Aveling escribe sus recuerdos desde una indudable admiración y reconocimiento por la amabilidad recibida durante su visita. Darwin les habló como a iguales y se interesó por sus trabajos y sus opiniones. Cuando Aveling le preguntó en qué trabajaba en aquellos momentos, el naturalista le respondió con una emoción nada disimulada que acababa de enviar a la imprenta su libro sobre las lombrices de tierra y que había depositado muchas esperanzas en ese último trabajo. Aveling —quien, según Bernard Shaw, tenía el tono de voz de un bombardino y el rostro y los ojos de un lagarto (Keynes, 2003)— no pudo evitar comentar que no dejaba de ser extraordinario que el autor de El origen de las especies se interesara por un tema tan insignificante: «Me miró intensamente y me contestó con tranquilidad: “He estado estudiando las lombrices de tierra durante 40 años”». Aveling explica que entonces entendió en su total plenitud que en la naturaleza no hay nada insignificante, que todo puede proporcionar claves sobre los mecanismos de la vida, y que Darwin, tras 40 años estudiando aquellos gusanos de tierra, llegó a la conclusión de que ya sabía lo suficiente como para dedicarles una monografía: «Éste es el verdadero temperamento de este hombre».
Entonces comenzaron a tratar el tema de la religión. Darwin les preguntó qué entendían por ateísmo. Los dos visitantes le explicaron que eran ateos en el sentido etimológico del término: la no evidencia de Dios.
Se le explicó que la letra griega α era privativa, no negativa; lo cual implicaba que no éramos partidarios de la locura de negar a Dios, pero también evitábamos con el mismo esmero la locura de afirmarlo: como la existencia de Dios no estaba probada, no teníamos Dios (αθεοι). A medida que íbamos hablando, resultaba evidente por el cambio de la luz de sus ojos, que siempre nos habían mirado con la máxima franqueza, que un nuevo concepto estaba arraigando en su mente. Había imaginado hasta entonces que negábamos la existencia de Dios y descubrió que nuestros pensamientos no diferían casi de los suyos. Punto por punto se manifestó de acuerdo con nuestros planteamientos […] y finalmente dijo: «Aunque pienso como ustedes, prefiero el término agnóstico a la palabra ateo».
De algún modo, concluye Aveling, agnóstico y ateo son términos parecidos, aunque este último pueda resultar algo más agresivo. Y según parece, Darwin estaba de acuerdo.
Esto nos llevó a hablar del cristianismo y él pronunció estas importantes palabras: «No abandoné el cristianismo hasta que cumplí cuarenta años». Subrayo estas palabras para la atenta consideración de todos cuantos han afirmado recientemente que el gran naturalista era un creyente cristiano. Seguro que los poco escrupulosos leerán esta frase sin las últimas cinco palabras […]. Preguntado por qué lo había abandonado, la respuesta fue simple y autosuficiente: «Porque no está confirmado con pruebas» [It is not supported by evidence].
En esta conversación también estuvo presente Francis Darwin. No obstante, en la nota que escribió en la Autobiografía, se manifestó del todo disconforme con la tesis de que agnóstico y ateo fueran términos parecidos: «El doctor Aveling trataba de demostrar que los términos “agnóstico” y “ateo” son prácticamente equivalentes —que ateo es aquel que, sin negar la existencia de Dios, tampoco cree en ningún dios, pues no está convencido de que exista ninguna divinidad—. Las respuestas de mi padre daban a entender su preferencia por la actitud no agresiva del agnóstico. El doctor Aveling parece considerar que la ausencia de agresividad de las opiniones de mi padre no las distingue esencialmente de las suyas. Pero, en mi opinión, son precisamente diferencias de esta clase las que lo diferencian radicalmente del tipo de pensador al que pertenece el doctor Aveling».
Sea como fuere, Aveling concluía su opúsculo diciendo que, en un futuro, pueblos más avanzados valorarán mejor los resultados conseguidos por Darwin, y que es posible que esta nueva situación implique el final de la superstición. Como el mismo Darwin, tenía una completa confianza en el progreso y el triunfo de la ciencia.
La autobiografía original de Charles Darwin
Hasta el año 1958, cuando Nora Barlow, nieta de Charles Darwin, proporcionó una versión íntegra de la Autobiografía, no se pudo conocer qué es lo que había sido retocado o sencillamente eliminado. Entonces se supo que los herederos habían entregado al editor unos textos convenientemente estudiados, enmendados y consensuados, con unas omisiones que afectaban al 17% del texto (Barrett & Freeman, 1987). Estas supresiones son de doble interés, no sólo porque nos aportan detalles nuevos sobre el pensamiento de Darwin, sino también porque revelan la mentalidad de los censores, qué es lo que les pareció improcedente y cómo creyeron salvaguardar la memoria de su ser querido. Algunas de las omisiones son sorprendentes, como esta evocación de infancia:
Por aquel entonces, o, según espero, a una edad un poco menor, robaba a veces fruta para comerla. Una de mis estratagemas era realmente ingeniosa. El huerto de la cocina se cerraba por la noche y estaba cercado por un muro alto, pero ayudándome en los árboles vecinos lograba subir con facilidad a la albardilla. Luego, fijaba una vara larga al fondo de un tiesto de buen tamaño y, empujando hacia arriba aquel montaje, arrancaba melocotones y ciruelas, que caían al tiesto asegurándome el botín de esa manera. Me acuerdo de haber robado de muy pequeño manzanas de la huerta para dárselas a algunos chicos y jóvenes que vivían en una casita no lejos de la nuestra; pero antes de entregarles la fruta les mostraba lo rápido que podía correr, y es fantástico que no me percatara de que la sorpresa y admiración que manifestaban ante mi capacidad como corredor se debía a las manzanas. Pero recuerdo muy bien que me encantaba oírles declarar que nunca habían visto a un chico correr tan deprisa.
También se eliminó que su padre en una ocasión le confesó que en su juventud había sido masón, o los apremiantes consejos que daba a las parejas con problemas matrimoniales, o buena parte del párrafo siguiente:
Algunos de aquellos muchachos eran bastante inteligentes, pero debo añadir, en función del principio noscitur a socio [dime con quién andas y te diré quién eres], que ninguno de ellos llegó a distinguirse lo más mínimo.
O la última parte del párrafo que sigue, a partir de la objeción:
Uno de ellos fue Ainsworth, que publicó más tarde sus viajes por Asiria; en geología seguía la corriente werneriana y sabía un poco de muchas cosas, pero era superficial y de labia fácil.
En definitiva, Francis Darwin, con la firme supervisión de su madre, pulió el texto y eliminó imprudencias, enervándolo de vez en cuando. El texto original es más vivo, mordaz, interesante y está repleto de anécdotas y de una constante ironía, muy inglesa, que la versión «revisada». Del ornitólogo Macgillivray dejaron que era el autor de un libro excelente, pero eliminaron prudentemente que «casi no tenía el aspecto ni las maneras de un caballero»; del botánico Robert Brown conservaron que «era capaz de las acciones más generosas», pero suprimieron que «era un completo avaro». O de Fitz-Roy cortaron sin contemplaciones todo este párrafo tan significativo:
Cuando se turnaban antes del mediodía, los oficiales de menor rango solían preguntarse «cuánto café caliente se había servido aquella mañana», con lo que se referían al humor del capitán.
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