Toda la noche, toda aquella noche terrible te esperé, querido mío. Apenas se hubo acostado y dormido mi madre, caminé hasta la antesala para oírte regresar. Estuve aguardando toda la noche, una noche helada de enero. Me sentía cansada, me dolían los miembros y no había una silla para sentarme; entonces me acosté en el suelo frío. Tenía puesto un vestido muy delgado y no había querido llevar allí ni una manta, temerosa de dormirme y dejar de oír tus pasos. Encogía los pies y brazos temblando; a cada instante tenía que levantarme, tal era el frío que hacía en aquella oscuridad terrible. Pero te esperaba como a mi destino.

"Al fin —serían las dos o las tres de la madrugada— oí que se abría la puerta, y momentos después, pasos en la escalera. Dejé de sentir frío; cierto calor me invadió el cuerpo, y silenciosamente abrí la puerta dispuesta a salirte al encuentro y caer a tus pies… No sé, tan niña como era, lo que hubiese hecho en aquel instante. Los pasos se aproximaban y la luz de una bujía temblaba. Agarraba el pestillo con mis manos, también temblorosas. ¿Eras tú el que venía? Sí tú eras, querido mío, pero no venías solo. Oí una risa contenida y alegre, el frufrú de un vestido de seda, y a ti, que hablabas en voz baja. Volvías a casa con una mujer.

"No sé cómo he podido sobrevivir a aquella noche. A la mañana siguiente, a las ocho, me arrastraron a Innsbruck; ya no tenía fuerzas para resistir.

"Mi hijo murió anoche; ahora me quedaré sola nuevamente. Mañana vendrán unos hombres vestidos de negro, extraños y toscos, trayendo un ataúd, y dentro de él colocarán a mi pobre, mi único hijo. Quizás lleguen también algunos amigos para ponerle encima unas pocas flores. Pero ¿qué significan las flores en un ataúd? Intentarán consolarme con palabras, palabras y palabras. Pero ¿de qué sirven las palabras? Sé que he de quedarme otra vez sola, y nada hay más terrible que la soledad entre la gente. Bien lo he experimentado en los dos años que he pasado en Innsbruck, desde mis dieciséis hasta mis dieciocho años, en que he vivido como una desterrada en el seno de mi familia. Mi padrastro, hombre serio y de pocas palabras, era bueno para mí y en cuanto a mi madre, accedía como si quisiera reparar una injusticia, a todos mis deseos. Se me acercaban algunos jóvenes, pero los despreciaba a todos con terquedad apasionada. Lejos de ti no quería vivir feliz y contenta, y voluntariamente me enterraba en un mundo oscuro, de tormento y de soledad. Me negaba a estrenar vestidos de colores variados, así como ir al teatro, a conciertos o de excursión en alegre compañía. Apenas salía a la calle, y ¿puedes creerme, querido mío, que viviendo en una pequeña ciudad durante dos años, no llegué a conocer de ella más que unas diez calles? Deseaba estar triste, y lo estaba; me castigaba en privaciones que yo misma me imponía. No quería distraerme de mi pasión, y mi único deseo era pensar en ti. Permanecía sola en casa durante horas y días, sin más quehacer que pensar, renovando siempre mil pequeños recuerdos; cada uno de nuestros encuentros, cada una de mis esperas, pasando revista a todos ellos, como en un teatro. Y así, de repetir a cada instante, mil y mil veces cada uno de ellos, se me ha quedado en la memoria toda mi infancia y puedo sentir ardientemente todos los minutos de mi pasado como si ayer mismo hubiesen ocurrido.

"Sólo en ti viví entonces. Compré todos tus libros; el día en que tu nombre aparecía en algún periódico, era para mí el día festivo. ¿Quieres creerme que sé de memoria, línea a línea tus obras? Si alguien me despertase una noche y me señalase una línea cualquiera, hoy, después de trece años, sabría continuar yo como en sueños: te digo que cada una de tus palabras ha sido para mí un evangelio y una oración. El mundo entero no existía sino en cuanto se refería a ti: leía en los diarios de Viena las reseñas de los conciertos y obras de teatro, pensando únicamente cuáles te interesarían, y al llegar la noche, mis pensamientos te acompañaban; ahora —me decía— entra en la sala; ahora se sienta.