Aunque tampoco era cierto que ella fuese «pesimista», que era de lo que la acusaba su marido. Al pensar en la vida aparecía ante sus ojos una estrecha franja de tiempo, sus cincuenta años. Allí estaba, delante de ella, la vida. La vida: se puso a pensar, pero el pensamiento quedó sin conclusión. Contempló la vida, porque tenía una clara sensación de su presencia, de una cosa real, privada, que no compartía ni con sus hijos ni con su marido. Entre la vida y ella se producía algo semejante a una transacción: ella estaba de un lado y la vida de otro, y ella siempre procuraba sacar lo mejor de la vida, como la vida lo sacaba de ella; y en ocasiones parlamentaban (cuando ella se quedaba sola); se producían, lo recordaba, grandes escenas de reconciliación; pero, durante la mayor parte del tiempo, extrañamente, tenía que admitir que aquella cosa a la que llamaba vida le parecía terrible, hostil, dispuesta a saltarle a uno encima si se le daba la menor oportunidad. Estaban los problemas eternos: el sufrimiento, la muerte, los pobres. Incluso en la isla siempre había alguna mujer muriendo de cáncer. Y, sin embargo, les había dicho a todos sus hijos: «Tendréis que pasar por ello». Se lo había dicho incansablemente a ocho personas (y la factura por el invernadero serían cincuenta libras). Por esa razón, sabiendo lo que les esperaba —amor y ambición y ser desdichados y estar solos en sitios horribles—, no podía dejar de preguntarse muchas veces: ¿Por qué tienen que crecer y perderlo todo? Y a continuación se decía, amenazando a la vida con su espada, tonterías. Serán muy felices. Y he aquí, reflexionó, que, pese a encontrarle de nuevo un gusto bastante siniestro a la vida, estaba a punto de hacer que Minta se casara con Paul Rayley; porque, fueran los que fuesen sus sentimientos personales sobre su propia situación, y pese a haberse enfrentado con pruebas que no tenían por qué presentársele a todo el mundo (pruebas que no se detallaba ni a sí misma), se sentía empujada, de forma precipitada, se daba cuenta, casi como si también para ella fuese un medio de evasión, a creer que la gente debía casarse y tener hijos.

Se preguntó si estaba equivocada en aquel punto, y repasó su conducta durante la última o las dos últimas semanas: ¿acaso había presionado a Minta, que sólo tenía veinticuatro años, para que se decidiera? Se sentía incómoda. ¿No era cierto que se había reído de todo aquello? Pero ¿no estaba quizá olvidándose de su gran influencia sobre las personas? El matrimonio requería…, todo tipo de cualidades (la factura del invernadero serían cincuenta libras); una —no hacía falta nombrarla— que era esencial; la que ella compartía con su marido. ¿La tenían Minta y Paul?

«Se puso los pantalones y salió corriendo como un loco», leyó. «Pero fuera se había desatado una gran tormenta y el viento era tan fuerte que apenas lograba mantenerse en pie; vio árboles arrancados, casas volcadas, el temblor de las montañas, rocas arrastradas hasta el mar, un cielo tan negro como la pez, truenos y relámpagos y unas olas tan altas como torres de iglesia o como montañas, y todas cubiertas de espuma blanca en lo más alto».

La señora Ramsay pasó la página; sólo quedaban unas cuantas líneas para el final, de manera que terminaría el cuento, aunque ya hubiera pasado la hora de acostarse. Se estaba haciendo tarde: se lo indicó la luz del jardín; y la palidez de las flores y un algo gris en las hojas se unieron para despertar en ella un sentimiento de ansiedad. Al principio no se le ocurrió cuál podía ser la causa. Luego lo recordó: Paul, Minta y Andrew no habían regresado aún. Repasó mentalmente el grupito en la terraza, delante de la puerta, contemplando el cielo. Andrew tenía la red y el cesto. Eso significaba que se disponía a pescar cangrejos y otras cosas por el estilo. También quería decir que treparía por alguna roca y se separaría de los demás. O, al volver en fila india por uno de los estrechos senderos sobre el acantilado, cualquiera de ellos podría dar un paso en falso, rodar por la pendiente y estrellarse. Se estaba haciendo muy de noche.

Pero no permitió que su voz se alterase en lo más mínimo mientras terminaba el cuento y, después de cerrar el libro, sus ojos fijos en los de James, pronunció las últimas palabras como si acabara de inventarlas: «Y allí siguen viviendo hasta el día de hoy».

—Y ese es el final —dijo; y vio cómo, a medida que el interés por el cuento desaparecía de los ojos de su hijo, algo distinto ocupaba su lugar, una especie de pálido asombro, como el reflejo de una luz, algo que le hacía mirar con fijeza y maravillarse. La señora Ramsay volvió la vista hacia el otro lado de la bahía y allí, efectivamente, llegando con regularidad a través de las olas, primero dos destellos rápidos y a continuación otro más largo, estaba la luz del faro. Lo habían encendido ya.

Al cabo de un momento James le preguntaría «¿Vamos a ir al faro?». Y ella tendría que decirle «No; mañana, no; tu padre dice que no». Afortunadamente, Mildred vino a buscarlos y la agitación que siguió bastó para distraerlos. Pero el niño siguió mirando por encima del hombro mientras Mildred se lo llevaba, y la señora Ramsay tuvo la seguridad de que pensaba: mañana no iremos al faro; y el convencimiento de que lo recordaría toda la vida.

11

No, pensó, mientras reunía algunas de las imágenes que James había recortado —una nevera, una segadora, un caballero en traje de noche—, los niños no olvidan nunca.