Así habló Zaratustra
Nietzsche se sirve de la figura semilegendaria del filósofo persa Zoroastro del s.-VI a.C. para desarrollar su propia doctrina filosofía. El conjunto del libro narra los discursos que Zaratustra (Zoroastro) pronuncia entre los hombres para anunciar su nueva doctrina.
En la primera parte, Nietzsche habla de tres figuras fundamentales del espíritu: el camello (que soporta el dominio de la moral), el león (que crea una nueva moral, es libre) y el niño (que crea nuevos valores mediante el juego); asimismo, propone la necesidad de considerar las virtudes tradicionales como "adormideras", que impiden ver los valores verdaderos.
La segunda parte relata la segunda bajada de Zaratustra y Nietzsche ataca a quienes se oponen a la voluntad creadora de una moral libre. Al final de esta parte aparece la visión del "eterno retorno de las cosas", que aterroriza a Zaratustra por su radicalidad y es uno de los núcleos de su filosofía. Pero esta segunda parte termina también con un fracaso: Zaratustra regresa a su montaña, incomprendido por los hombres que no entienden cuanto dice y se ríen de él; el eremita tenía razón y Zaratustra se da cuenta.
La tercera parte tiene una importancia especial. En ella Zaratustra plantea la doctrina del "eterno retorno". Nietzsche expone esta doctrina empleando gran cantidad de símbolos y discursos alegóricos de gran belleza lírica.
La cuarta y última parte presenta a un Zaratustra anciano y desanimado ante el fracaso de su tarea, pero que todavía tiene la fuerza suficiente para reivindicar la necesidad de aquellos que denomina "hombres superiores". Éstos serán los únicos que podrán comprender su doctrina y vivir según la filosofía que Nietzsche representa: son los verdaderos "superhombres", que habrán anulado la mediocridad de la cultura occidental y constituirán una nueva clase de filósofos.
Título original en alemán: Also sprach Zarathustra. Ein Buch für Alle und Keinen
Diseño de cubierta: Alianza Editorial.
Introducción, traducción y notas: Andrés Sánchez Pascual

Friedrich Nietzsche
Así habló Zaratustra
ePUB v1.1
Polifemo7 01.01.11

Introducción
GÉNESIS de Así habló Zaratustra
La tripe génesis -afectiva, conceptual y figurativa- de Así habló Zaratustra ha sido extensamente explicitada por su autor en una serie de cartas y apuntes particulares, pero de modo muy especial en el apartado de Ecce homo{*} dedicado a esta obra. A tan apasionada y clarividente auto explicación es preciso referirse si se quiere poner de relieve lo fundamental. Mas esa autobiografía de Nietzsche, tan rica en exposición de vivencias, es parca en alusiones a elementos exteriores que pudieran permitirnos obtener una visión desde fuera, una contemplación ocular de la figura por cuyo interior cruzaban tales pensamientos. Algunos de esos rasgos vienen dados a continuación.
A mediados de noviembre de 1880 Nietzsche se establece en Génova, donde ha de permanecer una larga temporada. Luchando con innumerables dificultades de todo tipo consigue ordenar el material que va a constituir su nuevo libro: Aurora. Es un invierno duro; «carezco de estufa», le dice a su amigo Peter Gast en una carta ¿Cómo pasa los días y las noches Nietzsche? Recurramos a una página famosa y brillante de Stefan Zweig, que, si bien es aplicable también a otras temporadas de la vida de Nietzsche, parece estar escrita con los ojos puestos de manera especial en este invierno genovés de 1880 a 1881. «Imagen del hombre» la denomina su autor, y dice así:
«Un mezquino comedor de una pensión de seis francos al día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes indiferentes, la mayor parte de las veces algunas señoras viejas en small talk, es decir, en menuda conversación. La campana ha llamado ya a comer. Entra un hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque Nietzsche, que tiene "seis séptimas de ciego", anda casi tanteando, como si saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado, oscuro es también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el oleaje; oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos, extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con timidez, se aproxima; a su alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras, más allá de la sociedad, más allá de la conversación y que está siempre temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el saludo. Se aproxima a la mesa con paso incierto de miope, va probando los alimentos con precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté excesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa de ésas irritaría su vientre delicado, y si éste enferma, sus nervios se excitan tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni un vaso de cerveza, nada de alcohol, nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una comida sobria y una conversación de cortesía en voz baja, con el vecino de mesa (como hablaría alguien que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo a que le pregunten demasiado).
»Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada de papeles, notas, escritos, pruebas, pero ni una flor, ni un adorno; algún libro y apenas, y muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de madera, toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un estante, muchas botellitas, frascos y medicinas con qué combatir sus dolores de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los calambres del estómago, los vómitos, para vencer su pereza intestinal y, sobre todo, para combatir con cloral y veronal su terrible insomnio. Un horrible arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en el vacío de un cuarto extranjero, donde no le es posible hallar otro reposo que el obtenido por un sueño corto, artificial, forzado. Envuelto en una capa y en una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente, durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que sus ojos le arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien, apiadado de él, se ofrezca para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos.
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