El profesor tartamudeó con voz estrangulada:
–Suzanne… la caja… la caja de sobres…
–¿Cuál?
–La del Louvre… que traje el jueves… y que estaba en la esquina de esta mesa.
–Pero recuérdalo, papá… La colocamos juntos…
–La tarde…, ya sabes, la víspera del día…
–Pero ¿dónde?… Responde… Me estás matando…
–En el secrétaire.
–¿En el secrétaire que robaron?
–Sí.
–¿En el secrétaire que robaron?
Repitió la frase en voz baja, con espanto. Luego le cogió las manos y, con voz más baja aún, dijo:
–Contenía un millón, hija mía…
–¡Ah papá! ¿Por qué no me lo dijiste? – murmuró la muchacha ingenuamente.
–¡Un millón! – repitió el profesor-. Es el número que ha salido premiado en la lotería de la Prensa.
La enormidad del desastre los amilanó, y durante largo rato guardaron un silencio que no tenían el valor de romper.
Al fin, Suzanne dijo:
–Pero, papá, te lo pagarán de todas formas.
–¿Por qué? ¿Con qué pruebas?
–¿Hacen falta pruebas?
–¡Claro que sí!
–¿Y no las tienes?
–Sí, tengo una.
–¿Entonces?
–Estaba en la caja.
–¿ En la caja que ha desaparecido?
–Sí. Y es el otro quien lo cobrará.
–¡Eso sería abominable! Vamos papá: ¿podrías oponerte a ello?
–¿Acaso lo sé? ¿Acaso lo sé? ¡Ese hombre debe de ser fuerte! ¡Dispone de tales recursos!… Recuerda el asunto del mueble…
Se irguió con un sobresalto de energía y, golpeando el suelo con el pie, dijo:
–¡No! ¡No conseguirá ese millón! ¡No se apoderará de él! ¿Por qué iba a conseguirlo? Después de todo, por hábil que sea, tampoco puede hacer nada. ¡Si se presenta a cobrarlo, lo detendrán. ¡Ah, nos veremos las caras, amigo mío!
–¿Tienes alguna idea, papá?
–La de defender nuestros derechos hasta el final, pase lo que pase. ¡Y triunfaremos!… El millón es mío, ¡y lo cobraré!
Algunos minutos más tarde expedía este despacho:
«Gobernador del Crédit Foncier.
»Calle Capucines. Paris.
»Soy el poseedor del número 514, serie 23, y me opondré por todas las vías legales a cualquiera que desee cobrarlo en mi lugar.»
GERBOIS
Casi al mismo tiempo llegaba al Crédit Foncier este otro telegrama:
«El número 514, serie 23, está en mi poder».
ARSENIO LUPIN
Cada vez que emprendo la tarea de contar alguna de las innumerables aventuras de que se compone la vida de Arsenio Lupin, experimento una verdadera confusión, porque me parece que la más vulgar de estas aventuras es conocida por todos aquellos que van a leerme. En realidad, no hay un gesto de nuestro ladrón-nacional, como graciosamente se le ha llamado, que no haya sido señalado de la forma más retumbante, ni una hazaña que no haya sido estudiada bajo todas sus fases, ni un acto que no haya sido comentado con esa abundancia de detalles que se reservan, por lo general, al relato de acciones heroicas.
¿Quién no conoce, por ejemplo, esta extraña historia de La dama rubia, con sus curiosos episodios, que los periodistas titularon en gruesos caracteres El número 514, serie 23…; El crimen de la avenida de Henri-Martin…; El brillante azul? ¡Qué ruido alrededor de la intervención del famoso detective inglés Herlock Sholmes! ¡Qué efervescencia tras cada una de las peripecias que marcaron la lucha entre estos dos grandes artistas! ¡Y qué barahúnda en los bulevares, el día en que los vendedores de periódicos vociferaron: «La detención de Arsenio Lupin»!
Mi excusa es que yo aporto algo nuevo: aporto la palabra del enigma. Siempre queda algo de sombra alrededor de estas aventuras: yo la disipo. Reproduzco artículos leídos y releídos; copio antiguas entrevistas; pero todo lo coordino, lo clasifico y lo someto a la verdad exacta. Mi colaborador es este Arsenio Lupin cuya condescendencia conmigo es inestimable. Y lo es también, en ciertos momentos, el inefable Wilson, el amigo y confidente de Sholmes.
Aún se recuerda la formidable carcajada que acogió la publicación del doble despacho. El solo nombre de Arsenio Lupin era una seguridad de imprevistos, una promesa de diversión para la galería. Y la galería era el mundo entero.
De las indagaciones realizadas inmediatamente por el Crédit Foncier resultó que el número 514, serie 23, había sido vendido por el intermediario de la sucursal de Versalles del Crédit Lyonnais al comandante de Artillería Bessy. Ahora bien: el comandante había muerto de una caída de caballo. Se supo por sus compañeros, a los que se confió poco antes de su muerte, que había cedido el billete a un amigo.
–Ese amigo soy yo -afirmó el señor Gerbois.
–Pruébelo -objetó el gobernador del Crédit Foncier.
–¿Que lo pruebe? Es fácil. Veinte personas le dirán que yo tenía una gran amistad con el comandante Bessy y que nos reuníamos con frecuencia en el café de la Place d'Armes. Fue allí donde un día, para aliviarlo de un momento de apuro, le compré el billete por veinte francos.
–¿Tiene usted testigos de esa compra?
–No.
–En ese caso, ¿en qué funda usted su reclamación?
–En la carta que me escribió sobre tal asunto.
–Enséñela.
–Estaba en el secrétaire robado.
–Búsquela.
Arsenio Lupin la comunicó a los periódicos. Una nota publicada en el Echo de Paris, que tiene el honor de ser su órgano oficial y del cual, según parece, es uno de los principales accionistas, anunció que ponía en manos del señor Detinan, su abogado consejero, la carta que el comandante Bessy le había escrito a él personalmente.
Fue una explosión de júbilo: ¡Arsenio Lupin utilizaba un abogado! ¡Arsenio Lupin, respetuoso con las reglas establecidas, designaba para representarlo un miembro del foro!
Toda la Prensa se lanzó a casa del señor Detinan, influyente diputado radical, hombre de alta probidad al mismo tiempo que de espíritu refinado, un poco es-céptico, a veces paradójico.
Detinan no había tenido nunca el placer de reunirse con Arsenio Lupin…, y lo sentía profundamente… Pero acababa de recibir sus instrucciones, en efecto, y muy emocionado por una elección que le halagaba, pensaba defender vigorosamente el derecho de su cliente. Abrió el expediente recientemente constituido y, sin detenerse, exhibió la carta del comandante, la cual probaba, sin lugar a dudas, la cesión del billete, aunque no mencionaba el nombre del nuevo comprador.
Simplemente decía:
«Mi querido amigo…»
–«Mi querido amigo» soy yo -añadía Arsenio Lupin en una nota adjunta a la carta del comandante-. Y la mejor prueba de ello es que tengo la carta.
La nube de periodistas se abalanzó inmediatamente sobre la mesa del señor Gerbois, que sólo pudo repetir:
–«Mi querido amigo» no es otro que yo. Arsenio Lupin me robó la carta del comandante junto con el billete.
–¡Que lo pruebe! – respondió Lupin a los periodistas.
–Pero ¡si fue él quien robó el secrétairel… exclamó el señor Gerbois delante de los mismos periodistas.
Y Arsenio Lupin contestó: -¡Que lo pruebe!
Y fue un espectáculo de encantadora fantasía el duelo público entre los dos poseedores del número 514, serie 23; las idas y venidas de los periodistas, la sangre fría de Arsenio Lupin frente al enloquecimiento del pobre señor Gerbois…
¡La Prensa estaba repleta de las lamentaciones del desgraciado! A ella confiaba su infortunio con chocante ingenuidad.
–Compréndanlo, señores. ¡Es la dote de Suzanne lo que ese truhán quiere robarme! Por mí, personalmente, me tiene sin cuidado; pero ¡por Suzanne! Piénsenlo: ¡un millón! ¡Diez veces cien mil francos! ¡Ah! Bien sabía yo que el secrétaire contenía un tesoro.
Al objetársele que su adversario, al llevarse el mueble, ignoraba la presencia de un billete de lotería, y que en todo caso nunca habría podido prever que el tal billete iba a ganar el primer premio, gemía:
–¡Lo sabía, lo sabía!… Si no, ¿por qué se habría molestado en llevarse un mueble tan viejo?
–Por razones desconocidas, pero ciertamente no para apoderarse de un trozo de papel que valía, entonces, veinte francos, una modestísima suma.
–¡La suma de un millón! Él lo sabía…, ¡lo sabe todo! Ah, ustedes no conocen a ese bandido… ¡El no les ha robado un millón!
El diálogo habría podido durar infinitamente. Pero al duodécimo día, el señor Gerbois recibió una misiva de Arsenio Lupin que llevaba la indicación de confidencial. Y la leyó con inquietud creciente:
«Señor: La galería se divierte a nuestra costa. ¿No cree que ha llegado el momento de ponernos serios? Por mi parte, yo estoy firmemente dispuesto a ello.
»La situación es clara: yo poseo un billete que no tengo derecho a cobrar, y usted tiene derecho a cobrar un billete que no posee. Así pues, no podemos hacer nada el uno sin el otro.
»Ahora bien: ni usted consentirá en cederme su derecho ni yo en cederle mi billete.
»¿Qué hacer?
»Yo no veo más que un medio: repartámoslo.
»Medio millón para usted y medio millón para mí. ¿No es equitativo? Y este juicio de Salomón ¿no satisface el deseo de justicia que existe en cada uno de nosotros?
«Solución justa, pero solución inmediata. Ésta no es una oferta que tenga usted la obligación de discutir, sino una necesidad a la que debe adaptarse dadas las circunstancias.
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