Ése es un buen augurio para ustedes. ¡Acepten mi bendición!
Se detuvo al pie de la escalera ancha y empinada, pero al subir echamos una mirada atrás, y allí seguía ella, diciendo, todavía con una reverencia y una sonrisa entre cada frase: «Juventud. Y esperanza. Y belleza. Y Cancillería. ¡Y Kenge el Conversador! ¡Ja! ¡Les ruego que acepten mi bendición!
4. Una filantropía telescópica
Pasaríamos la noche, nos dijo el señor Kenge cuando llegamos a su despacho, en casa de la señora Jellyby [16], y después se volvió a mí y dijo que estaba seguro de que yo sabía quién era la señora Jellyby.
—La verdad, señor, es que no —respondí—. Quizá el señor Carstone, o la señorita Clare.
Pero no, no sabían nada relacionado con la señora Jellyby.
—¡Ver-da-de-ra-mente! La señora Jellyby —dijo el señor Kenge, que estaba de espaldas a la chimenea y contemplaba la alfombra polvorienta que tenía ante sí como si fuera la biografía de la señora Jellyby— es una dama de notable fuerza de carácter que se ha consagrado enteramente al público. Se ha consagrado a una gran variedad de temas públicos, en diversos momentos, y actualmente (hasta que se sienta atraída por otra cosa), está consagrada al tema de África, con miras al cultivo general de la baya del café —y de los indígenas— y a la feliz colonización en las riberas de los ríos africanos de nuestra superabundante población nacional. El señor Jarndyce, que desea ayudar a todas las obras que quepa considerar como buenas obras, y a quien recurren mucho los filántropos, tiene, según creo, una opinión elevadísima de la señora Jellyby.
El señor Kenge se ajustó el corbatín y nos contempló.
—¿Y el señor Jellyby, caballero? —sugirió Richard.
—¡Ah! El señor Jellyby —dijo el señor Kenge— es…, ah… No sé qué mejor forma de describírselo salvo decir que es el marido de la señora Jellyby.
—¿No tiene personalidad propia, caballero? —sugirió Richard, con una mirada divertida.
—No he dicho eso —respondió gravemente el señor Kenge—. De hecho, no puedo decir nada de eso, pues no sé nada en absoluto acerca del señor Jellyby. Que yo sepa, nunca he tenido el placer de ver al señor Jellyby. Es posible que se trate de un ser superior, pero, por así decirlo, se ha fusionado; sí, fusionado, en las más brillantes cualidades de su esposa.
El señor Kenge pasó entonces a decirnos que como el camino de la Casa Desolada habría sido muy largo, oscuro y tedioso en una tarde así, y como ya habíamos hecho un viaje aquel mismo día, el propio señor Jarndyce había propuesto este sistema. A primera hora de la mañana siguiente nos esperaría un carruaje a la puerta de la casa de la señora Jellyby para sacarnos de la ciudad.
Después tocó una campanilla y entró el joven caballero. El señor Kenge se dirigió a él llamándolo Guppy [17], y le preguntó si las maletas de la señorita Summerson y el resto del equipaje «ya se habían llevado». El señor Guppy dijo que sí, que se habían llevado, y que estaba esperándonos un coche para llevarnos también a nosotros en cuanto quisiéramos.
—Entonces —dijo el señor Kenge, dándonos la mano—, sólo me queda expresar mi gran satisfacción al ver (¡tenga usted buen día, señorita Clare!) que lo dispuesto para el día de hoy está concluido y (¡tenga usted muy buen día, señorita Summerson!) mi gran esperanza de que todo ello sea conducente a la felicidad (¡ha sido un placer conocer a usted, señor Carstone!), el bienestar y el progreso en todos los órdenes, de todos los interesados. Guppy, encárgate de que todos lleguen a buen fin.
—¿Dónde está ese «fin», señor Guppy? —preguntó Richard mientras bajábamos la escalera.
—Aquí al lado —dijo el señor Guppy—, justo en Tavies Inn, ya saben.
—Yo no puedo decir que lo sepa, porque soy de Winchester y no conozco Londres.
—Aquí al lado —dijo el señor Guppy—. No hay más que torcer por Chancery Lane y cortar por Holborn, y llegamos en cuatro minutos, segundo más o menos. ¡Esto sí que es puré de guisantes!, ¿eh, señorita? —Parecía celebrarlo muchísimo por mí.
—¡Ciertamente, la niebla es muy densa! —contesté.
—Claro que a usted no le afecta —dijo el señor Guppy mientras plegaba la escalerilla del coche—. Por el contrario, parece sentarle bien, señorita, a juzgar por su aspecto.
Comprendí que al hacerme aquel cumplido tenía buena intención, así que me reí de mí misma por sonrojarme ante él cuando cerró la portezuela y subió al pescante del coche, y los tres nos reímos y estuvimos hablando de nuestra inexperiencia y de lo extraño que era Londres, hasta dar la vuelta bajo un arco, y llegar a nuestro destino: un callejón de casas altas, como una cisterna oblonga para contener la niebla. Había un grupito confuso de gente, sobre todo niños, reunido en torno a la casa en la que nos paramos, que tenía una placa de latón sucio en la puerta con un letrero: JELLYBY.
—¡No se asusten! —dijo el señor Guppy, que metió la cabeza por la ventanilla—. Parece que uno de los Jellyby chicos ha metido la cabeza entre los barrotes de la barandilla de la entrada.
—¡Pobrecito! —exclamé yo—. ¡Déjenme salir, por favor!
—Le ruego tenga cuidado, señorita. Los Jellyby chicos siempre están tramando algo —dijo el señor Guppy.
Me abrí camino hasta el pobre niño, que era una de las criaturas más sucias que jamás haya visto, y lo encontré febril y asustado, y llorando a gritos, aprisionado por el cuello entre dos barrotes de hierro, mientras un lechero y un alguacil, con las mejores intenciones del mundo, trataban de tirar de él por las piernas, con la impresión general de que por aquel medio podían comprimirle el cráneo. Al ver (tras tranquilizarlo un poco) que se trataba de un muchachito con una cabeza naturalmente grande, pensé que, quizá, por donde le cabía la cabeza podía seguirle el cuerpo, y mencioné que la mejor forma de extraerlo sería empujarlo hacia adelante. Mi sugerencia fue tan bien recibida por el lechero y el alguacil, que inmediatamente lo hubieran lanzado de un golpe hacia el semisótano si no lo hubiera agarrado yo por el delantal, mientras Richard y el señor Guppy bajaban corriendo hacia la cocina para recogerlo cuando quedara suelto. Por fin salió bien, sin ningún accidente, y entonces empezó a golpear al señor Guppy con la guía de un aro y de manera totalmente frenética.
No había aparecido nadie que perteneciera a la casa, salvo una mujer con zuecos que había estado dándole golpes al niño desde abajo con una escoba, no sé para qué, ni creo que lo supiera ella. Por eso supuse que la señora Jellyby no estaba en casa, y me sentí muy sorprendida cuando la mujer apareció en el pasillo, sin los zuecos ya, y al subir al cuarto de atrás del primer piso, por delante de Ada y de mí, nos presentó:
—¡Aquí las dos señoritas, aquí la señora Jellyby!
Mientras subíamos, pasamos junto a varios niños más, a los que resultaba difícil no pisar en la oscuridad, y cuando llegamos a la presencia de la señora Jellyby, uno de los pobrecillos se cayó por las escaleras, todo un tramo (según me pareció), con un gran ruido.
La señora Jellyby, en cuya faz no se reflejaba ninguna de la inquietud que nosotros no podíamos por menos de mostrar en las nuestras, dado que la cabeza del pobrecito dejaba constancia de su choque con cada escalón (más tarde Richard diría que había contado siete, además del descansillo), nos recibió con perfecta ecuanimidad. Era una mujercita regordeta, atractiva, muy bajita, de entre cuarenta y cincuenta años, con ojos bonitos, aunque tenían la extraña costumbre de que siempre parecían estar contemplando algo en la distancia. Como si (y vuelvo a citar a Richard) no pudieran ver nada más cercano que África.
—Es para mí un gran placer —dijo la señora Jellyby, con voz agradable— el recibir a ustedes.
1 comment