Es inadmisible que la señorita Gerbois se dejase abordar por usted.

–¡Oh! Por mí, no. No tengo el honor de conocerla. Fue una de mis amigas quien se brindó a entablar las negociaciones.

–La dama rubia del automóvil, sin duda -interrumpió el señor Detinan.

–Exactamente. Desde la primera entrevista en las cercanías del Liceo, todo estuvo arreglado. Después, la señorita Gerbois y su nueva amiga han viajado, visitando Bélgica y Holanda, de la manera más agradable e instructiva para una jovencita. Lo demás, ella misma se lo explicará…

Llamaron a la puerta del vestíbulo con tres golpes rápidos; luego, un golpe, y al fin, otro aislado.

–Es ella -dijo Lupin-. Amigo mío, si hace usted el favor…

El abogado se precipitó a la puerta.

Entraron dos jóvenes. Una se arrojó a los brazos del señor Gerbois. La otra se acercó a Lupin. Era de alta estatura, busto armonioso, rostro muy pálido, y sus cabellos rubios, de un rubio deslumbrante, se dividían en dos crenchas onduladas y muy sueltas. Vestida de negro, sin otro adorno que un collar de azabache con cinco vueltas, parecía, no obstante, de refinada elegancia.

Arsenio Lupin le dedicó algunas palabras; luego, dirigiéndose a la señorita Gerbois y saludándola amablemente, le dijo:

–Le pido perdón, señorita, por todas sus tribulaciones; sin embargo, espero que no haya sido demasiado desgraciada…

–¡Desgraciada! Incluso habría sido feliz, si hubiese tenido a mi pobre padre.

–Entonces, todo va bien… Abrácelo de nuevo y aproveche la ocasión…, que es excelente…, para hablar de su primo.

–¿Mi primo?… ¿Qué quiere decir?… No comprendo…

–Pero sí, sí que comprende… Su primo Philippe…, ese joven cuyas cartas conserva usted tan celosamente…

Suzanne enrojeció, perdió su apoyo y, al fin, como le aconsejaba Lupin, se arrojó de nuevo a los brazos de su padre.

Lupin les dirigió una mirada enternecida.

–¡Cuánto recompensa hacer el bien! ¡Conmovedor espectáculo! ¡Padre afortunado! ¡Hija feliz! ¡Y pensar que esta felicidad es obra tuya, Lupin! Estos seres te bendecirán más adelante… Tu nombre será piadosamente transmitido a sus nietos… ¡Oh, la familia, la familia!… -Se dirigió a la ventana-. ¿Seguirá ahí el pobre Ganimard?… ¡Le gustaría tanto asistir a estas encantadoras efusiones!… Pues no, no está ya… No hay nadie…, ni él ni los otros… ¡Diablos! La situación se agrava… ¡No sería nada extraño que estuvieran ya bajo el portal…, o en casa del portero…, o quizá en la escalera!…

El señor Gerbois hizo un movimiento. Ahora que le habían devuelto a su hija, le volvía el sentido de la realidad. La detención de su adversario significaría para él medio millón. Instintivamente dio un paso… Como por casualidad, Lupin se encontró en su camino.

–¿Adonde va usted, señor Gerbois? ¿A defenderme contra ellos? ¡Muy amable! No se moleste. Además, le juro que ellos están más preocupados que yo. – Y continuó, reflexionando-: En el fondo, ¿qué saben? Que usted está aquí y, quizá, que la señorita Gerbois lo está también, porque han debido de verla llegar con una dama desconocida. ¿Pero yo? Ni lo sospechan. ¿Cómo iba a introducirme en una casa que registraron esta mañana desde el sótano a la buhardilla? No. Según todas las probabilidades, esperan cogerme al vuelo… ¡Pobrecitos!… A menos que adivinen que la dama desconocida ha sido enviada por mí y que la supongan encargada de realizar el cambio… En cuyo caso se apresurarán a detenerla a la salida…

Sonó un timbrazo.

Con gesto brusco, Lupin inmovilizó al señor Gerbois, y con voz seca, imperiosa, dijo:

–Quieto ahí, señor; piense en su hija y sea razonable, si no… En cuanto a usted, señor Detinan, tengo su palabra.

El señor Gerbois se quedó clavado en el sitio. El abogado no se movió.

Sin la menor prisa, Lupin cogió el sombrero. Un poco de polvo lo manchaba y lo cepilló con el revés de la manga.

–Mi querido amigo, si alguna vez me necesita… -dijo, dirigiéndose al abogado-. Señorita Gerbois, mi enhorabuena y felicite en mi nombre al señor Philippe. – Sacó del bolsillo un pesado reloj con doble tapa de oro-. Señor Gerbois, son las tres y cuarenta y dos minutos; a las tres y cuarenta y seis les autorizo a salir de este salón… Ni un minuto antes de las tres y cuarenta y seis, ¿entendido?

–Pero entrarán a la fuerza -no pudo privarse de decir el señor Detinan.

–¡La ley lo protege, no lo olvide, mi querido amigo! Ganimard nunca se atrevería a violar el domicilio de un ciudadano francés. Tendríamos tiempo de echar una buena partida de bridge. Pero, perdóneme, parece que están un poco alterados los tres, y no quisiera abusar…

Puso el reloj sobre la mesa, abrió la puerta del salón y, dirigiéndose a la dama rubia, le dijo:

–¿Estás lista, querida amiga?

Se deslizó delante de ella, dirigió un último saludo, muy respetuoso, a la señorita Gerbois, salió y cerró la puerta tras él.

Y le oyeron decir, en el vestíbulo, en voz alta:

–Buenas tardes, Ganimard, ¿cómo le va, hombre? Déle mis cariñosos recuerdos a la señora Ganimard… Un día de éstos iré a que me invite a comer… Adiós, Ganimard.

Otro timbrazo, brusco, violento; luego, golpes seguidos y ruido de voces en el descansillo de la escalera.

–Las tres y cuarenta y cinco -balbució el señor Gerbois.

Tras algunos segundos, pasó resueltamente al vestíbulo. Lupin y la dama rubia ya no estaban allí.

–¡Papá!… ¡No hay que…! ¡Espera!… -exclamó Suzanne.

–¿Esperar? ¡Tú estás loca!… ¿Contemplaciones con semejante truhán?… ¿Yel medio millón?

Abrió.

Ganimard se precipitó dentro.

–¿En dónde está… esa dama? ¿Y Lupin?

–Allí…, allí…

Ganimard lanzó un grito de triunfo:

–Ya lo tenemos… La casa está cerrada.

El abogado Detinan objetó:

–¿Y la escalera de servicio?

–La escalera de servicio desemboca en el patio y no hay más que una salida: la puerta principal. Y la vigilan diez hombres.

–Pero él no entró por la puerta principal… Ni se irá por ella.

–¿Por dónde, entonces? – preguntó Ganimard-. ¿A través del aire?

Descorrió una cortina.