Pero me pareció que tenía una mirada agradable, aunque no hacía más que murmurar cosas en tono enfadado, y llamando de todo a la señora Rachael.

Al cabo de un rato se abrió el abrigo, que a mí me parecía lo bastante grande como para envolver toda la diligencia, y se metió la mano en un bolsillo muy hondo que tenía dentro.

—¡Vamos, mira aquí! —dijo—. En este papel —que estaba muy bien doblado— hay un trozo de la mejor tarta de ciruelas que hay en el mercado; tiene por fuera por lo menos una pulgada de azúcar, tanto como grasa tienen las chuletas de cordero. Y éste es un pastelito (una joyita, tanto de tamaño como de calidad) hecho en Francia. ¿Y de qué te crees que está hecho? De hígados de gansos bien gordos. ¡Vaya un pastel! A ver cómo te lo comes todo.

—Gracias, señor —repliqué—. Se lo agradezco mucho, de verdad, pero espero que no se ofenda si le digo que son demasiado llenantes para mí.

—¡Me ha vuelto a dejar K. O.! —dijo aquel señor, cosa que no comprendí en absoluto, y tiró las dos cosas por la ventanilla.

No me volvió a decir nada hasta que se apeó del coche, poco antes de llegar a Reading, y entonces me aconsejó que fuera una niña buena, y que fuera estudiosa, y me dio la mano. He de decir que me sentí aliviada cuando se apeó. Lo dejamos junto a una piedra miliar. Muchas veces volví a pasar por allí, y durante mucho tiempo ninguna de ellas dejé de recordarlo, de pensar en él, y de medio esperar que me lo iba a encontrar. Pero nunca fue así, de manera que a medida que fue pasando el tiempo, me fui olvidando de él.

Cuando paró la diligencia, una señora muy bien arreglada miró por la ventanilla y dijo:

—La señorita Donny.

—No, señora; soy Esther Summerson.

—Exactamente —dijo la señora—. La señorita Donny.

Comprendí entonces que se estaba presentando ella, pedí perdón a la señorita Donny por mi error y le señalé mis maletas cuando me lo pidió. Conforme a las instrucciones de una doncella muy bien arreglada, las pusieron en un cochecito verde muy pequeño, y después la señorita Donny, la doncella y yo montamos en él y nos fuimos.

—Ya lo tienes todo preparado, Esther —dijo la señorita Donny—, y tu plan de actividades está todo organizado exactamente conforme a los deseos de tu tutor, el señor Jarndyce.

—De…, ¿cómo ha dicho, señorita?

—De tu tutor, el señor Jarndyce —dijo la señorita Donny.

Me sentí tan confusa, que la señorita Donny pensó que el frío del viaje había sido excesivo para mí, y me pasó su frasco de sales.

—¿Conoce usted a mi… tutor, señorita? —pregunté, tras dudarlo mucho.

—No personalmente, Esther —respondió la señorita Donny—; sólo por conducto de sus abogados, los señores Kenge y Carboy, de Londres. El señor Kenge es persona de gran dignidad. Y muy elocuente. ¡Habla en unos períodos verdaderamente majestuosos!

Yo estaba totalmente de acuerdo, pero me sentía demasiado confusa para hacerle caso. Nuestra rápida llegada al punto de destino, antes de que tuviera tiempo para recuperarme, no hizo sino aumentar mi confusión, y jamás olvidaré el aspecto incierto e irreal que tenía todo, aquella tarde, en Greenleaf (la casa de la señorita Donny).

Pero en seguida me acostumbré. Tardé tan poco tiempo en acostumbrarme a la rutina de Greenleaf que era como si llevara mucho tiempo allí, y casi como si hubiera soñado, en lugar de vivido, mi vida anterior en casa de mi madrina. No podía haber nada más preciso, más exacto ni más ordenado que Greenleaf. Para cada hora del día había algo que hacer, y todo se hacía a su hora exacta.

Éramos doce pensionistas, y había dos señoritas Donny, que eran gemelas. Estaba entendido que con el tiempo yo tendría que ganarme la vida como institutriz, y no sólo se me instruyó en todo lo que se enseñaba en Greenleaf, sino que en seguida me dedicaron a enseñar a otras. Aunque en todos los demás respectos se me trataba igual que al resto de las alumnas, en mi caso se estableció esta diferencia desde el principio. A medida que iba aprendiendo más, iba enseñando más, de forma que con el tiempo llegué a tener mucho que hacer, y me gustaba hacerlo, porque hacía que las niñitas se encariñasen conmigo. Por último, cada vez que llegaba una nueva pupila que estaba un poco triste y melancólica, se hacía inmediatamente —no sé muy bien por qué— tan amiga mía que con el tiempo todas las recién llegadas quedaban confiadas a mi cuidado. Decían que yo era muy amable, pero estoy segura de que eran ellas las amables. Pensé muchas veces en la resolución que había hecho el día de mi cumpleaños, de tratar de ser industriosa, alegre y amable, y de hacer algún bien a alguien, y de conseguir que alguien me quisiera si podía, y de verdad, de verdad, casi me daba vergüenza haber hecho tan poco y conseguido tanto.

Pasé en Greenleaf seis años felices y tranquilos. Gracias a Dios, mientras estuve allí jamás vi reflejada la idea en ningún rostro de que mejor hubiera sido que yo no hubiera nacido nunca. Cuando llegaba aquella fecha, me traía tantos símbolos de recuerdo afectuoso que mi habitación estaba adornado con ellos desde Año Nuevo hasta Navidad.

En aquellos seis años nunca salí de allí, salvo para hacer visitas a los vecinos durante las fiestas. Al cabo de unos seis meses seguí el consejo de la señorita Donny en el sentido de que lo correcto sería escribir al señor Kenge para decirle que estaba contenta y agradecida, y con la aprobación de la señorita escribí una carta en esos términos. Recibí una respuesta formal en la que se acusaba recibo de la mía y decía: «Tomamos nota de su contenido, que se comunicará como procede a nuestro cliente».