La leche, que en Londres, además, le llevaban a uno a casa, allí tenía un color decididamente marrón a causa de la suciedad. Cosas así no deberían estar permitidas. Le hubiera gustado poner en marcha una lechería modelo y un hospital. Pero ¿cómo? ¿Con todos aquellos hijos? Quizá tuviera tiempo cuando fuesen mayores, cuando todos estudiaran internos.

Aunque en realidad no tenía el menor deseo de que James se hiciera mayor, que tuviera ni siquiera un día más, y lo mismo le sucedía con Cam. Le hubiera gustado conservarlos a los dos para siempre tal como eran, demonios de perversidad, ángeles de dicha, sin dejarles nunca crecer para convertirse en monstruos de largas piernas. Nada compensaba de aquella pérdida. Al leerle a James en aquel preciso momento «había gran número de soldados con timbales y trompetas» y ver cómo se le oscurecían los ojos, pensó: ¿por qué tiene que crecer y perderlo todo? Era el mejor dotado, el más sensible de sus hijos. Aunque, en realidad, todos prometían muchísimo. Prue, un ángel para los demás y, a veces, ya, especialmente de noche, capaz de cortarle a cualquiera la respiración con su belleza. Andrew: su mismo padre reconocía que estaba excepcionalmente dotado para las matemáticas. Y Nancy y Roger, criaturas salvajes todavía, correteando de la mañana a la noche por los alrededores. La boca de Rose era demasiado grande, pero tenía unas manos maravillosamente hábiles. Si representaban escenas jugando a los acertijos, Rose hacía los trajes y todo lo necesario; lo que más le gustaba era adornar la mesa, colocar las flores o disponer cualquier otra cosa. A la señora Ramsay no le gustaba que Jasper tuviera la manía de disparar contra los pájaros, pero no era más que una etapa; todos pasaban por distintas etapas. ¿Por qué, se preguntó, apretando la barbilla contra la cabeza de James, tienen que crecer tan deprisa? ¿Por qué han de ir al colegio? Le hubiera gustado tener siempre un bebé en casa. Nunca era tan feliz como con uno en brazos. Que la gente dijese luego, si les apetecía, que era tiránica, dominante, autoritaria; a ella le daba igual. Y, besando el cabello de su hijo, pensó: nunca volverá a ser tan feliz, pero se detuvo bruscamente, recordando lo mucho que su marido se enfadaba cuando le oía decir aquello. Sin embargo, era verdad. Eran más felices ahora. Un juego de té de diez peniques hacía feliz a Cam durante días. Les oía dar zapatazos y gritar entusiasmados en el piso de arriba tan pronto como se despertaban. Recorrían el pasillo a toda prisa, se abría la puerta de golpe y allí estaban, frescos como rosas, abriendo mucho los ojos, completamente despiertos, como si aquel entrar en el comedor después del desayuno, algo que hacían todos los días de su vida, fuese para ellos un verdadero acontecimiento; y así sucesivamente, una cosa tras otra, a todo lo largo del día, hasta que subía a darles las buenas noches y los encontraba atrapados en sus literas como pájaros entre cerezas y frambuesas, todavía inventando historias acerca de alguna menudencia: algo que habían oído, algo que habían encontrado en el jardín. Todos tenían sus pequeños tesoros… De manera que bajaba y le decía a su marido: ¿Por qué tienen que crecer y perderlo todo? Nunca volverán a ser tan felices. Y el señor Ramsay se enfadaba. ¿A qué viene adoptar una postura tan sombría ante la vida?, decía. No es razonable. Porque resultaba extraño, pero estaba convencida: su marido, pese a toda su melancolía y desesperación, era, en conjunto, más feliz y más optimista que ella. Se hallaba menos expuesto a las preocupaciones cotidianas; quizá se tratara de eso. Siempre contaba con su trabajo como refugio.