Pero yo ignoro muchas de sus habilidades, que aprenderé cuando papá regrese. El me dijo que me enseñaría todo eso cuando yo fuera más grande.
–Tengo un libro sobre animales muy interesante. Hay en él un ameno relato acerca de dos perritos amaestrados que hacían cosas extraordinarias. ¿Les agradaría escucharlo mientras ordenan los juguetes? – preguntó la señorita Celia contenta de que su hermano hubiera hecho amistad, por lo menos, con su invitado de cuatro patas.
–¡Sí, señorita! ¡Sí!… -replicaron los niños.
Entonces la joven, tomando el libro, leyó el bonito relato que acortaba o simplificaba donde creyera conveniente para adaptarlo a su auditorio.
"Invité a dos perros a comer y a pasar la tarde. Vinieron con su amo, que era francés. Éste había sido maestro en una escuela de sordomudos, e imaginó que podía aplicar el mismo método para educar a sus perros. Había sido también malabarista, pero en esos momentos era mantenido por Blanche y su hija Lyda. Durante el almuerzo, los dos perritos se comportaron como cualquier otro animal; pero cuando le alcancé a Blanche un trozo de queso y le pregunté si sabía cómo se llamaba eso, su amo respondió que sí, que sabría escribirlo. De modo que en seguida prepararon la mesa, trajeron la lámpara y colocaron las letras de colores del abecedario sobre unos cartones. Planche aguardó hasta que su señor le indicó que escribiera la palabra "queso", lo que ella realizó de inmediato, pero en francés -FROMAGE-. Luego tradujo la palabra haciendo demostración de su gran inteligencia. Alguien escribió en una pizarra la palabra Pferd, que en alemán quiere decir caballo. Blanche miró y pretendió leerla aproximándose a la pizarra.
–Tradúcela al francés -ordenó el hombre, y ella en seguida escribió "CHEVAL".
–Ahora, como estás en casa de un señor ingles, escríbela en ingles. La perra reunió las letras y claramente se leyó: "CABALLO". Luego, uno u otro, escribió distintas palabras con algunos errores que la perra corrigió sin vacilar. Pero el animal parecía cansado, pues comenzó a gemir y gruñir y sólo se quedó tranquila cuando le permitieron retirarse a un rincón a comer un trozo de pastel, premio a su habilidad.
Entonces Lyda ocupó su lugar e hizo sumas con unos números de cartón y ejercicios mentales de aritmética.
Ahora, Lyda -pidió su maestro- quiero comprobar si has aprendida la división. Suponte que tienes diez terrones de azúcar y encuentras diez perros prusianos. ¿Cuántos terrones de azúcar le darás tú, un perro francés, a cada uno de los perros prusianos?
Lyda, sin vacilar, contestó eligiendo el cartón que tenía escrito el número cero.
–Supón ahora que tienes que dividir el azúcar conmigo. Lyda buscó el número cinco y, cortésmente, se lo ofreció a su amo.
–¡Qué animal más listo!… Sancho no sabría hacer eso -exclamó Ben quien, aun contra su voluntad debía aceptar que el perrito francés era más hábil que el suyo-. ¿Cree usted que es demasiado viejo para aprender?
–¿Continúo? – preguntó la señorita Celia al observar cuánto interesaba el relato a los niños aunque Betty no hubiera dejado en ningún momento la muñeca y Bab siguiera armando un rompecabezas.
–¡Oh, sí… ¿Qué más hicieron las dos perritas?
"Jugaron al dominó sentadas en sendas sillas una frente a la otra. Tocaban las piezas que querían jugar mientras el hombre las movía y comentaba el juego en alta voz. Lyda fue vencida y, avergonzada y abatida, fue a esconderse bajo_ un sofá. Entonces su orno rodeó a Blanche de un círculo de cartas y el se quedó con otro mazo igual en la mano. Nos hacía elegir una, luego preguntaba a la perra que carta habíamos escogido y esta nos traía entre los dientes la misma carta. Me pidieron después que, en la habitación contigua colocara una lámpara en el suelo rodeada, de cartas. En seguida, alguno de nosotros debía susurrar en el oído del animal la carta que queríamos nos trajese. Blanche iba inmediatamente a la pieza vecina y nos traía la carta demostrándonos que había entendido muy bien lo que le dijéramos. Lyda hizo también infinidad de pruebas con los números y algunas de ellas eran tan difíciles que dudo que otro perro pueda hacerlas. Lo que no logre descubrir fue cómo dirigía el hombre a sus animales. Quizá por el tono de la voz, ya que en, ningún momento movía las manos ni la cabeza"… "Se necesitaría una hora diaria durante más de ocho meses para amaestrar así a un perro.
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