Pero sólo quien está dispuesto a todo, quien no cierra la puerta a nada, ni siquiera a lo más enigmático, vivirá la relación con el otro como algo vivo y ahondará en sí mismo. Pues si concebimos la naturaleza del ser individual como una habitación más o menos grande, veremos que la mayoría sólo conoce una esquina, una ventana, una franja por la que repetidamente va y viene. Así se tiene una cierta seguridad. No obstante, es mucho más humana la inseguridad llena de peligros de aquel preso en el cuento de Poe, que le empuja a explorar las formas de su terrorífica celda y a no sentirse extraño ante el indecible horror de su estancia.
Pero nosotros no estamos presos. En torno nuestro no hay cepos ni trampas y no hay nada que deba asustarnos o torturarnos. Estamos puestos en la vida como en el elemento más afín y hemos llegado a hacernos tan similares a ella a través de siglos de adaptación que, si nos mantenemos en calma y en silencio, gracias a un feliz mimetismo, casi no se nos puede diferenciar de ella. No tenemos ningún fundamento para desconfiar de nuestro mundo, ya que no está contra nosotros. Si tiene miedos, son sólo nuestros miedos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si disponemos nuestra vida según el principio que nos aconseja mantenernos siempre en lo difícil, lo que nos parecía extraño, se nos transformará en algo infinitamente fiel y digno de toda confianza. ¿Cómo hemos podido olvidar los viejos mitos que se yerguen en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de aquellos dragones que en el instante supremo se transforman en princesas? Quizá todos los dragones de nuestra vida sean princesas que sólo esperan vernos una vez hermosos y valientes. Quizá todo lo horrible, en el fondo, sea sólo una forma de desamparo que solicita nuestra ayuda.
Así, pues, no tiene de qué asustarse, querido señor Kappus, si ante usted se alza una tristeza tan grande como nunca la haya sentido; o si una inquietud como luz o sombra de nubes cae sobre sus manos y hace efecto en usted. Tiene que pensar que algo le acontece, que la vida no le ha olvidado, que lo tiene en sus manos y que no le dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su vida toda inquietud, dolor o melancolía? ¿Ignora que tales estados trabajan en usted? ¿Por qué quiere acosarse a sí mismo con preguntas sobre su origen y su fin? Usted sabe que se halla en una encrucijada y que no deseaba otra cosa que no fuera transformarse. Si en su proceso interior contrae una enfermedad, piense que la enfermedad es el medio del que se sirve el organismo para liberarse de lo extraño; limítese a ayudarle a estar enfermo, a dejar que aflore y estalle toda su enfermedad, pues ese es su progreso. ¡En usted, querido señor Kappus, están ocurriendo tantas cosas! Debe ser paciente como un enfermo y confiado como un convaleciente. Pues quizá sea usted ambas cosas. Y lo que es más, usted mismo es el médico que ha de velar por usted. Pero tenga en cuenta que en toda enfermedad hay días en los que el médico no puede hacer más que esperar. Y esto es lo que usted, en cuanto es su propio médico, sobre todo, debe hacer ahora.
No se observe demasiado. No saque conclusiones precipitadas acerca de lo que le está ocurriendo; deje simplemente que las cosas le sucedan. De lo contrario, llegará con demasiada facilidad a mirar su pasado con reproches (es decir, como un moralista); un pasado que, como es natural, forma parte de lo que ahora le está sucediendo. Los errores, deseos y nostalgias de su niñez que actúan ahora en usted, no es lo que usted recuerda y prejuzga. Las insólitas relaciones de una niñez solitaria y desamparada son tan difíciles, tan complicadas, tan sometidas a tantas influencias y, al mismo tiempo, tan desconectadas de toda real conexión con la vida, que cuando un vicio se introduce en ella, no se lo puede llamar vicio sin más. Hay que ser muy cauto con los nombres. Con frecuencia es el nombre de un crimen lo que hace naufragar una vida, y no la acción individual y sin nombre, que quizá no era más que una determinada necesidad de esa vida, la cual podía aceptar aquella acción con inocencia y sin esfuerzo. Y el esfuerzo necesario le parece a usted tan grande, porque sobrevalora la victoria; la victoria, lo que usted cree haber logrado, no es lo «grande», aunque sí tiene razón con su sentimiento; lo grande es que ya había algo allí, algo que podía colocar en el lugar de la antigua mentira, algo genuino y auténtico. Sin esto, su victoria habría sido también una reacción moralista, sin ningún significado ulterior. De esta forma, sin embargo, ha llegado a convertirse en parte de su vida. De su vida, querido señor Kappus, en la que pienso con tan buenos deseos. ¿Se acuerda usted de cómo a lo largo de su vida, desde la infancia, ha sentido nostalgia por lo «grande»? Ya veo cómo anhela desde lo grande lo máximo.
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