nancy estuviera con ellos (intentó de nuevo, sin éxito, verlos con la imaginación cuando se alejaban por el camino, y contarlos). Era responsable ante los padres de Minta: el Búho y el Atizador. Mientras leía le cruzaron por la cabeza los apodos que ella misma les había puesto. El Búho y el Atizador…, sí, se enfadarían bastante si oyeran —y, sin duda, acabaría por llegar a sus oídos— que Minta, durante su estancia con los Ramsay, había sido vista, etcétera, etcétera, etcétera. «Él llevaba una peluca en la Cámara de los Comunes y ella le fue de gran ayuda en lo alto de las escaleras», repitió, sacándose al matrimonio del fondo de la mente con una frase que, al regresar de alguna fiesta, había compuesto para divertir a su marido. Señor, señor, se dijo, ¿cómo se las habían apañado para producir aquella hija tan inconveniente? ¿Minta, un marimacho con un agujero en la media? ¿Cómo podía sobrevivir en aquella casa en la que la doncella estaba siempre empuñando el recogedor para hacer desaparecer la arena que había tirado el loro y donde la conversación quedaba casi enteramente reducida a las hazañas —interesantes, quizá, pero sin duda limitadas— de aquel ave? Como era lógico, se la había invitado a almorzar, a tomar el té, a cenar y, finalmente, a pasar una temporada con ellos en Finlay, lo que había provocado ciertas fricciones con el Búho, la madre, y más visitas, conversaciones y arena; al final de todo ello la señora Ramsay había dicho suficientes mentiras sobre loros para llenar toda una vida (eso era lo que le había asegurado a su marido aquella noche, al regresar de la fiesta). Sin embargo, Minta había venido con ellos… Sí, había venido, pensó la señora Ramsay, sospechando la presencia de alguna espina en la maraña de aquella historia; al desenredar los hilos descubrió que se trataba de lo siguiente: en una ocasión cierta señora la había acusado de «robarle el afecto de su hija»; algo de lo que dijera la señora Doyle hizo que recordase aquella acusación. Voluntad de dominio, deseos de interferencia, ansias de que las personas hicieran lo que ella quería; esa era la acusación, sumamente injusta según ella. ¿Podía dejar de ser como era? Nadie se atrevería a acusarla de esforzarse por impresionar a nadie. Se avergonzaba con frecuencia de cómo iba vestida. Y no era ni dominante ni tiránica. Estaban mucho más cerca de la verdad si se referían a los hospitales, el saneamiento y la leche. A la señora Ramsay le apasionaba aquel tipo de cosas, y le habría gustado, si hubiera estado a su alcance, coger a la gente por el cogote y obligarla a ver. Ni un solo hospital en toda la isla. Era una vergüenza.