Torvaldo no te puede ver coser… Di a Ana María que te ayude.

SEÑORA LINDE.—(Mientras recoge algunas de las prendas.) Está bien; pero no pienso marcharme de aquí hasta que hayamos hablado sin rodeos. (Vase por la puerta de la izquierda, al mismo tiempo que Helmer entra por la de la antesala.)

NORA.—(Yendo hacia él.) ¡Con qué impaciencia te esperaba, Torvaldo!

HELMER.—¿Era la costurera?

NORA.—No; era Cristina. Está ayudándome a arreglar el traje. Ya verás qué bien voy a quedar.

HELMER.—Sí; ¿no he tenido una buena idea?

NORA.—¡Magnífica! Pero yo a mi vez tengo el mérito de procurar complacerte.

HELMER.—(Acariciándole el mentón.) ¿Mérito… por complacer a tu marido?… Bueno, bueno, locuela; ya sé que no es eso lo que querías decir. Pero no deseo estorbarte más, porque irás a probarte, supongo.

NORA.—¿Y tú irás a trabajar?

HELMER.—Sí. (Le enseña un rollo de papeles.) Mira: he estado en el Banco… (Se dirige a su despacho.)

NORA.—¡Torvaldo!

HELMER.—(Deteniéndose.) ¿Qué?

NORA.—Si tu ardillita te pidiera encarecidamente una cosa…

HELMER.—¿Qué cosa?

NORA.—¿La harías?

HELMER.—Primero necesito saber de qué se trata, como es natural.

NORA.—Si quisieras ser tan bueno y complacerme, la ardillita brincaría de gozo…

HELMER.—¡Vaya! Dime qué es.

NORA.—Tu alondra cantaría por toda la casa…

HELMER.—¡Oh! eso ya lo hace mi alondra de continuo.

NORA.—Haría la sílfide y bailaría para ti a la luz de la luna, Torvaldo.

HELMER.—Nora, espero que no insistirás en lo que pretendías esta mañana.

NORA.—(Aproximándose.) Sí, Torvaldo… ¡Te lo pido por favor!

HELMER.—¿Y te atreves a volver a hablarme de ese asunto?

NORA.—Anda, sé complaciente. Deja que continúe Krogstad en el Banco.

HELMER.—Pero, querida Nora, si ya he destinado ese puesto a la señora Linde.

NORA.—Sí, has sido muy amable; pero puedes despedir a otro empleado en lugar de Krogstad.

HELMER.—¡Eres de lo más testaruda! ¿Crees que yo, porque le hayas prometido irreflexivamente interceder en favor suyo…?

NORA.—Si no es por eso, Torvaldo. Es por ti. Tú mismo me has dicho que ese hombre escribe en los peores periódicos. Puede hacerte muchísimo daño. Le tengo miedo…

HELMER.—Sí, ya comprendo. Te acuerdas de lo que pasó en otra época, ¿no?

NORA.—¿Qué quieres decir?

HELMER.—Me figuro que piensas en tu padre.

NORA.—Sí, ciertamente; no olvides lo que escribieron en los periódicos personas viles, diciendo verdaderas atrocidades de él. Si no llega a enviarte el ministerio para hacer indagaciones, y si no hubieras sido tan benévolo con él, estoy convencida de que habrían acabado por destituirle.

HELMER.—Querida Nora, hay una gran diferencia entre tu padre y yo. Tu padre no era realmente un funcionario inatacable. Yo, sí, y espero seguir siéndolo en tanto que conserve mi puesto.

NORA.—¡Oh! nadie sabe lo que son capaces de inventar las malas lenguas. Y ahora que podríamos vivir tan tranquilos y tan felices en nuestro apacible hogar… tú, yo y los niños… Por eso te pido con tanto ahínco…

HELMER.—Pues justamente porque eres tú la que intercedes por él, me es imposible acceder. Ya saben en el Banco que voy a despedirle; si llegara a hacerse público que el nuevo director se había dejado influir por su mujer…

NORA.—¿Y qué?

HELMER.—Te veo venir; lo importante es que la tozudilla se salga con la suya… ¿Debería ponerme en ridículo delante de todo el personal… permitir pensar a la gente que me dejo llevar de cualquiera? Créeme: muy pronto habría de tocar las consecuencias. Por añadidura, existe otra razón que no hace posible la permanencia de Krogstad en el Banco mientras yo sea director.

NORA.—¿Cuál?

HELMER.—Hasta cierto punto, habría podido pasar por alto su tara moral…

NORA.—Sí, ¿eh, Torvaldo?

HELMER.—Máxime habiendo oído que es un empleado bastante apto. Pero le conozco desde que éramos jóvenes. Nos liga una de esas amistades hechas a la ligera y que después resultan muy molestas en la vida. Para decírtelo con franqueza, nos tuteamos. Y el descarado tiene la desfachatez de no disimularlo delante de otras personas. Por el contrario, cree que eso le da derecho a emplear un tono familiar conmigo, y a cada momento se recrea diciéndome: «Oye, Helmer…». Te aseguro que eso me molesta en alto grado. Consigue hacerme insoportable mi situación en el Banco.

NORA.—No sientes nada de lo que estás hablando.

HELMER.—¡Ah! ¿No?… ¿Por qué no?

NORA.—Porque ésas son razones mezquinas.

HELMER.—¿Qué dices?… ¿Mezquinas? ¿Me crees mezquino?

NORA.—No; todo lo contrario, Torvaldo, y por eso precisamente…

HELMER.—Da lo mismo. Dices que mis razones son mezquinas; luego debo de serlo yo. ¿Mezquino? ¡Ah! ¿Sí?… Pues ha llegado el momento de poner fin a todo esto. (Dirigiéndose a la puerta de la antesala.) ¡Elena!

NORA.—Pero ¿qué vas a hacer?

HELMER.—(Buscando entre sus papeles.) Adoptar una resolución. (Entra la doncella.) Toma esta carta y entrégala en seguida a un mozo para que la lleve, ¡deprisa! Las señas están en el sobre. Aquí tienes dinero.

ELENA.—Bien, señor.