El único placer que obtuve de aquellos estudios fue el que me produjeron algunas odas de Horacio, que me causaban gran admiración. Cuando dejé el colegio no era ni avanzado ni retrasado para mi edad; creo que todos mis maestros y mi padre me consideraban un muchacho corriente, más bien por debajo del nivel intelectual normal. Para mayor mortificación mía, mi padre me dijo una vez: «Lo único que te interesa es la caza, los perros y cazar ratas, y vas a ser una desgracia para ti y para toda tu familia». Pero mi padre, que era la persona más amable que jamás he conocido y cuya memoria amo con todo mi corazón, debía de estar enfadado y fue un tanto injusto al pronunciar tales palabras.
Me gustaría añadir aquí unas pocas páginas sobre mi padre, que fue en muchos sentidos un hombre notable.
Medía 1,88 metros, era de espaldas anchas y muy corpulento: nunca vi un hombre más grande. La última vez que se pesó llegó a los 152 kilos, pero después aumentó mucho de peso. Sus principales características intelectuales eran su capacidad de observación y su actitud comprensiva, que jamás he visto ni superadas ni siquiera igualadas. Sentía como suyas no sólo las tribulaciones de los demás, sino también, y en mayor grado, las alegrías de quienes le rodeaban. Esto le llevaba a idear continuamente estratagemas para hacer disfrutar a la gente, y, aunque odiaba la extravagancia, a realizar muchos actos generosos. Cierto día, por ejemplo, se presentó ante él el señor B., un pequeño manufacturero de Shrewsbury, y le dijo que iba a ir a la bancarrota a menos que pudiese conseguir un préstamo de 10.000 libras esterlinas, pero que no se hallaba en condiciones de otorgar ninguna garantía legal. Mi padre escuchó sus razones para creer que, en definitiva, podría devolver el dinero, y basándose en su percepción intuitiva del carácter de las personas, tuvo la seguridad de que se podía confiar en él. Así que le adelantó la suma, muy considerable para él en su juventud, y al cabo de un tiempo le fue devuelta.
Supongo que fue su empatía lo que le dio una capacidad ilimitada para ganarse la confianza de los demás e hizo de él, en consecuencia, un médico de gran éxito. Comenzó a practicar antes de haber cumplido los 21, y los ingresos de aquel primer año le dieron para mantener dos caballos y un criado. Al año siguiente, su consulta se amplió, y así continuó durante más de 60, cuando ya no atendió a más pacientes. Su gran éxito como médico fue tanto más notable si se tiene en cuenta que al principio, según me contó, odiaba su profesión hasta el punto de que, si hubiera tenido la seguridad de unos ingresos mínimos o si su padre le hubiese permitido elegir, no habría habido nada que le hubiese empujado a seguirla. Al final de su vida, la idea de una operación le producía casi náuseas y apenas podía soportar ver sangrar a una persona. Ese horror me lo transmitió a mí, y recuerdo el terror que sentí cuando, en mis años de escuela, leí que Plinio (me parece que fue él) se había desangrado hasta morir en un baño caliente. Mi padre me contó dos extrañas historias acerca de pérdidas de sangre. Según decía en una de ellas, de muy joven había sido masón. Un amigo suyo que también lo era, y que aparentaba no saber nada sobre la intensidad de sus sentimientos en relación con la sangre, le comentó de pasada mientras iban a una tenida: «¿Supongo que no te importará perder unas pocas gotas de sangre?» Parece ser que, al ingresar como miembro, le vendaron los ojos y le remangaron la chaqueta.
Ignoro si ahora se realiza una ceremonia así, pero mi padre mencionó el caso como un ejemplo excelente del poder de la imaginación, pues sintió claramente cómo le goteaba la sangre por el brazo y apenas dio crédito a sus ojos cuando, a continuación, no pudo encontrar en él el menor pinchazo.
En cierta ocasión, un famoso carnicero del matadero de Londres se hallaba en la consulta de mi abuelo cuando llevaron a otro hombre muy enfermo. Mi abuelo ordenó al boticario que le acompañaba que le aplicara de inmediato una sangría. Pidieron al matarife que sujetara el brazo del paciente, pero él, formulando una excusa, salió del cuarto. Luego explicó a mi abuelo que, aunque creía que había dado muerte con sus propias manos a más animales que cualquier otro londinense, se habría desmayado con toda seguridad, por más absurdo que pudiera parecer, si hubiese visto sangrar al paciente.
Debido a la capacidad de mi padre para ganarse la confianza de la gente, muchos pacientes, en especial señoras, le consultaban cuando sufrían algún malestar, como si fuera una especie de confesor. Según me contó, comenzaban siempre quejándose de manera vaga de su salud, y él, debido a su práctica, adivinaba enseguida de qué se trataba realmente. Luego, les daba a entender que sus padecimientos eran mentales y que ahora podían desahogarse, con lo cual ya no oía nada más sobre dolencias físicas. Un tema común eran las disputas familiares. Cuando algún caballero se le quejaba de su esposa y el conflicto parecía grave, mi padre le aconsejaba actuar de la siguiente manera —y su consejo tenía siempre éxito si el caballero lo seguía al pie de la letra, cosa que no siempre ocurría—. El marido debía decir a su mujer que lamentaba mucho que no pudieran vivir felices juntos, que estaba seguro de que ella sería más dichosa si se separaba de él, que no la culpaba de ninguna manera (éste era el punto en que el hombre fallaba más a menudo), que no la acusaría ante ninguno de sus parientes o amigos y, finalmente, que abonaría las prestaciones más generosas que pudiera permitirse. Luego tenía que pedirle que reflexionara sobre la propuesta. Como no se había descubierto ninguna falta, la mujer se serenaba y no tardaba en darse cuenta de la posición tan embarazosa en que se encontraría al no poder rebatir ninguna acusación y al ser su marido, y no ella, quien le proponía separarse. La dama suplicaba siempre a su esposo que no pensara en separaciones y, por lo general, se comportaba luego mucho mejor.
Dada la habilidad de mi padre para ganarse la confianza de los demás, escuchó un gran número de extrañas confesiones de sentimientos de desgracia y culpa.
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