Pues los que están cerca, dice usted, en realidad están lejos, lo cual demuestra que empieza a abrírsele una gran amplitud a su alrededor. Y cuando a sus seres próximos los sienta lejos, su amplitud lindará ya con las estrellas y será grande; alégrese de su propio crecimiento: en él no podrá llevar a nadie consigo, y sea tolerante con los que quedan rezagados. Muéstrese tranquilo y seguro ante ellos. No les atormente con sus dudas y no les asuste con su confianza o con su inmensa alegría. No las pueden entender. Busque compartir con ellos algún tipo de camaradería sencilla y sincera, que no cambiará forzosamente cuando usted se transforme. Ame en ellos la vida que se le presenta en forma extraña y sea indulgente con los que envejecen y temen la soledad, en la que justamente usted confía. Evite incrementar el drama siempre tenso entre padres e hijos. Les roba mucha fuerza a los hijos y agota el amor de los padres, que es eficaz y cálido, aunque no comprenda. No les exija ningún consejo y no cuente con ninguna comprensión de su parte, pero crea en su amor que le ha sido reservado como una herencia: en ese amor hay una fuerza y una bendición, de las que no tendrá necesidad de salirse para ir muy lejos.
Por lo pronto, es bueno que desemboque en una profesión que le independice y le centre por completo en sí mismo en todos los sentidos. Aguarde con paciencia hasta ver si su vida interior se siente limitada por esa profesión. Pienso que es muy difícil y llena de exigencias, ya que está cargada de enormes convencionalismos y apenas deja resquicio para una interpretación personal de las tareas. Pero su soledad, en medio de relaciones muy extrañas, le será también apoyo y hogar. Desde ella encontrará usted todos sus caminos. Todos mis deseos están dispuestos a acompañarle y mi confianza va con usted.
Suyo,
Rainer Maria Rilke
Carta Número 5
Roma, 29 de octubre de 1903
Querido y apreciado señor:
Su carta del 29 de agosto la recibí en Florencia y ahora, dos meses después, le hablo de ella. Excúseme este retraso, pero no me gusta escribir cartas cuando estoy de viaje, porque para mi correspondencia necesito algo más que el instrumental imprescindible. Requiero algo de silencio y soledad y un momento que no me sea completamente extraño.
Llegué a Roma hace aproximadamente seis semanas, en un tiempo en el que la ciudad era todavía la Roma vacía, calurosa, desconcertada por la fiebre, y esta circunstancia, junto con otras dificultades de instalación de tipo práctico, provocaron que la intranquilidad en torno nuestro no quisiera llegar a su fin: el país extranjero se extendía sobre nosotros con todo el peso de la expatriación.
A esto hay que añadir que Roma (cuando no se la conoce todavía) en los primeros días produce una agobiante tristeza por el ambiente de museo turbio y falto de vida que exhala, por la opulencia de sus pasados sacados a la luz y trabajosamente conservados, de los que se alimenta un mediocre presente; por la falsa sobrevaloración, fomentada por estudiosos y filólogos e imitada por los habitualmente numerosos viajeros de Italia, por todas esta cosas desfiguradas y corruptas que, en el fondo, no son más que restos casuales de otro tiempo y de otra vida que no es la nuestra ni debe serlo. Finalmente, tras semanas de resistencia diaria, uno se encuentra de nuevo, aunque todavía un tanto confuso, consigo mismo y se dice: no, no existe aquí más belleza que en cualquier otro lugar, y todos estos objetos siempre repetidamente admirados por generaciones, que manos de peón de albañil han restaurado y reparado, no significan nada, no son nada, no tienen corazón ni valor; pero aquí hay mucha belleza, porque en todas partes abunda la belleza. Aguas inagotables, infinitamente llenas de vida, van por antiguos acueductos hacia la gran ciudad, y danzan en muchas plazas sobre conchas blancas de piedra y se extienden en amplios y espaciosos cuencos, y murmuran de día y realzan su murmullo de noche, que aquí es grande, estrellada y dulce a causa de los vientos. Y hay jardines, inolvidables alamedas y escalinatas, escaleras de piedra concebidas por Miguel Ángel, escaleras construidas imitando las aguas que caen en declive ancho, surgiendo peldaño a peldaño como de ola en ola.
Con tales impresiones, uno se recoge a meditar, se recupera de nuevo para sí mismo de la multitud pretenciosa que allí habla y habla (¡y qué charlatana es!) y aprende lentamente a reconocer las muy escasas cosas en las que lo eterno, que se puede amar, perdura, y en las que lo solitario permite participar calladamente.
Todavía vivo en la ciudad, cerca del Capitolio, no lejos de la más hermosa escultura ecuestre del arte romano, la de Marco Aurelio. Pero dentro de algunas semanas me mudaré a un espacio sencillo y tranquilo, un viejo ático situado en la profundidad de un gran bosque perdido, retirado de la ciudad, de su tráfago y ruidos. Allí viviré todo el invierno, y disfrutaré del gran silencio, del que espero el regalo de buenas y laboriosas horas… Desde allí, donde me sentiré más en casa, le escribiré a usted una carta más larga, donde le comentaré sus trabajos. Hoy sólo tengo que decirle (y tal vez es injusto que no lo haya hecho antes) que el libro que me anuncia en su carta (aquel que contiene algún trabajo suyo) no me ha llegado. ¿Le ha sido devuelto, tal vez desde Worpswede? (Pues no está permitido reexpedir paquetes al extranjero). Esta posibilidad es la más convincente, y me gustaría que se confirmara. Espero que no se trate de un extravío —que contando con el funcionamiento del correo italiano no sería nada excepcional, por desgracia—. Me hubiera gustado recibir ese libro (como todo lo que me da señales de usted); y los versos, que entre tanto le vayan surgiendo, los leeré (si usted me los confía) y los releeré y viviré tan a fondo y tan sinceramente como pueda.
Con mis buenos deseos y saludos,
Suyo,
Rainer Maria Rilke
Carta Número 6
Roma, 23 de diciembre de 1903
Mi querido señor Kappus:
No ha de faltarle un saludo mío cuando va a ser Navidad y usted, en medio de las fiestas, tendrá que soportar una soledad más difícil que la acostumbrada. Pero alégrese si se da cuenta de que esa soledad es grande; pues qué sería (pregúntese a sí mismo) una soledad que no fuera grande; sólo existe una, es inmensa y nada fácil de sobrellevar, y a casi todos les llegan aquellas horas en las que querrían de buena gana cambiarla por cualquier compañía, aunque fuera vulgar y anodina, por la apariencia de un reducido acuerdo con el primero que llega, con el más indigno… Pero quizá sea precisamente en tales horas cuando la soledad crece; pues su crecimiento es doloroso, como el crecimiento de los niños, y triste, como el comienzo de la primavera. Pero esto no debe desorientarlo. Lo que se requiere es sólo esto: soledad, una gran soledad interior.
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