¡Qué incongruente parecía telefonear a una mujer así! Las Gracias reunidas parecían haber juntado las manos en prados de asfódelos para componer aquel rostro. Sí, tomaría el tren de las diez treinta en Euston.

«Se da tan poca cuenta de su belleza como una niñita», dijo el señor Bankes, colgando el teléfono y atravesando la habitación para ver qué progresos habían hecho los obreros que construían un hotel detrás de la casa. Y pensó en la señora Ramsay mientras contemplaba las agitación entre los muros inacabados. Porque siempre, pensó, había algún elemento incongruente que incorporar a la armonía de su rostro. Se podía encasquetar un sombrero de cazador o correr por el césped en chanclos para evitar que un niño se hiciera daño. De manera que si era simplemente su belleza en lo que se pensaba, había que recordar la realidad palpitante, la realidad viva (mientras los contemplaba, los obreros subían ladrillos por un estrecho tablón) e incorporarla a la imagen total; o si se pensaba en ella simplemente como mujer, había que atribuirle una personalidad original que se manifestaba mediante caprichos; o suponer algún deseo latente de despojarse de aquella realeza formal como si su belleza, y todo lo que los hombres decían de la belleza, le aburriera, y sólo quisiera ser como otras personas, insignificante. No estaba seguro. No lo sabía. Tenía que volver a su trabajo.

Mientras tejía la media de color marrón rojizo, con la cabeza absurdamente contorneada por el marco dorado, el chal verde que había arrojado sobre el borde del marco y la obra maestra autentificada de Miguel Ángel, la señora Ramsay dulcificó lo que había habido de brusquedad con sus modales un momento antes, alzó la cabeza y besó a su chiquitín en la frente.

—Vamos a buscar otro dibujo para recortar —dijo.

6

Pero ¿qué había sucedido?

Error, trágico error.

Saliendo bruscamente de su ensoñación, la señora Ramsay encontró el sentido de unas palabras en apariencia ininteligibles que le daban vueltas por la cabeza desde hacía mucho tiempo. «Error, trágico error». Al reconocer con sus ojos de miope al señor Ramsay que, en aquel momento, se dirigía hacia ella, lo fue siguiendo con atención; cuando estuvo más cerca descubrió (el tintineo de las palabras cesó finalmente) que algo había sucedido, que alguien había cometido un error. Pero por mucho que se esforzaba no se le ocurría qué podía haber pasado.

El señor Ramsay temblaba y se estremecía. Toda su vanidad, toda la satisfacción que experimentaba, espectador de su propio esplendor, cuando cabalgaba cruel como un trueno, feroz como un halcón, a la cabeza de sus hombres, por el valle de la muerte, se había hecho añicos, había quedado destruida. Bajo una tempestad de metralla y obuses, audaces cabalgamos y seguros, atravesando el valle de la Muerte, entre el fragor de las descargas…, hasta darse de bruces con Lily Briscoe y William Bankes. El señor Ramsay temblaba y se estremecía.

Ni por lo más remoto se hubiera atrevido su mujer a dirigirle la palabra, al darse cuenta, gracias a signos familiares, como el apartar los ojos y cierto peculiar replegarse de toda su persona, con lo que daba la impresión de envolverse en sí mismo, que estaba necesitado de aislamiento para recobrar el equilibrio, porque se sentía ofendido y angustiado. La señora Ramsay acarició la cabeza de James, desahogando en su hijito los sentimientos que le inspiraba su marido y, al verlo pintar de amarillo la camisa blanca de vestir de un caballero en el catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, pensó en lo mucho que se alegraría si James se convirtiera en un gran artista; y ¿por qué no? Tenía una frente espléndida. Luego al levantar la vista cuando su marido cruzaba de nuevo por delante de ella, comprobó con alivio que un velo ocultaba el desastre; triunfaba la vida familiar; la costumbre salmodiaba su ritmo tranquilizador, de manera que, al detenerse ante la ventana, cuando de nuevo le correspondió pasar por delante, e inclinarse, burlón y caprichoso, para hacerle cosquillas a James en la pantorrilla desnuda con una ramita, la señora Ramsay le reprochó que hubiera despedido a «aquel pobre muchacho», Charles Tansley. Tansley se había marchado para trabajar en su tesis, respondió su marido.

—James tendrá que escribir la suya cualquier día de estos —añadió irónico, agitando la ramita.

Sintiendo un odio profundo hacia su padre, James apartó el instrumento que, de manera característica suya, y en la que se mezclaban severidad y humor, el señor Ramsay utilizaba para hacer cosquillas a su hijo pequeño.

Intentaba acabar aquellas medias que tan pesadas se le hacían para llevárselas al día siguiente al pequeño de Sorley, dijo la señora Ramsay.

No había la menor posibilidad de que pudieran ir al faro, replicó, muy enojado, el señor Ramsay.

¿Cómo lo sabía?, le preguntó su mujer. El viento cambiaba con frecuencia.

La extraordinaria irracionalidad de aquella observación, la insensatez de la mente femenina le enfureció. Había cabalgado por el valle de la muerte, había sido destrozado y había temblado; y ahora su esposa prescindía por completo de los hechos, hacía que sus hijos concibieran esperanzas totalmente injustificadas, decía mentiras, pura y simplemente. Golpeó con el pie el escalón de piedra. «¡Condenada mujer!», dijo. Pero ¿qué había dicho ella? Simplemente, que quizá mañana hiciera bueno. Y quizá lo hiciera.

No con el barómetro bajando y viento del oeste.

Buscar la verdad con aquella sorprendente falta de consideración por los sentimientos de otras personas, desgarrar los delicados velos de la civilización de manera tan caprichosa y brutal le pareció a la señora Ramsay un ultraje tan horrible al decoro más elemental que, sin replicar, aturdida y cegada, inclinó la cabeza como para permitir que la violencia del granizo la golpeara y el chaparrón de agua sucia la salpicara sin que saliera de sus labios el menor reproche. No había nada que decir.

El señor Ramsay no se apartó de su lado. Después de algún tiempo se ofreció, muy humildemente, para acercarse al servicio costanero y preguntar cuáles eran las previsiones meteorológicas, si era eso lo que quería.

La señora Ramsay no reverenciaba a nadie como a su marido.

Estaba totalmente dispuesta a aceptar su palabra, dijo. Sólo que en ese caso no necesitaría preparar los sándwiches, nada más. Todos acudían a ella, lógicamente, puesto que era mujer; venían a lo largo del día con esto y lo de más allá; uno quería una cosa, otro, otra; a menudo le parecía no ser más que una esponja empapada al máximo en emociones humanas. Luego su marido decía: condenada mujer. Decía: lloverá.