De cuando en cuando, el señor Gerbois prestaba atención… ¿No habían llamado?

A medida que transcurrían los minutos aumentaba su angustia, y el señor Detinan experimentaba también una impresión casi dolorosa.

En cierto momento, hasta el abogado perdió su sangre fría. Se levantó bruscamente:

–No lo veremos… ¿Cómo quiere usted…? ¡Sería una locura de su parte! Que tenga confianza en nosotros, pase: somos personas honradas, incapaces de traicionarlo; pero el peligro no está solamente aquí.

Y el señor Gerbois, con las dos manos sobre los billetes, balbució:

–¡Que venga, Dios, que venga! Daría todo esto para volver a tener a Suzanne.

La puerta se abrió.

–Con la mitad bastará, señor Gerbois.

Alguien se hallaba en el umbral: un hombre joven, elegantemente vestido, en quien el señor Gerbois reconoció enseguida al individuo que lo abordó en las inmediaciones de la tienda de compraventa, en Versalles. Dio un salto hacia él.

–¿Y Suzanne? ¿Dónde está mi hija?

Arsenio Lupin cerró la puerta con cuidado y, mientras se quitaba los guantes con el más exquisito de los ademanes, dijo al abogado:

–Mi querido amigo, nunca podré agradecerle bastante la buena voluntad con que ha consentido en defender mis derechos. No lo olvidaré jamás.

El señor Detinan murmuró:

–Pero no ha llamado usted… No he oído la puerta…

–Los timbres y las puertas son cosas que deben funcionar sin que se oigan. Pero aquí estoy de todas formas, que es lo esencial.

–¡Mi hija! ¡Mi Suzanne! ¿Qué ha hecho usted con ella? – repitió el profesor.

–¡Por Dios, señor! Cuánta prisa tiene usted -dijo Lupin-. Vamos, tranquilícese. Sólo un momento más y su hija se hallará en sus brazos.

Se paseó por la estancia. Luego, con tono de gran señor que distribuye elogios, dijo:

–Señor Gerbois, le felicito por la habilidad con que ha actuado hace unos instantes. Si el automóvil no hubiese tenido esa avería absurda, nos hubiéramos encontrado sencillamente en la plaza de l'Etoile y se le hubiera evitado al señor Detinan la molestia de esta visita… En fin, estaría escrito. – Vio los dos montones de billetes y exclamó-: ¡Ah! Perfectamente. El millón está aquí… No perdamos tiempo. ¿Me permite…?

–Pero -objetó el señor Detinan, colocándose delante de la mesa- la señorita Gerbois no ha llegado todavía.

–¿Y qué?

–¿Cómo? ¿Acaso su presencia no es indispensable?

–¡Comprendo, comprendo! Arsenio Lupin sólo inspira una confianza relativa. Se embolsa el medio millón y no devuelve el rehén. ¡Ah, mi querido amigo, yo soy un gran incomprendido! Porque el destino me ha obligado a realizar actos de naturaleza un poco… especial, se sospecha de mi buena fe…, ¡de mí!, ¡de mí, que soy el hombre del escrúpulo y de la delicadeza! Por otra parte, mi querido amigo, si tiene miedo, abra la ventana y llame. Hay una docena de policías en la calle.

–¿Lo cree usted?

Arsenio Lupin alzó un visillo.

–Creo al señor Gerbois incapaz de despistar a Ganimard… ¿Qué le decía? Ahí tiene usted a nuestro buen hombre.

–¿Es posible? – exclamó el profesor-. Sin embargo, le juro que…

–¿Que no me ha traicionado?… Claro que no, pero los policías son astutos. Mire: ahí veo a Folefant…, a Gréaume…, y a Dizzy…, ¡a todos mis buenos amigos!

El señor Detinan le miraba sorprendido. ¡Qué tranquilidad! Lupin se reía con risa feliz, como si se divirtiese con algún juego infantil, y como si no le amenazara ningún peligro.

Esta indiferencia tranquilizó al abogado más aún que la presencia de la Policía. Se alejó de la mesa donde se encontraban los billetes de banco.

Arsenio Lupin cogió los dos paquetes, separó veinticinco billetes de cada uno y, alargando al señor Detinan los cincuenta billetes así obtenidos, le dijo:

–Los honorarios del señor Gerbois y los de Arsenio Lupin, mi querido amigo. Se los ha ganado con todo merecimiento.

–Ustedes no me deben nada -replicó el señor Detinan.

–¿Cómo? ¿Y todas las molestias que le hemos causado?

–¿Y todo el placer que he experimentado al procurarme esas molestias?

–Es decir, que usted no quiere aceptar nada de Arsenio Lupin. Ésta es la consecuencia de tener tan mala reputación- suspiró.

Alargó los cincuenta billetes al profesor.

–Señor, como recuerdo de nuestro feliz encuentro, permítame que le entregue esto: será mi regalo de boda para la señorita Gerbois.

El señor Gerbois cogió con avidez los billetes, pero protestó:

–Mi hija no se casa.

–No se casará si usted le niega su consentimiento. Pero desea ardientemente casarse.

–¿Qué sabe usted de eso?

–Sé que los jóvenes tienen con frecuencia sueños sin la autorización de sus padres. Afortunadamente, existen genios buenos que se llaman Arsenio Lupin y que en el fondo de los secrétaires descubren los secretos de esas encantadoras almas.

–¿No ha descubierto en él otra cosa? – preguntó el señor Detinan-. Confieso que siento curiosidad por saber por qué ese mueble tiene tanto interés para usted.

–Razón histórica, amigo mío. Aunque, contrariamente a lo indicado por el señor Gerbois, no contenía más tesoro que el billete de la lotería…, y eso lo ignoraba yo…, lo deseaba y lo buscaba desde hacía mucho tiempo. Ese secrétaire, de madera de tejo y caoba, decorado con capiteles de hojas de acanto, fue encontrado en la discreta casita que habitaba en Boulogne María Waleswska, y lleva en una de sus gavetas la inscripción: «Dedicado a Napoleón Primero, emperador de los franceses, por su muy fiel servidor, Mandón», y encima estas palabras, grabadas a punta de cuchillo: «Para ti, María.» A continuación, Napoleón mandó hacer una copia para la emperatriz Josefina…, de forma que el secrétaire que se admiraba en la Malmaison sólo era una copia imperfecta del que, desde ahora, forma parte de mis colecciones.

El profesor gimió:

–¡Ay! ¡Si yo lo hubiese sabido en la tienda, con cuánta prisa se lo hubiera cedido a usted!

Arsenio Lupin dijo, riendo:

–Y habría usted tenido, además, la inapreciable ventaja de conservar para usted solo el número 514, serie 23.

–Lo cual no le habría obligado a raptar a mi hija, que ha sido la causa de todo este barullo.

–¿Cómo?

–Ese rapto…

–Pero, mi querido señor Gerbois, está usted en un error. La señorita Gerbois no ha sido raptada.

–¿Que mi hija no ha sido raptada?

–Claro que no. Quien dice rapto, dice violencia. Ahora bien: ha servido de rehén con su pleno consentimiento.

–¡Con su pleno consentimiento! – repitió el señor Gerbois, confundido.

–¡Y casi a petición suya! ¿Acaso una joven tan inteligente como la señorita Gerbois, y que además cultiva en el fondo de su alma una pasión inconfesada, iba a negarse a conquistar su dote? ¡Ah! Le juro, señor, que fue fácil hacerle comprender que no existía otro medio de vencer la obstinación de su padre.

El señor Detinan se divertía mucho. Objetó:

–Lo más difícil sería entenderse con ella.