Debía de ser cierto que se había secado y encogido.

Los Ramsay no eran ricos y era un milagro cómo lograban arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Criar a ocho hijos con la filosofía! Allí estaba otro, Jasper esta vez, cruzándose con ellos, dispuesto a disparar contra algún pájaro, explicó, con gran aplomo, agitando de pasada, la mano de Lily al estrechársela como si fuera un guimbalete, lo que hizo que el señor Bankes comentara, con amargura, que a ella sí se la apreciaba. Había que pensar además en la educación de los chicos (era posible, desde luego, que la señora Ramsay dispusiera de algún recurso propio), por no mencionar el desgaste diario de zapatos y calcetines de aquellos angulosos e implacables «muchachotes», todos crecidos ya. En cuanto a saber quién era quién, eso estaba por encima de sus posibilidades. En privado les daba nombres de reyes y reinas de Inglaterra: Cam la Perversa, James el Implacable, Andrew el Justo, Prue la Bella —porque Prue sería muy hermosa, pensó, ¿cómo podría ser de otro modo?—; a Andrew, por su parte, le correspondía la inteligencia. Mientras se dirigían hacia la casa y Lily Briscoe decía sí y no y ponía el remate a sus comentarios (porque estaba enamorada de todos ellos, enamorada de aquel mundo), el señor Bankes sopesó el caso de Ramsay, lo compadeció, lo envidió, como si le hubiera visto despojarse de la gloria derivada del aislamiento y de la austeridad que le adornaba de joven para cargarse definitivamente con el engorro de los revoloteos y los cloqueos domésticos. Era cierto que le aportaban algo: William Bankes lo reconocía; hubiera sido agradable que Cam le colocase una flor en el ojal o que se le subiera al hombro, como hacía con su padre, para ver un cuadro del Vesubio en erupción; pero, al mismo tiempo, y sus antiguos amigos tenían que sentirlo inevitablemente, también habían destruido algo. ¿Qué pensaría ahora un extraño? ¿Qué pensaba, por ejemplo, Lily Briscoe? ¿Podía dejar de advertir que se encenagaba en sus costumbres? ¿En sus excentricidades y debilidades, quizá? Era asombroso que un hombre de su inteligencia cayera tan bajo —aunque era una expresión demasiado dura—, que dependiera tanto de los elogios ajenos.

—Pero —dijo Lily— ¡piense en su trabajo!

Siempre que Lily «pensaba en el trabajo del señor Ramsay», aparecía con toda claridad ante sus ojos una gran mesa de cocina. Andrew era el culpable. Lily le había preguntado cuál era el tema de los libros de su padre. «El sujeto, el objeto y la naturaleza de la realidad», había respondido Andrew. Y cuando ella comentó que no tenía ni idea de lo que quería decir: «Piense entonces en una mesa de cocina», fue la contestación de Andrew, «cuando usted no esté presente».

De manera que, cuando pensaba en el trabajo del señor Ramsay, siempre veía una mesa de cocina muy bien fregada, que, en aquel momento, estaba situada en la horcadura de un peral, porque ya habían llegado al huerto. Y con un penoso esfuerzo de voluntad Lily se concentró, no en la corteza del árbol, como repujada en plata, ni en sus hojas con forma de pez, sino en una fantasmal mesa de cocina, una de esas mesas de madera sin pulir muy requetefregadas, con vetas y nudos, cuya cualidad esencial parece haber quedado al descubierto como consecuencia de años y años de trabajo ímprobo, que estaba allí suspendida, con las cuatro patas al aire. Como era lógico, si los días de alguien transcurrían en aquella contemplación de esencias angulares, renunciando a maravillosos atardeceres, con azules y platas y nubes de color naranja rojizo, a cambio de una simple mesa de madera con sus cuatro patas (siendo como era una característica de las mentes más preclaras obrar así), no se podía juzgar a ese alguien como si fuera una persona corriente.

Al señor Bankes le agradó el ruego de que «pensara en su trabajo», porque había pensado en él con mucha frecuencia. Había dicho innumerables veces: «Ramsay es uno de esos hombres que dan lo mejor de sí antes de cumplir los cuarenta». Sin duda había hecho una destacada aportación a la filosofía con el librito que publicó cuando sólo tenía veinticinco años; lo que había llegado después no pasaba de ser, más o menos, ampliación y repetición de aquel primer trabajo. Pero el número de personas que hacen una destacada aportación a cualquier campo del saber son muy pocos, dijo Bankes deteniéndose junto al peral, con su ropa bien cepillada, escrupulosamente exacto, exquisitamente imparcial. De repente, como si el movimiento de la mano de su acompañante lo hubiera liberado, el peso total de sus impresiones sobre el señor Bankes se volcó, derramando, en tremenda avalancha, todo lo que Lily sentía acerca de él. Tras aquella primera sensación ascendió, como en una columna de humo, la esencia de su ser, que fue la segunda sensación. Lily se sintió paralizada por la intensidad de sus percepciones; se trataba de su severidad, de su bondad. Respeto cada uno de los átomos de su ser (le dijo sin palabras); no es usted vanidoso, sino completamente impersonal; es mejor que el señor Ramsay; es usted el mejor ser humano que he conocido; no tiene ni esposa ni hijos (Lily anhelaba amar aquella soledad, con abstracción de cualquier componente sexual), vive usted para la ciencia (involuntariamente aparecieron ante sus ojos trozos de patata); elogiarle sería para usted un insulto, ¡hombre generoso, de corazón puro, heroico! Pero, al mismo tiempo, recordó cómo había llegado hasta allí acompañado por un criado; que se oponía a que los perros se subieran a las sillas; y que se extendía durante horas (hasta que el señor Ramsay se marchaba dando un portazo) sobre la sal que había que echar a las verduras y sobre la iniquidad de las cocineras inglesas.

¿Cómo funcionaba, al fin y a la postre todo aquello? ¿Cómo juzgar a las personas, pensar en ellas? ¿Cómo sumar esto y lo de más allá y concluir que era agrado, o desagrado, lo que se sentía? ¿Y qué valor había que dar a aquellas palabras, después de todo? Inmóvil, se diría que paralizada junto al peral, se derramaron sobre ella impresiones sobre aquellos dos hombres, por lo que sus pensamientos se precipitaron como si se tratara de una voz que hablaba demasiado deprisa para apuntar lo que decía, aunque la voz era su propia voz diciendo sin apuntador cosas innegables, eternas, contradictorias, de manera que incluso las fisuras y los bultos de la cortezas del peral quedaban irrevocablemente fijados para la eternidad. Usted tiene grandeza, continuó, mientras que el señor Ramsay carece por completo de ella, porque es mezquino, interesado, vanidoso, egoísta; mimado en exceso; tiránico; mata a trabajar a la señora Ramsay; pero posee aquello de lo que usted (dirigiéndose al señor Bankes) carece: un ardiente desprecio del mundo; no sabe nada sobre trivialidades y le gustan los perros y sus hijos, que suman ocho. Usted, en cambio, no tiene ninguno. ¿No bajó la otra noche con dos chaquetas y dejó que la señora Ramsay le recortara el pelo con ayuda de un molde de repostería? Todo aquello subía y bajaba, como una nube de mosquitos, todos distintos, pero todos milagrosamente controlados por una invisible red elástica; bailaban arriba y abajo en la mente de Lily, alrededor del peral y entre sus ramas, donde aún permanecía suspendida en efigie la mesa de cocina muy bien fregada, símbolo de su profundo respeto por la inteligencia del señor Ramsay, hasta que, a fuerza de girar cada vez más deprisa, su pensamiento explotó, víctima de su propia intensidad, y Lily se sintió liberada; muy cerca se oyó un disparo y, huyendo de los perdigones, salió volando, asustada, a borbotones, tumultuosa, una bandada de estorninos.

—¡Jasper! —exclamó el señor Bankes. Se volvieron en la dirección del vuelo de los estorninos, por encima de la terraza. Siguiendo por el cielo la desbandada de aquellos pájaros veloces, ambos penetraron por el hueco en el alto seto para darse de manos a boca con el señor Ramsay, quien les advirtió con voz resonante: «¡Error, trágico error!».

Sus ojos, empañados por la emoción, desafiantes en su trágica intensidad, se cruzaron con los suyos y temblaron un segundo, a punto de reconocerlos; pero enseguida, alzando a medias la mano hasta el rostro como para evitar, para alejar, torturado por una vergüenza malhumorada, la mirada normal que ellos le dirigían, como si les pidiera retrasar por un momento lo que sabía inevitable, como para obligarles a reparar en el resentimiento infantil que le causaba su presencia inconveniente, si bien incluso en aquel momento de revelación no estaba dispuesto a darse totalmente por vencido, sino que insistía en retener algo de aquella deliciosa emoción, de aquella rapsodia impura de la que se avergonzaba, pero en la que se deleitaba, giró bruscamente, cerrándoles de golpe en las narices su puerta privada; y Lily Briscoe y el señor Bankes, mirando incómodos al cielo, comprobaron que la bandada de estorninos que Jasper había puesto en fuga con su escopeta había ido a posarse sobre las copas de los olmos.

5

—E incluso aunque mañana no haga buen tiempo —dijo la señora Ramsay, levantando los ojos para mirar a William Bankes y a Lily Briscoe cuando pasaban—, lo hará algún otro día. Y ahora —añadió, pensando que el encanto de Lily eran sus ojos achinados en aquella blanca carita suya un poco contraída, pero que se necesitaba un hombre inteligente para advertirlo—, ponte de pie y déjame que te mida la pierna —porque quizá fuesen al faro después de todo, y tenía que ver si la media no necesitaba uno o dos centímetros más de largo.

Con una sonrisa en los labios, porque en aquel mismo instante se le acababa de ocurrir una idea admirable —William y Lily deberían casarse—, alzó la media de color de brezo, con su entrecruzamiento de agujas de acero en la parte superior y procedió a medirla contra la pierna de James.

—Estate quieto, cariño —le dijo, porque, debido a los celos, nada deseoso de servir de horma para el hijo pequeño del farero, James se movía aposta; y si no se estaba quieto, ¿cómo iba ella a ver si era demasiado larga o demasiado corta?, preguntó.

Alzó los ojos —¿qué diablillo se había apoderado de su benjamín, de su bienamado?— y vio la habitación, vio las sillas, que le parecieron lamentables. Como Andrew había dicho días antes, sus entrañas estaban diseminadas por el suelo; pero ¿qué sentido tenía, se preguntó, comprar sillas buenas para que se estropearan allí durante el invierno, cuando la casa, con sólo una anciana para ocuparse de ella, chorreaba humedad? Daba lo mismo; el alquiler era exactamente dos peniques y medio y a sus hijos les encantaba aquel sitio; en cuanto a su marido, le hacía mucho bien estar a tres mil o, si tenía que ser más precisa, a trescientos kilómetros de su biblioteca, sus clases y sus discípulos; y había sitio para invitados. Esteras, camas turcas, absurdos fantasmas de sillas y mesas cuya vida de servicio en Londres había terminado ya, aún hacían juego allí; y una fotografía o dos, y libros. Los libros, pensó, se multiplicaban solos.