Con gran asombro, se dio cuenta de que una de las hojas de la verja estaba entreabierta. Se deslizó, pues, dentro del jardín, teniendo cuidado de no cerrarla. Pero no había dado tres pasos cuando se detuvo. Por una de las ventanas del segundo piso había pasado una luz.

Y la luz pasó por una segunda ventana y por una tercera sin que pudiese ver otra cosa que una silueta que se perfilaba sobre las paredes de las habitaciones. Del segundo, la luz bajó al primero, y durante un buen rato erró de habitación en habitación.

«¿Quién diablos puede pasearse a la una de la madrugada por la casa donde fue asesinado el barón de Hautrec?», se preguntó Herlock Sholmes, prodigiosamente interesado.

No existía más que un medio de averiguarlo: introducirse él mismo en ella. No vaciló. Pero en el momento en que atravesaba, para ganar la escalinata, el rayo de luz que lanzaba el farol de gas, el individuo debió de verlo, porque la luz se apagó de repente y Herlock Sholmes no la volvió a ver.

Suavemente se apoyó en la puerta que daba a la escalinata. También estaba abierta. Al no oír ningún ruido, se arriesgó en la oscuridad, encontró la bola de la barandilla de la escalera y subió un piso. Y siempre el mismo silencio, las mismas tinieblas…

Cuando llegó al descansillo, penetró en una habitación y se acercó a la ventana que daba un poco de claridad a la negrura de la noche. Entonces avistó fuera al individuo, el cual, bajando sin duda por otra escalera y saliendo por otra puerta, se escurría por la izquierda, a lo largo de los arbustos que bordeaban la tapia de separación entre los dos jardines.

–¡Caramba! – exclamó Sholmes-. Se me va a escapar.

Abandonó el inmueble y salvó la escalinata a fin de cortarle la retirada. Pero ya no vio a nadie, y precisó algunos segundos para distinguir, entre el macizo de arbustos, una masa más negra que no permanecía inmóvil.

El inglés reflexionó. ¿Por qué el individuo no había tratado de huir cuando habría podido hacerlo fácilmente? ¿Permanecía allí para vigilar a su vez al intruso que lo había interrumpido en su misteriosa tarea?

«En todo caso -pensó-, no se trata de Arsenio Lupin. Lupin sería astuto. Es alguno de su banda.»

Transcurrieron largos minutos. Herlock no se movía, con la vista fija en el adversario que lo espiaba. Pero como este adversario tampoco se movió más y el inglés no era hombre que se consumiera de impaciencia en la inacción, comprobó si su pistola funcionaba, sacó el puñal de la vaina y marchó directo hacia el enemigo, con aquella fría audacia y aquel desprecio del peligro que le hacían tan temible.

Un ruido seco. El individuo preparaba su revólver. Herlock se arrojó bruscamente sobre el macizo de arbustos. El otro no tuvo tiempo de volverse. El inglés ya estaba encima de él. Hubo una lucha violenta, desesperada, en el transcurso de la cual Herlock adivinaba el esfuerzo del hombre para sacar su cuchillo. Pero Sholmes, al que exacerbaba la idea de su próxima victoria y el deseo loco de apoderarse, desde el primer momento, de aquel cómplice de Arsenio Lupin, sentía en él fuerzas irresistibles. Tumbó a su adversario, dejó caer sobre él todo su peso e, inmovilizándolo con los dedos clavados en la garganta del desgraciado como dientes de una sierra, con su mano libre buscó la linterna eléctrica, presionó el botón y proyectó el rayo de luz sobre el rostro de su prisionero.

–¡Wilson! – bramó, aterrorizado.

–¡Herlock Sholmes! – balbució una voz estrangulada, cavernosa.

Permanecieron largo rato el uno junto al otro sin cambiar una palabra, los dos atontados, con el cerebro vacío. El claxon de un automóvil atronó el aire. Un poco de viento agitó las hojas de los árboles. Y Sholmes no se movía, con los cinco dedos clavados aún en el cuello de Wilson, que exhalaba una respiración cada vez más débil.

De repente, Herlock, invadido por la cólera, soltó a su amigo, pero para agarrarlo por los hombros y sacudirlo con frenesí.

–¿Qué hace usted aquí? Responda… ¿Qué? ¿Acaso le dije que se escondiera en los macizos de arbustos y me espiara?

–¿Espiarlo? – emitió Wilson-. Pero si yo no sabía que era usted…

–Entonces, ¿qué? ¿Qué hacía usted aquí? Debía de estar acostado.

–Me he acostado.

–¡Tenía que dormir!

–He dormido.

–¡No tenía que despertarse!

–Su carta…

–¿Mi carta?

–Sí, la que un emisario me trajo de su parte al hotel.

–¿De mi parte? ¿Está usted loco?

–Se lo juro.

–¿Dónde está esa carta?

Su amigo le tendió una hoja de papel. A la luz de la linterna, leyó con estupor:

«Wilson, fuera de la cama, y diríjase a la avenida Henri-Martin.