Solía hablar a menudo del gran número de mujeres deprimidas que había conocido. En varios casos, maridos y mujeres habían mantenido una buena convivencia entre 20 o 30 años, para acabar odiándose con ensañamiento: él lo atribuía a la pérdida de un vínculo común cuando sus hijos se hacían mayores.

Pero la capacidad más notable de mi padre era la de adivinar el carácter y hasta el pensamiento de personas a quienes había visto incluso durante poco tiempo. Conocimos muchos casos de esa capacidad, y algunos de ellos nos parecían casi sobrenaturales. Esta cualidad le libró de entablar amistad con hombres que no la merecían, a excepción de un caso, aunque no tardó en descubrirse el carácter de aquel individuo. En cierta ocasión llegó a Shrewsbury un extraño clérigo que parecía persona adinerada; todo el mundo acudía a visitarlo, y se le invitaba a muchas casas. Mi padre le hizo una visita, y, al volver, dijo a mis hermanas que bajo ningún concepto debían invitarlo a él o a su familia, pues estaba seguro de que no era persona de fiar. Al cabo de unos meses se largó de repente, pues había contraído fuertes deudas, y se descubrió que no pasaba de ser un estafador habitual. El suceso siguiente es un caso de confianza que poca gente se habría atrevido a mostrar. Un caballero irlandés, un perfecto desconocido, vino a ver a mi padre cierto día diciendo que había perdido su bolsa y que para él sería un grave inconveniente esperar en Shrewsbury hasta poder recibir un envío de dinero desde Irlanda. A continuación le pidió que le prestara 20 libras, cosa que mi padre hizo de inmediato, pues tenía la seguridad de que la historia era verdadera. En cuanto transcurrió el tiempo requerido para una carta enviada desde Irlanda, llegó una con los agradecimientos más profusos y que, según decía el remitente, incluía un billete de 20 libras del Banco de Inglaterra; pero la carta no contenía billete alguno. Pregunté a mi padre si eso no le hacía vacilar, y él me respondió: «Ni lo más mínimo». Al día siguiente llegó otra con muchas excusas por haber olvidado (como auténtico irlandés) incluir el billete en la carta el día anterior.

Un conocido de mi padre le consultó acerca de su hijo, que era extrañamente holgazán y no se decidía a trabajar en nada. Mi padre le dijo: «Creo que ese estúpido joven piensa que le voy a prestar una buena suma de dinero. Dile que te he explicado que no pienso dejarle ni un penique». El padre del joven reconoció avergonzado que aquella absurda idea se había apoderado de su hijo, y preguntó a mi padre cómo había logrado descubrirlo, pero mi padre le dijo que lo ignoraba por completo.

El conde de N. llevó a la consulta de mi padre a su sobrino, un muchacho demente pero muy amable; la locura del joven le inducía a acusarse de todos los delitos cometidos bajo el cielo. Al hablar luego del caso con el tío, mi padre le dijo: «Estoy seguro de que su sobrino es realmente culpable de… un crimen abyecto». Ante lo cual, el conde de N. exclamó: «Díos mío, Dr. Darwin, ¿quién se lo ha dicho? ¡Pensábamos que nadie conocía el caso fuera de no-sotros!» Mi padre me contó la anécdota muchos años después del suceso y yo le pregunté cómo había distinguido la verdad de las falsas autoinculpaciones; y fue muy característico de él decirme que no podía explicar cómo había sucedido.

La siguiente historia muestra lo buenas que podían ser las conjeturas de mi padre. Lord Sherburn, más tarde primer marqués de Lansdowne, era famoso (según observa Macaulay en algún lugar) por su conocimiento de los asuntos europeos, de lo cual se ufanaba considerablemente. Hizo una consulta médica a mi padre y, luego, le soltó un discurso sobre la situación de Holanda. Mi padre había estudiado medicina en Leyden, y un buen día había dado un largo paseo por el campo con un amigo, que lo condujo a la casa de un clérigo (a quien llamaremos reverendo Sr. A. pues he olvidado su nombre), que se había casado con una inglesa. Mi padre tenía mucha hambre, y allí no había gran cosa para tomar un bocado, excepto queso, que él no probaba. Esto sorprendió y apenó a la anciana señora, quien aseguró a mi padre que se trataba de un queso excelente que les habían enviado de Bowood, solar de lord Sherburn. Mi padre se extrañó de que le hubieran mandado un queso desde Bowood, pero no pensó más en el asunto hasta que le vino a la mente muchos años después, mientras lord Sherburn hablaba sobre Holanda. Así que le respondió: «Por lo que vi en casa del reverendo Sr.