Era alto, con rostro enjuto y bigote rojo. A

juzgar por su cara amarilla, se podría sospechar que conocía bien el humo del tabaco, si no

el de la pólvora. Saludó cortésmente a Tchitchikof, que respondió con igual finura. Es

probable que dentro de pocos minutos se habrían formado una amistad y que habrían

charlado mucho, pues ya habrían cobrado confianza, y los dos expresaban, casi en el mismo

momento, su satisfacción porque la lluvia de la víspera había extinguido el polvo de la

carretera, y porque ahora hacia fresco y el tiempo era bueno para los paseos en coche,

cuando entró el viajero moreno, arrojando la gorra sobre la mesa y ahuecando airosamente

con los dedos su espeso cabello negro. Era un guapo mozo, de mediana estatura, con

mejillas redondas y coloradas,

dientes blancos como la nieve y barbas negras como la brea. Te-fila una frescura de leche y

rosas y su cara rebosaba salud.

— ¡Caramba !—exclamó, abriendo los brazos al ver a Tchitchikof.—¿ Qué buenos vientos

te traen aquí?

Tchitchikof reconoció en el mozo a Nosdriof, un joven que había asistido a una cena en

casa del fiscal, y quien a pocos minutos de su presentación había adoptado con nuestro

héroe una actitud familiar, tuteándole, aunque Tchitchikof no le había dado mucha

confianza.

—¿Adónde vás?—preguntó Nosdriof, y sin esperar contestación continuó ¡He estado en la

feria, amigo! ¡Felicítame, me han limpiado los bolsillos! ¿ Quieres creerlo? ¡En mi vida me

han limpiado como esta vez! Figúrate, he tenido que alquilar un coche para llegar aquí.

¡Míralo!

Dicho esto, acogotó a Tchitchikof con tanta violencia, que por poco le hace dar con las

narices en el marco de la ventana.

—¿Ves qué miserables jacos son? Apenas si podían arrastrarse hasta aquí, ¡malditos brutos!

He tenido que montar en el calesín de éste—señalando a su compañero.

—¿Os conocéis? ¡Es mi cuñado Mishuef! Estábamos hablando de ti toda la mañana. “Ya

ves”, dije yo, “si no encontramos a Tchitchikof”. Bueno, ¡si supieras cómo me han

limpiado! ¿ Quieres creerlo? No sólo he dejado allí mi última cuarto, sino todo; ¡me han

despojado de todo! ¡Mira, que ni tengo reloj!

Tchitchikof le miró y vió que en efecto no llevaba ni reloj ni cadena. Hasta le parecía que

una de sus barbas estaba más corta y menos espesa que la otra.

—Pero si tuviera siquiera veinte rublos en el bolsillo—prosiguió Nosdriof,—si tuviera nada

más que veinte rublos, lo recobraría todo, y no sólo lo recobraría, sino que me metería

treinta mil rublos en el bolsillo, ¡palabra!

—Has dicho lo mismo antes—respondió su compañero,—y cuando te di cincuenta rublos,

los has perdido inmediatamente.

— ¡No los habría perdido, te lo juro, no los habría perdido! ¡Si no hubiera cometido

esa tontería, no los habría perdido! ¡Si no hubiera apostado dos contra uno a ese

maldito siete, cuando doblaron las apuestas, podría haber saltado la banca.

—Pero no la saltaste—observó el caballero rubio.

—No la salté porque equivocadamente puse dos contra uno al siete. Pero, ¿ tú crees que tu

general es buen jugador?

—Si lo es o no, te ha limpiado a ti.

—¡Y qué importa eso! Ya le dejaré limpio a él, no tengas cuidado. Espera a qué se decida a

apostar doble, y ¡veremos!, entonces veremos si es buen jugador. ¡Pero qué juerga hemos

corrido en los primeros días, amigo Tchitchikof! La feria tuvo un éxito extraordinario. Los

mismos mercaderes dijeron que nunca habían visto tanto gentío. Todo lo que traje de la

aldea se vendió a peso de oro. Ah, chico, ¡cómo nos hemos divertido! Aun ahora, cuando lo

recuerdo... ¡macachis! ¡Qué lástima que no estuvieras! ¡Figúrate!, había un regimiento de

dragones alojado a sólo cuatro kilómetros del pueblo. ¿ Quieres creerlo?, todos los

oficiales, cuarenta, vinieron al pueblo; ¡todos, hasta la última rata!... ¡Cuando nos pusimos

a beber, chico!... Ese capitán de Estado Mayor... ¡qué simpático!... ; ¡tenía unos bigotes,

chico! El vino de Burdeos lo llama sencillamente “Bordashka”. “¡Tráenos Bordashka,

camarero!”, decía. Y el teniente Kuvshinikof... ¡ah, chico, qué hombre tan encantador! ¡Es

todo un calavera! Estuvimos juntos todo el tiempo. Pero ¡qué vino nos ofreció Ponomaref!

Has de saber que es todo un trampista; no compres nada en su tienda; echa al vino toda

suerte de porquería: sándalo y corcho quemado, y hasta emplea las bayas del saúco como

colorante, ¡el muy tunante! Pero si saca de ese rincón misterioso que se llama su “bodega

particular”, alguna botellita escogida, ¡nada, chico!, te crees en el Paraíso. Bebimos

champán. .‘. ése del gobernador no vale nada comparado con aquél: no es más que sidra.

Figúrate, no Cliquot, sino Cli-quot-Matradura, que quiere decir Cliquot doble. También nos

saco una botella de vino francés que se llama “Bon-bon”, con un aroma, ¡bueno!, como las

rosas, y todo lo demás que quieras. ¡Qué juerga hemos corrido! Un príncipe, que llegó

después, mandó buscar champán a la tienda, y no quedaba una botella en todo el pueblo: los

oficiales se lo habían bebido todo.