Se entretuvo unos instantes con ellos en la acera de enfrente y luego volvió a mi lado.

–Le ruego que me perdone. Ese diablo de Sholmes va a darme mucho que hacer. Pero le aseguro que no ha terminado todavía con Lupin… ¡Ah, ya verá el inglés de qué madera estoy hecho!… Hasta la vista… El inefable Wilson tiene razón. No tengo ni un minuto que perder.

Se alejó a buen paso.

Así terminó aquella extraña velada o, por lo menos, parte de aquella velada en la que me vi mezclado. Porque durante las horas que siguieron sucedieron muchos otros acontecimientos que las confidencias de los demás participantes de esta comida me han permitido, afortunadamente, reconstruir en todos sus detalles.

En el mismo instante en que me dejaba Lupin, Herlock Sholmes sacaba el reloj y se levantaba de su asiento.

–Las nueve menos veinte. A las nueve debo encontrarme en la estación con los condes de Crozon.

–¡En marcha! – exclamó Wilson, después de haberse bebido de un trago dos vasos de whisky seguidos.

Salieron.

–Wilson, no vuelva la cabeza… Quizá nos sigan; en tal caso, actuemos como si eso no nos importara… Dígame, Wilson, ¿por qué se encontraba Lupin en ese restaurante? Déme su opinión.

Wilson no dudó:

–Para comer.

–Wilson, cuanto más trabajamos juntos más cuenta me doy de la continuidad de sus progresos. Palabra que cada vez se hace más asombroso.

En la sombra, Wilson se ruborizó de placer, y Sholmes continuó:

–Para comer, exacto, y además para asegurarse si voy a Crozon efectivamente, como anuncia Ganimard en su entrevista. Voy allá, pues, a fin de no contrariarlo. Pero como se trata de ganarle tiempo, no voy… Usted, amigo mío, siga por esta calle, tome un coche, dos, tres coches. Regrese más tarde a buscar las maletas que hemos dejado en consigna, y al galope al Elysée-Palace.

–¿Al Elysée-Palace?

–Pedirá una habitación, en donde se acostará y dormirá a pierna suelta, esperando a recibir mis instrucciones.

Wilson, orgulloso del importante papel que le habían asignado, se fue. Herlock Sholmes compró su billete y subió al expreso de Amiens, donde ya se hallaban instalados los condes de Crozon.

Se limitó a saludarles. Encendió una segunda pipa y, de pie en el pasillo, fumó tranquilamente.

El tren se puso en marcha. Al cabo de diez minutos, Sholmes fue a sentarse al lado de la condesa, y le dijo:

–¿Tiene usted a mano la sortija, señora?

–Sí.

–Tenga la bondad de prestármela.

La cogió y la examinó.

–Es lo que yo pensaba exactamente. Un brillante reconstruido.

–¿Un brillante reconstruido?

–Un procedimiento nuevo que consiste en someter el polvo de diamante a una temperatura muy elevada para fundirlo…, y entonces, ya no hay más que reconstruirlo en una sola pieza.

–¿Cómo? Pero mi brillante es bueno.

–El de usted, sí; pero éste no es el de usted.

–¿Dónde está, entonces, el mío?

–En manos de Arsenio Lupin.

–Entonces, ¿éste…?

–Éste sustituyó al suyo y fue introducido en el tubo de pasta de dientes del señor Bleichen, donde usted lo encontró.

–Por tanto, es falso.

–Completamente falso.

Intrigada, trastornada, la condesa callaba, mientras que su marido, incrédulo, daba vueltas a la joya en todos los sentidos. La condesa acabó por balbucir:

–¿Es posible? Pero ¿por qué no lo robó simplemente? Además ¿cómo lo robó?

–Precisamente eso es lo que voy a tratar de aclarar.

–¿En el castillo de Crozon?

–No. Me bajo en Creil y regreso a París. Es allí donde debe jugarse la partida entre Arsenio Lupin y yo. Los golpes se reciben igual en un lugar que en otro, pero es preferible que Lupin me crea de viaje.

–Sin embargo…

–¿Qué importa, señora? Lo esencial es su brillante, ¿no es cierto?

–Sí.

–Pues bien: tranquilícese. Hace un momento he hecho una promesa mucho más difícil de cumplir. Palabra de Herlock Sholmes: le devolveré el brillante verdadero.

El tren aminoraba la marcha. Se metió el brillante falso en el bolsillo y abrió la portezuela. El conde le gritó:

–¡Va a bajarse por el lado contrario!

–Sí, de esa forma, si Lupin ha mandado vigilarme, perderán mi rastro. Adiós.

Un empleado protestó en vano. El inglés se dirigió al despacho del jefe de estación. Cincuenta minutos más tarde saltaba a otro tren que lo devolvió a París un poco antes de la medianoche.

Atravesó corriendo la estación, se metió por la cantina, salió por otra puerta y se precipitó dentro de un coche de alquiler.

–Cochero, a la calle Clapeyron.

Después de asegurarse de que no le seguían, hizo parar el coche al principio de la calle y se dedicó a un examen minucioso de la casa del abogado Detinan y de las dos casas vecinas. Con la ayuda de pasos iguales, midió algunas distancias, y apuntó notas y cifras en su agenda.

–Cochero, a la avenida Henri-Martin.

En la esquina de la avenida con la calle de la Pompe paró el coche, siguió la acera hasta el número 134 e hizo las mismas operaciones delante del chalé del barón de Hautrec y de los dos inmuebles vecinos que lo encuadraban, midiendo la longitud de las respectivas fachadas y calculando la profundidad de los jardincitos que se hallan delante de estas fachadas.

La avenida estaba desierta y muy oscura bajo sus cuatro hileras de árboles, entre los cuales, de cuando en cuando, un farol de gas parecía luchar inútilmente contra el espesor de las tinieblas. Uno de ellos propagaba una pálida luz sobre una parte del chalé, y Sholmes vio el letrero «Se alquila» suspendido de la verja, las dos avenidas sin cuidar que rodeaban el pequeño césped y las amplias ventanas vacías de la casa deshabitada.

«Es verdad -se dijo-. Desde la muerte del barón está sin alquilar… ¡Ah, si pudiese entrar y hacerle una visita!…»

Era suficiente que tal idea germinara para que quisiera ponerla en ejecución. Pero ¿cómo? La altura de la verja hacía imposible toda tentativa de escalarla. Sacó del bolsillo una linterna eléctrica y una ganzúa que no abandonaba jamás.