Después de eso, alguna vez oí comentar a la señorita Donny y su hermana la puntualidad con la que se pagaban mis cuentas, y unas dos veces al año me aventuraba a escribir otra carta parecida. Siempre recibía a vuelta de correo exactamente la misma respuesta, escrita con la misma letra redondilla, con la firma de Kenge y Carboy escrita con otra letra, que yo suponía era la del señor Kenge.
¡Me resulta tan curioso estar obligada a escribir todo esto acerca de mí misma! ¡Como si esta narración fuera la narración de mi vida! Pero falta poco para que mi personilla se funda en un contexto más general.
Había pasado yo seis años tranquilos (veo que lo digo por segunda vez) en Greenleaf, viendo en todas las que me rodeaban, como en un espejo, todas las fases de mi propio desarrollo y cambio en aquella casa, cuando, una mañana de noviembre, recibí la siguiente carta, cuya fecha omito:
Old Square, Lincoln’s Inn
Jarndyce y Jarndyce
Señorita:
Habida cta. de q. nuestro clte. el Sr. Jarndyce recibirá en breve en su casa, por orden del Tbl. de Canc. a una pupila del Tbl. en esta causa, para quien desea una Cía. adecuada, dicho clte. nos encarga informemos a Vd. de que celebraría mcho. contar con sus scios. en tal calidad.
Hemos encargado el tpte. de Vd. a título gratuito en la dgcia. de las 0800 de Reading el lunes a. m. próximo, destino a White Horse Cellar, Piccadilly, Londres, donde la esperará uno de nuestros ptes. para guiarla a Vd. a nuestra Ofna. mencionada. Quedamos a sus pies sus ss. SS.,
Kenge y Carboy
Srta. Esther Summerson
¡Jamás, jamás, jamás olvidaré la emoción que aquella carta causó en la casa! Eran tan cariñosas al ocuparse tanto de mí, era tan generoso por parte de aquel Padre, que no me había olvidado, el hacer que mi vida de huérfana fuera tan fácil y agradable, y el haber inclinado a tantos espíritus infantiles hacia mí, que yo apenas si podía soportarlo. No es que hubiera preferido que lo sintieran menos; me temo que no, pero el placer que me dieron, y al mismo tiempo el dolor, y el orgullo y la alegría, y el humilde pesar que todo aquello me provocó eran cosas tan mezcladas que casi parecía que se me partía el corazón al mismo tiempo que se me llenaba de gozo.
La carta sólo me daba cinco días de aviso antes de mi marcha. Cuando cada minuto me traía nuevas pruebas del amor y la amabilidad que se me demostraron aquellos días, y cuando por fin llegó la mañana, y cuando me hicieron recorrer toda la casa para que la viera por última vez, y cuando alguien me gritó: «¡Esther, querida mía, ven a decirme adiós junto a mi cama, donde por primera vez me dijiste cosas tan bonitas!», y cuando otras sólo me pidieron que escribiera sus nombres y las palabras «Con todo el cariño de Esther», y cuando todas me rodearon con sus regalos de despedida, y se agarraron a mí llorando y exclamando: «¿Qué vamos a hacer cuando ya no esté nuestra querida Esther?», y cuando traté de decirles lo buenas y lo pacientes qué habían sido todas conmigo, y cuánto las bendecía y les daba las gracias a todas, ¡cómo se me partía el corazón!
Y cuando las dos señoritas Donny, tan tristes al separarse de mí como las que más, y cuando las doncellas dijeron: «¡Que Dios la bendiga, señorita, dondequiera que vaya!», y cuando el jardinero, viejo, feo y cojo, que yo creía que ni se había dado cuenta de mi existencia en todos aquellos años, corrió jadeando tras la diligencia para darme un ramillete de geranios, y me dijo que yo era como las niñas de sus ojos —¡de verdad que eso fue lo que me dijo aquel anciano!—, ¡cómo se me partía el corazón!
¿Y cómo podía yo impedir que con todo aquello, y con la llegada a la escuelita, y la visión inesperada de los niños pobres que estaban al lado de ésta diciéndome adiós con los sombreros y las gorras, y la de un caballero de pelo canoso y su señora, de cuya hija había sido yo profesora particular, y a cuya casa había ido de visita (aunque decían que era la familia más orgullosa del condado), que sin ningún rebozo exclamaban: «Adiós, Esther. ¡Que seas muy feliz!»…, cómo podía yo evitar inclinar la cabeza mientras iba en el coche y decirme: «¡Ay, qué agradecida estoy, qué agradecida estoy!», una vez tras otra?
Pero, naturalmente, pronto consideré que no debía llegar llorosa a mi destino, después de todo lo que se había hecho por mí. Por lo tanto, claro, me forcé a sollozar menos y me persuadí a mí misma de que debía mantenerme en silencio, diciéndome una vez tras otra: «¡Vamos, Esther, es tu obligación! ¡Esto no puede ser!». Por fin logré sentirme bastante animada, si bien me temo que tardé bastante más de lo que hubiera debido, y cuando me refresqué los ojos con agua de lavanda, era la hora de ir llegando a Londres.
Estaba persuadida de que ya habíamos llegado cuando todavía nos faltaban diez millas, y cuando de verdad llegamos, de que nunca íbamos a llegar.
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