Era también un tanto suspicaz y, de vez en cuando, muy depresivo, hasta el punto de rayar en la locura en cierta ocasión. A menudo me parecía que carecía de sensatez o de sentido común.

Como era de esperar, el paso de este cedazo de malla tan fina resultó especialmente implacable con las opiniones religiosas. He aquí algunos de los fragmentos suprimidos:

Nunca se me ocurrió pensar lo ilógico que era decir que creía en algo que no podía entender y que, de hecho, es ininteligible. Podría haber dicho con total verdad que no tenía deseos de discutir ningún dogma; pero nunca fui tan necio como para sentir y decir: Credo, quia incredibile [creo porque es increíble].

Por más hermosa que sea la moralidad del Nuevo Testamento, apenas puede negarse que su perfección depende en parte de la interpretación que hacemos ahora de sus metáforas y alegorías.

Me resulta difícil comprender que alguien deba desear que el cristianismo sea verdad, pues, de ser así, el lenguaje liso y llano de la Biblia parece mostrar que las personas que no creen —y entre ellas se incluiría a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos— recibirán un castigo eterno.

Y ésa es una doctrina detestable.

Un ser tan poderoso y tan lleno de conocimiento como un Dios que fue capaz de haber creado el universo es omnipotente y omnisciente, y suponer que su benevolencia no es ilimitada repugna a nuestra comprensión, pues, ¿qué ventaja podría haber en los sufrimientos de millones de animales inferiores durante un tiempo casi infinito?

Pero no se puede dudar de que los hindúes, los mahometanos y otros más podrían razonar de la misma manera y con igual fuerza en favor de la existencia de un Dios, de muchos dioses, o de ninguno, como hacen los budistas. También hay muchas tribus bárbaras de las que no se puede decir en verdad que crean en lo que nosotros llamamos Dios: creen, desde luego, en espíritus o espectros, y es posible explicar, como lo han demostrado Tylor y Herbert Spencer, de qué modo pudo haber surgido esa creencia.

¿No serán, quizá, el resultado de una conexión entre causa y efecto, que, aunque nos da la impresión de ser necesaria, depende probablemente de una experiencia heredada? No debemos pasar por alto la probabilidad de que la introducción constante de la creencia en Dios en las mentes de los niños produzca ese efecto tan fuerte y, tal vez, heredado en su cerebro cuando todavía no está plenamente desarrollado, de modo que deshacerse de su creencia en Dios les resultaría tan difícil como para un mono desprenderse de su temor y odio instintivos a las serpientes.

Nada hay más notable que la difusión del escepticismo o el racionalismo durante la segunda mitad de mi vida. Antes de prometerme en matrimonio, mi padre me aconsejó que ocultara cuidadosamente mis dudas, pues, según me dijo, sabía que provocaban un sufrimiento extremo entre la gente casada. Las cosas marchaban bastante bien hasta que la mujer o el marido perdían la salud, momento en el cual ellas sufrían atrozmente al dudar de la salvación de sus esposos, haciéndoles así sufrir a éstos igualmente. Mi padre añadió que, durante su larga vida, sólo había conocido a tres mujeres escépticas; y debemos recordar que conocía bien a una multitud de personas y poseía una extraordinaria capacidad para ganarse su confianza.

Como puede verse, las opiniones sobre la religión de Charles Darwin eran mucho más críticas y provocadoras de lo que pretendía su hijo Francis. En sus comentarios hay un escepticismo, una actitud espinosa, crítica, por momentos beligerante, hasta el extremo de tildar el cristianismo de «doctrina detestable». La Sra. Darwin comentó este fragmento (desde «Me resulta difícil comprender» hasta «doctrina detestable») en su propio manuscrito: «Me disgustaría que se publicara el pasaje colocado entre paréntesis. Me parece duro. Sobre la doctrina del castigo eterno por falta de fe no se puede decir nada severo; pero, en la actualidad, sólo muy pocos llamarían a eso “cristianismo” (aunque las palabras están ahí)». Es muy probable que fuera ella, creyente fervorosa, quien realizara buena parte de los recortes y enmiendas al texto. En este sentido, se ha conservado una carta muy significativa dirigida a su hijo Francis y que alude al párrafo en el que se establece esa curiosa comparación entre el miedo del hombre a no creer y el temor innato de un simio hacia una serpiente:

Estimado Frank,

Hay una frase en la Autobiografía que deseo muchísimo que se omita, debido, sin duda, en parte, a que me resulta dolorosa la opinión de tu padre de que toda moralidad surge por evolución; pero también a que, en el pasaje donde aparece, produce una especie de sobresalto, y, por más injusto que sea, daría pie a decir que, según él, cualquier creencia espiritual no es más elevada que las aversiones o aficiones hereditarias, como el temor de los monos hacia las serpientes.

Pienso que el aspecto irrespetuoso desaparecería si la primera parte de la conjetura se dejara sin la ilustración del ejemplo de los monos y las serpientes. No creo que necesites consultar a William sobre esa omisión, pues no cambia la sustancia de la Autobiografía. Me gustaría, si es posible, evitar causar dolor a los amigos religiosos de tu padre, que sienten por él un profundo aprecio, y me estoy imaginando cómo iba a herirlos esa frase, incluso a personas tan liberales como Ellen Tollett y Laura, y mucho más al almirante Sullivan, a la tía Carolina, etcétera, e incluso a los viejos criados.

Tu madre, querido Frank.

E. D.

Por tanto, la familia Darwin hizo todo lo posible para «equilibrar» las opiniones religiosas del científico (o quitarles acritud). En definitiva, eliminaron cualquier atisbo de agresividad; y si bien les resultaba imposible —sin adulterar groseramente su memoria— presentarlo como un creyente practicante, evitaron al menos que las opiniones más ácidas y desengañadas viesen la luz. Se trataba de salvaguardar su buen nombre y de no herir con sus opiniones a amigos y familiares (el almirante Sullivan, la tía Caroline, algunos viejos criados…). Incluso da la sensación de que los Darwin quisieron sugerir que el agnosticismo de Charles Darwin no tenía mayor calado que el de un científico demasiado ensimismado en su investigación y que no era capaz de aprehender el hecho religioso con su método de trabajo. Un pecado menor, en todo caso, que no debía proyectar ninguna sombra sobre su valiosa obra investigadora.

Con todo, como bien advertía Aveling con su voz gruesa y su mirada de reptil, no deja de ser curioso que un pensador como Darwin —agnóstico o ateo— descanse en la abadía de Westminster. Sobre todo si recordamos la opinión del reverendo Wace sobre los «cobardes agnósticos».

Epílogo. Herencia y religión

Charles Darwin reconoce durante su conversación con el doctor Aveling que no abandonó el cristianismo hasta los 40 años, es decir, hasta alcanzar una edad plenamente adulta. La muerte de su hija Annie, que falleció de manera inesperada con tan sólo 10 años de edad, fue sin duda uno de los motivos de esta ruptura o distanciamiento con el pensamiento cristiano. Como escribe Stephen Jay Gould (2000), «la cruel muerte de Annie catalizó todas las dudas […]. Sospecho que aceptó la máxima de Huxley sobre el agnosticismo como la única posición intelectualmente válida, al tiempo que en privado adoptaba una sólida conjetura (como bien sabía, completamente indemostrable) de ateísmo, galvanizada por la absurda muerte de Annie».

Por otra parte, el autor de El origen de las especies sugiere en otro párrafo la posibilidad hereditaria del sentimiento religioso. Algunos científicos y filósofos actuales han desarrollado recientemente esta tesis, que trata la religión como un hecho de tipo biológico, que produce una mayor eficiencia evolutiva en los pueblos que la poseen al facilitar la cohesión social, la sociabilidad, los sacrificios por la colectividad, etc… Esto explicaría que el fenómeno religioso se halle tan extendido, que no haya cultura que no tenga sus creencias y divinidades, y que exista, de algún modo, una predisposición innata a creer en lo sobrenatural (Dennett, 2007; Hamer, 2006).

De ser así, quizá Darwin se equivocaba. Con la ciencia —con una gradual comprensión humana— no basta para combatir la superstición, y es necesario, como deseaban Aveling y Büchner, una actitud más beligerante. Seguro que Darwin no se habría imaginado que, 150 años después de El origen de las especies, seguiríamos discutiendo sobre casi las mismas cosas.