Nunca tenía tiempo para leerlos. Incluso, desgraciadamente, los libros recibidos como regalo y dedicados por la mano misma del poeta: «Para aquella cuyos deseos son órdenes»… «La Helena más feliz de nuestros días»…, era vergonzoso confesarlo, pero nunca los había leído. Y Croom sobre la Mente y Bates sobre las Costumbres salvajes de Polinesia («Cariño, estate quieto», dijo); tampoco podía enviarlos al faro. Llegaría el momento, supuso, en que la casa tuviera un aspecto tan lastimoso que habría que hacer algo. Si se les pudiese convencer para que se limpiaran los pies y no trajeran la playa a casa, ya sería algo. Tenía que aceptar los cangrejos si Andrew quería realmente hacerles la disección, o, si Jasper creía que era posible hacer sopa con algas, no se lo podía impedir; o los objetos de Rose: conchas, juncos, piedras; porque sus hijos tenían mucho talento, pero cada uno de manera distinta. Y el resultado era, lanzó un suspiro, recorriendo con los ojos toda la habitación, desde el suelo hasta el techo, mientras sostenía la media sobre la pierna de James, que las cosas tenían peor aspecto cada verano. La estera perdía color; el papel de las paredes se despegaba. Ya no se sabía si eran rosas lo que representaba. De todos modos, si todas las puertas de una casa se dejan constantemente abiertas, y no hay un solo cerrajero en toda Escocia capaz de arreglar un pestillo, las cosas tienen que echarse a perder. ¿De qué servía cubrir el marco de un cuadro con un chal verde de Cachemira? Al cabo de dos semanas tendría color de sopa de guisantes. Aunque era cierto que las puertas le molestaban mucho: todas se dejaban abiertas. Escuchó. Habían dejado abierta la puerta de la sala de estar y lo mismo sucedía con la del vestíbulo; el ruido hacía pensar que las puertas del dormitorio también estaban abiertas y lo estaba, sin duda, la ventana del descansillo de la escalera, porque esa la había abierto ella. Algo tan sencillo como que las ventanas debían estar abiertas y las puertas cerradas, ¿cómo era posible que ninguno lo recordara? Cuando iba de noche a las habitaciones de las criadas, las encontraba herméticamente cerradas y convertidas en hornos, con la excepción de Marie, la muchacha suiza, que prescindiría del baño antes que del aire fresco, aunque también había explicado que, en su país «las montañas eran muy hermosas». Su padre se moría, la señora Ramsay estaba enterada. Marie iba a quedarse huérfana. En el momento de reñirla y de explicarle su trabajo (cómo hacer una cama, cómo abrir una ventana, cerrando y extendiendo las manos a la manera de una francesa), todo se había plegado en silencio a su alrededor mientras la muchacha hablaba, a la manera en que, después de un vuelo al sol, las alas de un ave se pliegan calmosamente y el azul de su plumaje cambia del acero brillante al suave morado. La señora Ramsay se había quedado callada porque no había nada que decir. Se trataba de un cáncer de garganta. Al recordar su inmovilidad y cómo la muchacha había dicho: «En mi país las montañas son muy hermosas», sabiendo que no había esperanza, ninguna en absoluto, tuvo un espasmo de irritación y, hablando con brusquedad, le dijo a James:

—Estate quieto. No seas pesado —de manera que su hijo supo al instante que su severidad no era fingida, por lo que extendió bien la pierna y su madre la midió.

La media era demasiado corta; un centímetro por lo menos, incluso contando con que el pequeño de Sorley no estuviese tan crecido como James.

—Es demasiado corta —dijo—, todavía me falta mucho.

Nadie tuvo nunca un aspecto más triste. Amarga y negra, a mitad de camino, en la oscuridad, en el pozo que llevaba desde la luz del sol hasta las profundidades, quizá se formó una lágrima; se derramó una lágrima; las aguas se agitaron en esta y en aquella dirección, la recibieron y se inmovilizaron. Nadie tuvo nunca un aspecto más triste.

Pero ¿se trataba sólo de apariencia?, decía la gente. ¿Qué había detrás de su belleza, de su esplendor? ¿Acaso otro, un novio anterior, sobre el que circulaban rumores, se había saltado la tapa de los sesos, preguntaban, había muerto una semana antes de la boda? ¿O no había nada en realidad, nada excepto una belleza incomparable, detrás de la cual la señora Ramsay vivía, sin que nada fuese capaz de perturbarla? Porque, si bien podría haber dicho, sin darle importancia, en algún momento de intimidad, cuando se contaban en su presencia historias de grandes pasiones, de amores fracasados, de ambiciones frustradas, que también ella los había conocido o los había sentido o pasado por ellos, nunca decía nada. Siempre guardaba silencio. Lo cierto era que sabía todo aquello; lo sabía sin haberlo aprendido. Su sencillez llegaba hasta el fondo de las cosas que las personas brillantes desvirtuaban. La sinceridad de su espíritu hacía que cayera a plomo como una piedra, que se posara con la exactitud de un pájaro; le daba, de manera natural, aquella impetuosa aprehensión de la verdad por el espíritu; aprehensión que deleita, consuela y sostiene, equivocadamente quizá.

«La Naturaleza no dispone de mucha arcilla», dijo en una ocasión el señor Bankes, al oír su voz por teléfono, y muy conmovido por la idea de que la señora Ramsay le estaba dando información acerca de un tren, «como la que utilizó para moldearla a usted». Se la imaginaba al otro extremo del hilo, griega, de ojos azules y nariz recta.