Él hace un diario y yo le ayudo mucho.
–¿Cómo se llama?
–Señor Barlow. Nosotros vivimos en Springfield -aclaró el visitante por propia voluntad, más locuaz gracias a la dulzura de la torta.
–¿Tienes mamá, querido?
–Está durmiendo la siesta. Yo aprovecho para salir a dar una vuelta.
–Sospecho que sin permiso. ¿No tienes hermanos o hermanas que te acompañen? – inquirió la señorita Celia al mismo tiempo que pensaba a quién pertenecería el pequeño vagabundo.
–Tengo dos hermanos: Thomas Merton Barlow y Harry Sanford Barlow. Yo soy Alfred Tennyson Barlow. No hay niñas en nuestra casa; sólo tenemos a Bridget.
–¿No vas al colegio?
–Mis hermanos van. Yo no estudio griego ni latín todavía. Juego en la arena, leo y hago poesía para mi madre.
–¿No podrías hacer alguna para mí? A mí me gustan mucho las poesías -propuso la señorita Celia al comprobar que la charla divertía a los niños.
–No creo que pueda componer una ahora. Le diré la que compuse esta mañana.
Y cruzando sus cortas piernas, el pequeño e inspirado poeta en parte recitó y en parte cantó el siguiente poema:
Dulces son las flores de la vida
que adornan los días de mi hogar;
dulces son las flores de la vida
que engalanan mi niñez bendecida.
Dulces son las flores de la vida
que con mi madre y mi padre comparto;
dulces son las flores de la vida
de los niños que juegan en
la paterna casa querida.
Dulces son las flores de la vida
cuando del hogar las lámpara iluminan
la noche;
dulces son las flores de la vida
cuando con el verano llega la
estación- florida.
Dulces son las flores de la vida,
que la nieve del invierno mata;
dulces son las flores
a las que la Primavera devuelve sus
colores[2].
–Este es un poema. Hice otro mientras buscaba la tortuga. Se lo recitaré también. Es muy bonito -afirmó el poeta con encantadora sencillez. Respiró profundamente y volviendo a templar su lira comenzó:
Gratos transcurren los días,
en mi feliz hogar,
cruzando con sus raudas alas el valle de
la vida.
Fríos son los días cuando vuelve el
invierno.
Cuando pasaba los días placenteros en mi
feliz hogar,
eran gratos los días a la verde
orilla del arroyuelo;
eran gratos los días curando leía los
libros de mi padre;
eran gratos los días del invierno,
cuando ardía brillante el fuero.
–¿Bendito niño!… ¿De dónde sacará todo eso? – exclamó la señorita Celia asombrada, mientras los niños reían porque vieron que el pequeño Tennyson en lugar de darle un mordisco a la torta se lo había dado a la tortuga. Entonces, para descartar futuros errores, metió al pobre animal en un diminuto bolsillo con la mayor tranquilidad.
–Los saco de mi cabeza y hago versos a montones -explicó imperturbable.
–Aquí vienen los pavos reales a comer -interrumpió Bab cuando las elegantes aves hicieron su aparición, exhibiendo su brillante plumaje a la luz del sol.
El joven Barlow se incorporo para admirarlos; pero su sed de conocimientos no quedo saciada con eso, e iba a pedir inspiración a Juno y a Júpiter, cuando el viejo Jack, deseoso de compañía, asomo su cabeza por encima de la tapia del jardín y lanzo un tremendo rebuzno.
El inesperado sonido sobresalto al curioso indiscreto y lo saco de sus casillas; durante un momento, sus firmes piernecitas temblaron, perdió su solemne compostura y susurro asombrado:
–¿Así gritan los payos reales?
Los niños rompieron a reír como locos y la señorita Celia apenas logro hacerse entender del grupo al contestar alegremente:
–No, querido; ése es el burro que pide lo yayas a ver. ¿Quieres ir?
–No puedo quedarme un momento más aquí. Quizá mamá me necesite.
Y sin agregar otra palabra, el desconcertado poeta se retiro precipitadamente dejando olvidadas sus preciosas pajitas.
Ben corrió detrás del niño para cuidar que no le ocurriera nada. En seguida regreso y dijo que un sirviente se había hecho cargo del pequeño, el cual, mientras se alejaba, iba recitando un. nuevo poema en el que se mezclaban payos reales, burros y "flores de la vida".
–Ahora les mostraré mis juguetes y nos divertiremos hasta que llegue la hora de hacer entrar a Thorny en casa -dijo la señorita Celia al mismo tiempo que Randa se ocupaba de retirar de la mesa el servicio de té y traía una enorme bandeja llena de libros ilustrados, mapas juegos de prendas, figuras de animales y en medio de todo eso, una muñeca muy grande vestida como si fuera una criatura.
Apenas la vio, Betty extendió los brazos para recibirla en ellos con un gritó de placer. Bab se apodero de los juegos de prendas y Ben quedo extasiado contemplando un pequeño jefe árabe que saltaba sobre un caballo blanco enjaezado y preparado para la lucha. Thorny revolvió todo hasta encontrar un curioso rompecabezas que armo sin equivocarse luego de un largo estudio. Hasta Sancho encontró algo que le intereso y, sentado sobre sus patas traseras, metió la cabeza entre los niños y se puso a mover con la pata unas letras rojas y azules que aparecían sobre unos cartones.
–Parecería que las reconociera -dijo Thorny, divertido con los movimientos y' esfuerzos del perro.
–¡Es claro que las conoce!… Escribe tu nombre, Sancho. – Y Ben colocó en el suelo todas las letras mientras el perro, moviendo la cola, aguardaba la orden de su amo. Cuando todo el alfabeto estuvo extendido delante de él, movió las letras hasta que separó seis que ordenó ayudándose con la pata y el hocico hasta que la palabra "Sancho" apareció correctamente escrita.
–¡Qué inteligencia extraordinaria!… ¿Sabe hacer algo más? – exclamó Thorny encantado.
–Infinidad de cosas. Así ganaba Sancho su sustento y el mío -contestó Ben. Y orgullosamente ordenó al animal que exhibiera todas sus habilidades lo cual hizo con tanta maestría, que hasta la señorita Celia quedo maravillada.
–Está muy bien amaestrado. ¿Sabes como le hicieron aprender todas esas cosas? – preguntó la joven cuando Sancho se echo a descansar entre los niños.
–No, señorita. Papá lo educo cuando yo era aún muy niño, y nunca me dijo como lo hizo. Yo solo le ayudé a enseñarle a bailar, tarea muy sencilla porque Sancho es muy inteligente. Papá aseguraba que el mejor momento para darle lecciones era a la medianoche. A esa hora todo estaba tranquilo, nadie molestaba a Sancho ni le hacía equivocarse.
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