Le doy tres días para reflexionar. El viernes por la mañana me gustaría leer en los anuncios breves del Echo de París una discreta nota dirigida al señor Ars Lup que contuviera, en términos velados, su adhesión pura y simple al pacto que le propongo, mediante el cual usted entrará en posesión inmediata del billete y cobrará el millón…, esperando a remitirme quinientos mil francos por el procedimiento que yo le indicaré posteriormente.

»En caso de negativa, he tomado mis disposiciones para que el resultado sea idéntico. Pero, aparte de las muy graves molestias que le causará tal obstinación, tendrá que sufrir usted un descuento de veinticinco mil francos para gastos suplementarios.

«Quedando a su disposición, le saluda atentamente,

ARSENIO LUPIN»-

Desesperado, el señor Gerbois cometió la enorme falta de enseñar esta carta y dejar que la copiaran. Su indignación lo empujaba a estas tonterías.

–¡Nada! ¡No tendrá nada! – gritaba ante los periodistas-. ¿Partir lo que me pertenece? ¡Jamás! ¡Que rompa el billete si quiere!

–Sin embargo, quinientos mil francos es mejor que nada.

–No se trata de eso, sino de mi derecho, y este derecho lo estableceré ante los tribunales.

–¿Atacará a Arsenio Lupin? Eso sería gracioso.

–No, sino al Crédit Foncier. Éste me tiene que pagar el millón.

–Contra la entrega del billete o, al menos, contra la prueba de que usted lo compró.

–La prueba existe, puesto que Arsenio Lupin confiesa que robó el secrétaire.

–¿Le bastará a los tribunales la palabra de Arsenio Lupin?

–No importa. Yo sigo adelante.

La galería pateaba. Se hicieron apuestas: unos sostenían que Lupin sometería al señor Gerbois; otros, que aquél claudicaría ante las amenazas de éste. Y se experimentaba una especie de intranquilidad, de tal manera eran desiguales las fuerzas entre los adversarios: uno, tan rudo en su asalto; otro, asustado como una bestia acorralada.

El viernes arrancaron de las manos de los vendedores el Echo de París y escrutaron febrilmente la quinta página en el lugar dedicado a los anuncios breves. Ni una sola línea estaba dirigida al señor Ars Lup. A las órdenes de Arsenio Lupin contestaba el señor Gerbois con el silencio. Era la declaración de guerra.

Esa noche se supo por los periódicos el secuestro de la señorita Suzanne.

Lo que nos regocija en lo que podríamos llamar espectáculos de Arsenio Lupin es el papel eminentemente cómico de la Policía. Todo ocurre al margen de ella. Lupin habla, escribe, previene, ordena, amenaza y ejecuta como si no existiese el jefe de la Süreté ni los agentes, ni los comisarios, ni nadie, en fin, que pueda estorbarlo en sus designios. Todo eso se considera como nulo y no existente. El obstáculo no cuenta.

¡Y, sin embargo, la Policía se mueve! Desde el momento en que se trata de Arsenio Lupin, todo el mundo, desde el más alto hasta el más bajo de la escala, arde, hierve, espumea de rabia. Es el enemigo, y un enemigo que se burla, que provoca, que desprecia o, lo que es peor, que lo ignora a uno.

¿Y qué hacer contra un enemigo semejante? A las diez menos veinte, según testimonio de la criada, Suzanne salió de su casa. A las diez y cinco, su padre, al salir del Liceo, no la vio en la acera donde la muchacha acostumbraba a esperarlo. Así pues, todo había ocurrido en el transcurso del breve paseo de veinte minutos que Suzanne hacía desde su casa al Liceo o, por lo menos, hasta los accesos al Liceo.

Dos vecinos afirmaron que se habían cruzado con ella a trescientos pasos de la casa. Una señora había visto caminar a lo largo de la avenida a una joven cuyas señas coincidían. ¿Y después? Después no se sabía nada.

Se investigó por todos lados, se interrogó a los empleados de las estaciones y del fielato. No habían observado aquel día nada que pudiera relacionarse con el secuestro de una joven. Sin embargo, en Ville d'Avray, el tendero de un establecimiento declaró que había facilitado aceite a un automóvil cerrado procedente de París. Al volante se sentaba un chófer; en el interior, una dama rubia…, excesivamente rubia, precisó el testigo. Una hora más tarde el automóvil volvía de Versalles. Un atasco de tráfico le obligó a disminuir la marcha, lo que permitió al tendero comprobar, al lado de la dama rubia ya entrevista, la presencia de otra dama envuelta en chales y velos. Nadie dudó de que se trataba de Suzanne Gerbois.

Luego era preciso suponer que el secuestro se había llevado a cabo en pleno día, en una carretera muy frecuentada en el centro mismo de la ciudad.

¿Cómo? ¿En qué lugar? No se oyó ningún grito, no se observó ningún movimiento sospechoso.

El tendero dio las señas del automóvil: una limusina de veinticuatro caballos, de la casa Peugeon, con carrocería azul oscuro. En todo caso se informó a la directora del Grand Garage, señora Bob Walthour, que era especialista en secuestros de vehículos. En efecto, el viernes por la mañana había alquilado por todo el día una limusina Peugeon a una dama rubia, a la que no había vuelto a ver.

–Pero el chófer…

–Era un individuo llamado Ernest, que habíamos contratado el día anterior en vista de sus excelentes recomendaciones.

–¿Está aquí?

–No, devolvió el auto y no ha vuelto.

–¿No podríamos encontrar su pista?

–Sí, por las personas que lo recomendaron. Aquí tiene sus señas.

Fueron a los domicilios de esas personas.