Deseaba contártelo para que comprendas cómo se perdió una vida que de ti dependía. También quiero relatarte lo que pasó en otro momento, poco después del anterior. Por tu causa, —como ya lo he dicho— lo había olvidado todo, incluso a mi madre, ya nada ni nadie me interesaba fuera de tu persona. No prestaba la atención a un señor de cierta edad, un comerciante de Innsbruck, algo pariente de mi madre, que venía a casa frecuentemente y en ocasiones se quedaba bastante tiempo. Mejor dicho me alegraba que viniese; pues a veces llevaba al teatro a mi madre, y así me quedaba yo sola, libre para pensar en ti y observarte, lo cual constituía para mí la única felicidad. Un día me llamó mi madre con ciertos modales enojosos; tenía que hablarme. Palidecí y comencé a sentir los latidos de mi corazón; ¿Había sospechado o adivinado algo? Mi primer pensamiento fuiste tú, el secreto que me unía al mundo. Pero mi madre, un poco turbada ella misma, me besó —cosa que nunca hacía—, me sentó en el sofá y empezó, con vacilaciones y con cierta vergüenza, a decirme, que su pariente, que era viudo, había pedido su mano. Ella había decidido casarse sobre todo por mí. Toda la sangre se me subió a la cabeza, sólo pensaba en ti. "—pero— le pregunté—, ¿Nos quedaremos aquí?"—No; iremos a Innsbruck.—" ¡Fernando tiene allí un chalet muy bonito!

"No oí más. Algo muy oscuro se me puso delante de los ojos. Más tarde supe que sufrí un desmayo, y que mi madre le había contado a mi padrastro —quien aguardaba detrás de la puerta— que me había dado un ataque, que empecé a retorcerme con los dedos muy separados, y que al fin caí desplomada sin conocimiento. Es imposible expresarte lo que pasó en los días siguientes; cómo me debatí contra una voluntad superior. Aún hoy, al recordarlo, me tiembla la mano. Como no podía revelar el secreto, mi resistencia parecía únicamente terquedad, malévola obstinación. Ya nadie me dio cuentas de nada; todo sucedió a espaldas mías. Aprovechaban las horas en que yo estaba en el colegio para ir haciendo la mudanza, y cada vez que regresaba a casa, todos los muebles de ésta o de la otra pieza habían sido trasladados o vendidos. Vi como nuestro cuarto, y con él mi vida, iba quedándose vacío, hasta que un día los encargados del traslado sacaron lo último que faltaba. En las habitaciones vacías sólo había ya baúles y dos camas plegables, para pasar la última noche, pues al día siguiente sería la partida.

"Ese último día sentí, sin tener que pensarlo, que ya no podría vivir sino próxima a ti. Tú sólo eras mi salvación. No podré decir exactamente lo que pensaba en aquellas horas de desesperación; pero si que de pronto —mi madre había salido—, me levanté tal como estaba, con mi vestido de colegio y fui hacia tu puerta. No, no es que fui por mi voluntad; algo empujó mis piernas que parecían sin movimiento, con las rodillas temblorosas hasta tu puerta como hasta un imán. Ya te había dicho que no sabía exactamente lo que quería: tal vez caer a tus pies y pedirte que me tuvieras junto a ti, como criada, como esclava. Temo que te rías de este inocente cariño de una chiquilla de quince años; pero no reirías, querido, si te dieses cuenta de cómo crucé el pasillo helado, con un miedo que me impedía andar, y sin embargo, sintiéndome empujada por una fuerza inexplicable; cómo mi brazo tiraba casi de mi cuerpo inerte, cómo lo levanté temblando y —fue una lucha en una eternidad de terribles segundos— apreté el botón del timbre. Todavía hoy tengo en mis oídos su agudo sonido, y recuerdo también el silencio que siguió y durante el cual se paró mi corazón y toda mi sangre, como aguardando tu llegada. Pero no viniste; no acudió nadie. Probablemente tú habías salido y Juan estaba haciendo algunos recados; entonces, a tientas, vibrando aún en mis oídos el sonido del timbre, me volví a nuestro cuarto vacío y me dejé caer sobre un baúl, tan abatida tan abatida de los cuatro pasos que había dado, como si hubiese andado por la nieve durante varias horas. Pero bajo aquella extensión ardía aún la decisión de verte, de hablarte antes que me separasen de ti. Te juro que no había en mí ni un solo pensamiento voluptuoso; era todavía inocente, precisamente porque sólo pensaba en ti; lo único que quería era verte por única vez, asirme a ti.