Una pausa.
—¿Se halla presente el joven señor Richard Carstone? —preguntó el Lord Canciller, mirando hacia él. Richard hizo una inclinación y dio un paso al frente.
—¡Ejem! —dijo el Lord Canciller, pasando más hojas.
—El señor Jarndyce de Casa Desolada, Señoría —observó el señor Kenge en voz baja—, si Su Señoría me permite que se lo recuerde, va a dotar de una compañía adecuada a…
—¿Al señor Richard Carstone? —me pareció (aunque no estoy totalmente segura) oír que decía Su Señoría, en voz igual de baja y con una sonrisa.
—A la señorita Ada Clare. Ésta es la señorita Summerson, de quien se trata.
Su Señoría me miró con indulgencia y asintió con gran cortesía a mi reverencia.
—¿La señorita Summerson no está emparentada con ninguna de las partes en la causa, según creo?
—No, Señoría.
El señor Kenge se inclinó poco antes de terminar su respuesta y susurró algo. Su Señoría, con la vista fija en los papeles, escuchó, asintió dos veces o tres, pasó más hojas y no volvió a mirar en mi dirección hasta que nos fuimos.
El señor Kenge se retiró entonces, y con él Richard, hacia donde estaba yo, cerca de la puerta, dejando a mi niña (¡una vez más, me resulta tan natural el decirlo que no puedo evitarlo!) sentada al lado del Lord Canciller, que le dirigió la palabra en un pequeño aparte; según me dijo ella después, le había preguntado si había pensado bien en el sistema propuesto, si había pensado que iba a ser feliz bajo el techo del señor Jarndyce, de Casa Desolada, y por qué creía que sí. Al cabo de un rato se puso en pie cortésmente y la dejó ir, y después habló unos momentos con Richard Carstone, a quien no hizo sentarse, sino que dejó en pie, con mucha más sencillez y menos ceremonia, como si todavía supiera, aunque era el Lord Canciller, cómo llegar directamente al corazón del muchacho.
—¡Muy bien! —dijo ya en voz alta el Lord Canciller—. Dictaré la orden. El señor Jarndyce de Casa Desolada ha escogido, a mi entender —y esto lo dijo mirándome a mí— una excelente señorita de compañía para esta señorita, y esta disposición parece, con mucho, la mejor que admiten las circunstancias.
Se despidió de nosotros con frases amables, y todos salimos muy agradecidos a él por su cortesía y su afabilidad, con las cuales, desde luego, no había perdido ninguna dignidad, sino que nos parecía haber ganado más dignidad. Cuando salimos bajo la columnata, el señor Kenge recordó que tenía que volver un momento a preguntar algo, y nos dejó en medio de la niebla, mientras el carruaje y los sirvientes del Lord Canciller esperaban a que saliera éste.
—¡Bueno! —dijo Richard Carstone—. ¡Eso ya se ha terminado! ¿Y dónde vamos ahora, señorita Summerson?
—¿No lo saben ustedes? —pregunté.
—En absoluto —me dijo.
—Y tú, cariño mío, ¿tampoco lo sabes? —pregunté a Ada.
—¡No! —dijo—. ¿Y tú?
—¡En absoluto! —repliqué.
Nos miramos los tres, casi riéndonos al ver que estábamos en la mayor ignorancia, cuando se nos acercó una viejecita extraña, tocada con un sombrero estrecho y que llevaba un ridículo, llena de reverencias y sonrisas y con aire de gran ceremonia.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Los pupilos de Jarndyce! ¡Pero qué gran placer es tener el honor! Es un buen augurio para la juventud, la esperanza, y la belleza, el hallarse juntas aquí, y no saber lo que va a ocurrir después.
—¡Está loca! —dijo Richard, creyendo que no lo oiría.
—¡Exacto! Loca, jovencito —respondió ella con tal rapidez que Richard se sintió muy avergonzado—. Yo también tuve un tutor en tiempos. Entonces no estaba loca —dijo con una gran reverencia y con una sonrisa entre cada frase—. Tenía juventud y esperanzas, y creo que belleza. Ahora ya no importa. Ninguna de las tres cosas me sirvió de nada, ni me salvó. Tengo el honor de asistir regularmente a los Tribunales. Con mis documentos, espero que se emita el juicio. Dentro de poco. El Día del Juicio. He descubierto que el sexto sello que se menciona en el Apocalipsis es el Gran Sello [15]. ¡Hace mucho tiempo que se abrió! Les ruego acepten mi bendición.
Como Ada estaba un poco asustada, dije, para llevarle la corriente a la pobre ancianita, que le estábamos muy agradecidos.
—Sí, sí —respondió irónicamente—. Ya me lo supongo. Y ahora aquí viene Kenge el Conversador. ¡Con sus documentos! ¿Cómo está su honorable Señoría?
—¡Muy bien, muy bien! ¡Ahora, no nos moleste, sea buena! —dijo el señor Kenge, que inició el camino de vuelta.
—En absoluto —dijo la pobre ancianita, que marchaba a mi paso y el de Ada—. Cualquier cosa antes que molestar. Legaré herencias a ambas, lo cual no es molestar, creo yo. Que se emita un juicio. En breve. El Día del juicio.
1 comment