¿ Quieres creerlo? ¡Yo mismo me bebí diez y siete

botellas con la cena!

—Vamos, tú no puedes beber diez y siete botellas—interpuso

el caballero rubio.

— ¡Palabra de honor! Te digo que me las bebí—contestó Nosdriof.

—Puedes decir lo que quieras, pero yo te aseguro que no puedes beber ni diez.

—¿ Qué quieres apostar a que puedo beberlas?

—¿ Por qué había de apostar?

—Apuesta la pistola que compraste en el pueblo.

—No quiero.

—Si, apuéstala, como prueba.

—¿Por qué había de hacer la prueba?

—Sí; es que sabes que perderías la pistola si las apostaras, tal como perdiste tu gorra. ¡Ah,

amigo Tchitchikof, cuánto siento que no estuvieras allí! Sé que no te habrías apartado

nunca más del teniente Kuvshinikof. ¡Tú y él os hubierais llevado muy bien! Es bien

diferente del fiscal y de todos esos cicaterillos de nuestro pueblo, que se estremecen al

soltar un Copec. Está pronto a hacer todo lo que se quiera. Ah, Tchitchikof, ¿ por qué no

has venido? Has sido un cochino de no venir, ¡ganadero! ¡Bésame, querido, me gustas

mucho! ¡Figúrate, Mishuef, el destino nos ha unido en este sitio! ¿Qué representaba él para

mi, ni yo para él? El ha venido aquí, Dios sabe de dónde, y yo, aqui vivo... ¡Y cuántos

carruajes había, chico! Todo estaba en gros. Probaba mi suerte y ganaba dos jarritos de

pomada, una taza de porcelana y una guitarra; y después apostaba otra vez y perdía más de

seis rublos, ¡rediez! ¡Y qué tenorio es ese Kuvshinikof! ¡Si lo supieses! Ibamos con él a

casi todos los bailes. Había una muchacha muy emperifollada, recargada de volantes y

flecos y el demonio sabe qué más. Yo pensaba: “Vaya”; pero Kuvshinikof es el demonio; él

se sentó a su lado y le soltó cada piropo en francés... ¿Quieres creerlo? Ni dejaba en paz a

las campesinas. Eso lo llama él “coger las flores que se abren a su paso”. Vendían un

pescado maravilloso, y sollo salado; he traído uno. ¡Suerte que lo compré antes de que se

me acabara el dinero! ¿ dónde vas ahora?

—Voy a ver a una persona—respondió Tchitchikof.

—Vamos, ¡al diablo con él! Déjale y yente a mi casa conmigo.

—No puedo, no puedo: se trata de un negocio.

— ¡Ahora es un negocio! ¿ Y luego qué? ¡Ay, Opodeloc ivanitch!

— ¡Si es verdad! ¡Se trata de un negocio, y de un negocio muy importante!

—Apuesto que estás mintiendo. Vamos, dime, ¿ a quién vas a visitar?

—Pues a Sobakevitch.

Al escuchar esto, Nosdriof rompió en una estruendosa carcajada, riéndose como sólo se

ríen los hombres que rebosan salud, mostrando hasta la última muela de la dentadura,

blanca como el azúcar, temblando los carrillos, y desternillándose de risa, hasta hacer que

su compañero de hospedaje, a tres habitaciones distante, despertara sobresaltado y, con los

ojos fuera de las órbitas, exclamara: “¡Caramba, ese sí que está de buenas!”

—¿Qué hay de cómico en eso ?—preguntó Tchitchikof, algo desconcertado por la risa de

Nosdriof.

Pero éste siguió riéndose a mandíbula batiente, exclamando:

— ¡Ay, sálvame, que me reventaré de risa!

—No es cosa de risa; le prometí que le visitaría—dijo Tchitchikof.

—Pero tú sabes que allí no te has de divertir: ¡es el más avaro de la comarca! ¡Yo te

conozco! Te engañas cruelmente si crees que allí encontrarás una partida de naipes o una

buena botella de “Bon-bon”. Escucha, chico: ¡al demonio con Sobakevitch! Vente conmigo

a mi casa! ¡Qué plato de sollo comerás! Ponomaref me hacía mil zalemas, el animal, y me

decía: “Lo he comprado expresamente para usted”. Y añadía: “Podría usted revolver toda la

feria y no encontraría otro igual.” Pero es un pillo; se lo dije en la cara: “El contratista del

Gobierno y tú sois los más grandes tramposos que existen.” El se rió, frotándose la barba,

¡el muy animal! Kuvshinikof y yo comimos todos los días en su tienda. Oh, chico, hay algo

que he olvidado decirte; sé que vas a armar la bronca, pero te advierto que ni por diez mil

rublos te lo cedería. ¡Eh, Porfiry!—gritó, corriendo a la Ventana y dirigiéndose al criado,

que empuñaba con una mano un cuchillo y con la otra un mendrugo de pan y una tajada de

sollo que había logrado apropiarse mientras bajaba del calesín.— ¡Eh, Porfiry, trae el

cachorro! ¡Qué cachorro !—continuó, volviéndose

hacia Tchitchikof.—Debe de haberlo robado, pues el dueño no lo habría soltado a ningún

precio. He ofrecido por él mi yegua castaña, la que, como recordarás, me cambió Hvostiref.

Pero Tchitchikof en la vida había visto ni la yegua castaña ni a Hvostiref.

—¿ No desea usted comer nada, señor ?—dijo la mujer, acercándose en ese momento a

Nosdriof.

—No, nada. Ah, chico, cómo nos hemos divertido. Espera, dame una copita de vodka. ¿

Qué marca tienes?

—Está sazonado con anís—respondió la mujer.

—Déme una copita también—dijo el caballero rubio.

—En el teatro había una actriz que cantaba como un canario, ¡la sinvergüenza!

Kuvshiníkof, que estaba a mi lado, me susurro: “Escucha, chico; ésa es una rosa que se

debía coger.” Creo que había por lo menos cincuenta palcos.

Fenardi estuvo dando tumbos durante cuatro horas.

En esto, quitó la copita de manos de mesonera, quien le hizo una reverencia de

agradecimiento por la atención.

— ¡Ah, tráemelo 1—gritó, viendo entrar a Porfiry con el cachorro.

Porfiry vestía, como su amo, una especie de chaquetón, entre-forrado, pero algo grasiento.

— ¡Tráelo aquí; déjalo en el suelo!

Porfiry soltó al perrito, que, estirando sus cuatro patas, husmeaba el suelo.

— ¡Aquí está el cachorro !—dijo Nosdriof, cogiéndolo por el cogote y sosteniéndolo en el

aire. El perrito emitió un aullido lastimero.

— ¡Pero no has hecho lo que dije !—exclamó Nosdriof, dirigiéndose al criado, y

examinando cuidadosamente el vientre del perro.—¿Y no te has acordado de peinarle?

—Si, le he peinado.

—Entonces, ¿ por qué tiene pulgas?

—No sé. Puede que se le saltaran en el calesín.

—¡Mientes, mientes! No te has acordado de peinarle, y también sospecho, animal, que le

has contagiado las tuyas. Mira, Tchitchikof, mira qué orejas; ¡tócalas!

—¿ Por qué tocarlas? Puedo apreciarlo sin eso: es de buena raza—contestó Tchitchikof.

—No, cógele; ¡toca las orejas!

Para satisfacerle, Tchitchikof palpó las orejas del cachorro, diciendo:

—Sí; será un buen perro.

—Y mira qué frío tiene el morro. ¡Tócalo!

No queriéndole contrariar, Tchitchikof tocó también el morro y dijo:

—Tendrá un buen olfato.

—Es un verdadero dogo—prosiguió Nosdriof.—Confieso que desde hace mucho tiempo he

querido comprarme un dogo. ¡Eh, Porfiry, llévatelo!

Porfiry, tomándolo en los brazos, lo llevó al calesín.

—Escucha, Tchitchikof, ahora has de venir conmigo; son cinco kilómetros no más, y

volaremos como el viento; después, si quieres, puedes ir a ver a Sobakevitch.

“Bueno”, pensó Tchitchikof, “¿por qué no ir con Nosdriof? Vale tanto como otro

cualquiera, y además acaba de perder su dinero; pero no así su cabeza y, por consiguiente,

tengo que andarme con cuidado si quiero interesarlo en mi proyecto.”

—Muy bien; vamos. Pero a condición de que no me detenga; el tiempo es oro.

—Conforme, querido; está bien. ¡Está muy bien! Espérate, que eso merece un beso.

Dicho lo cual, Nosdriof y Tchitchikof se besaron.

—Bien. ¡Vamonos los tres!

—No, yo no—respondió el caballero rubio.—He de ir a mi casa.

—¡Tonterías, chico, tonterías! No te dejo marchar.

—Mi mujer se enfadará, la verdad; ahora puedes ir en el calesín de este caballero.

—¡No, no y no! ¡No lo creas!

El caballero rubio era de esos individuos en cuyo carácter se observa, a primera vista, cierta

terquedad.