¿Te percatas de lo que representa eso?
NORA.—¿No puede haberlo hecho movido por la necesidad?
HELMER.—Sin duda, si no movido por la irreflexión, igual que muchos otros. Pero yo no tengo tan poco corazón como para condenar sin piedad a un hombre sólo por un acto de esa índole.
NORA.—¿Verdad que no, Torvaldo?
HELMER.—Muchos pueden rehabilitarse, si confiesan de plano su delito y sufren el correspondiente castigo.
NORA.—¿Castigo…?
HELMER.—Sí; pero Krogstad no ha seguido ese camino. Se ha valido de trampas y artimañas, y eso es lo que le ha arruinado moralmente.
NORA.—¿Crees que…?
HELMER.—Piensa que un hombre así, con la conciencia de su falta, tiene que mentir, disimular y fingir en todas partes; tiene que enmascararse hasta en familia, delante de su mujer y de sus propios hijos. Y lo de que mezcle en ello a sus hijos es lo peor de todo, Nora.
NORA.—¿Por qué?
HELMER.—Porque una atmósfera semejante de falsedad contamina irremisiblemente el hogar. Cada vez que respiran, los hijos se contagian de gérmenes malsanos.
NORA.—(Acercándose.) ¿Estás seguro de eso?
HELMER.—¡Claro! Como abogado, lo he comprobado en numerosas ocasiones. Casi todas las personas depravadas en su juventud han tenido madres embusteras.
NORA.—¿Por qué madres… precisamente?
HELMER.—De ordinario son las madres; aunque, como es lógico, también los padres influyen en este sentido. Bien lo saben todos los abogados. Sin embargo, Krogstad ha estado envenenando a sus hijos año tras año en su propio hogar, con mentiras y simulaciones. Por eso le considero moralmente arruinado. (Tendiéndole las manos.) Y por eso, mi querida Nora, vas a prometerme no hablar más en su favor. ¡Dame tu mano! Pero, mujer, ¿a qué aguardas… qué es eso?… ¡Dámela! Así. Entonces, convenido. Te aseguro que me hubiera sido absolutamente imposible trabajar con él. Siento un verdadero malestar físico junto a tales personas.
NORA.—(Retira su mano, y se dirige al otro lado del árbol.) ¡Qué calor se nota aquí! ¡Y yo que tengo tanto que hacer…!
HELMER.—(Se levanta y recoge sus papeles.) Voy a echar una ojeada a esto antes de sentarnos a la mesa. Luego me ocuparé de tu disfraz. ¡Quién sabe si, a lo mejor, tengo algo dispuesto para colgarlo del árbol, envuelto en un papel dorado! (Poniéndole una mano sobre la cabeza.) ¡Querido pajarito cantor! (Entra en su despacho cerrando la puerta.)
NORA.—(En voz baja, luego de un silencio.) ¡No, no es verdad!… ¡Es imposible! ¡Tiene que ser imposible!…
ANA MARÍA.—(A la puerta de la izquierda.) Los niños piden que su mamá les permita entrar.
NORA.—¡No, no; no les dejes venir conmigo! Quédate tú con ellos, Ana María.
ANA MARÍA.—Está bien, señora. (Cierra la puerta.)
NORA.—(Pálida de terror.) ¡Pervertir a mis hijos!… ¡Envenenar el hogar! (Pausa. Levanta la cabeza.) ¡No, no es verdad!… ¡No puede serlo!
ACTO SEGUNDO
La misma decoración. Junto al piano está el árbol de Navidad, despojado y con las velas consumidas. Sobre el sofá yace el abrigo de Nora.
Ésta, sola en el salón, se pasea, intranquila, de un lado a otro. Al cabo se detiene frente al sofá y coge el abrigo.
NORA.—(Dejando el abrigo nuevamente.) ¡Alguien viene!… (Se acerca a la puerta y escucha.) No, no hay nadie. ¡Quién iba a venir el día de Navidad… ni mañana tampoco! Pero cuando menos se piense… (Abre la puerta y mira.) Pues no hay nada en el buzón; está vacío. (Paseándose.) ¡Qué necedad! ¡Claro que no lo hará!… No es posible que suceda una cosa así. No puede ser. ¡Tengo tres hijos pequeños!
(Ana María entra por la puerta de la izquierda, con una caja grande de cartón.)
ANA MARÍA.—Por fin encontré la caja del disfraz.
NORA.—Gracias; déjala sobre la mesa.
ANA MARÍA.—(Saliendo.) El disfraz necesita bastante arreglo.
NORA.—¡Oh, lo haría trizas!
ANA MARÍA.—¡Vamos, señora! Con un poco de paciencia, puede arreglarse.
NORA.—Sí; iré a pedir a la señora Linde que me ayude.
ANA MARÍA.—¿Salir otra vez? ¿Con el tiempo que hace?… Va usted a atrapar frío y a ponerse enferma.
NORA.—¡Bah! no es eso lo peor que puede pasarme… ¿Qué hacen los niños?
ANA MARÍA.—Los pobrecitos juegan con sus regalos; pero…
NORA.—¿Preguntan a menudo por mí?
ANA MARÍA.—Como están tan acostumbrados a jugar con su mamá…
NORA.—Sí, Ana María; pero ya no podré permanecer con ellos tanto como antes.
ANA MARÍA.—Menos mal que los niños se habitúan a todo.
NORA.—¿Crees que olvidarán a su mamá si se fuera para siempre?…
ANA MARÍA.—¡Qué idea!… ¿Para siempre?
NORA.—Dime, Ana María… Muchas veces me he preguntado cómo fuiste capaz de dejar a tu hija en manos extrañas.
ANA MARÍA.—¡Qué remedio quedaba, si había que criar a Norita!…
NORA.—Bueno; pero ¿cómo pudiste hacerlo?
ANA MARÍA.—¡Me ofrecían una colocación tan buena…! Si una muchacha pobre ha tenido un desliz, por fuerza ha de amoldarse. Porque el infame no quiso hacer nada por mí.
NORA.—Pero, de seguro, te habrá olvidado tu hija.
ANA MARÍA.—¡No, eso sí que no! Me escribió cuando la confirmaron, y también después, cuando se casó.
NORA.—(Abrazándola.) ¡Ana María, fuiste muy buena madre para mí, cuando yo era pequeña!…
ANA MARÍA.—La pobre Norita no tenía otra madre que yo…
NORA.—Si los niños llegaran a no tenerla tampoco… estoy convencida de que tú… (Abre la caja.) Ve con ellos. Ahora tengo que… Ya verás qué guapa voy a ponerme mañana.
ANA MARÍA.—No me cabe duda de que en todo el baile no habrá otra tan guapa como la señora. (Sale por la puerta de la izquierda.)
NORA.—(Empieza a sacar las cosas de la caja; pero luego deja todo a un lado.) Si me atreviese a ir… Sí estuviera segura de que no venía nadie… Si no ocurriese nada en casa entre tanto… ¡Qué tontería! No vendrá nadie. ¡Más vale no pensar! Cepillaré el manguito… ¡Qué bonitos son estos guantes!… Uno, dos, tres… cuatro, cinco… seis… (Da un grito.) Alguien viene… (Intenta ir hacia la puerta; pero se para, indecisa. La Señora Linde entra por la antesala, donde ha dejado su abrigo.) ¡Ah!… eres tú, Cristina… No ha venido nadie más, ¿verdad? ¡Cuánto me alegro de que hayas llegado!
SEÑORA LINDE.—Me han dicho que habías estado en casa preguntando por mí.
NORA.—Sí, pasaba por allí casualmente.
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