Edgar ganaba un sueldo mezquino, aunque Graham se mostraba generoso en otros sentidos y admiraba su talento y su técnica periodística. Pero para Poe, obsesionado por la brillante perspectiva de editar por fin su revista (sobre la cual había enviado circulares y requerido colaboraciones), el trabajo en el despacho del Graham’s debía resultar mortificante. A un amigo que le buscaba en Washington un empleo oficial que le permitiera al mismo tiempo escribir con libertad, le dice en una carta: «Acuñar moneda con el propio cerebro, a una señal del amo, me parece la tarea mas dura de este mundo…».
Entretanto, había que ganar esos pocos dólares, y ganarlos bien. Edgar atravesaba por una época brillantísima. Se ha dicho que inició la serie de sus «cuentos analíticos» para desvirtuar las críticas de quienes lo acusaban de dedicarse solamente a lo mórbido. Lo único seguro es que este cambio de técnica, más que de tema, prueba la amplitud y la gama de su talento y la perfecta coherencia intelectual que poseyó siempre, y de la que Eureka habría de ser la prueba final y dramática. Los crímenes de la calle Morgue pone en escena al chevalier C. Auguste Dupin, ese alter ego de Poe, expresión de su egotismo cada día más intenso, de su sed de infalibilidad y superioridad que tantas simpatías le enajenaba entre los mediocres. Tras él apareció El misterio de Marie Rogêt, sagaz análisis de un asesinato que apasionaba entonces a los amigos de un género considerado años atrás por De Quincey como una de las bellas artes. Pero el lado macabro y mórbido corría paralelo al frío análisis, y Poe no renunciaba a los detalles espeluznantes, al clima congénito de sus primeros cuentos.
Este período creador se vio trágicamente interrumpido. A fines de enero de 1842, Poe y los suyos tomaban el té en su casa, en compañía de algunos amigos. Virginia, que había aprendido a acompañarse en el arpa, cantaba con gracia infantil las melodías que más le gustaban a «Eddie». Súbitamente, su voz se cortó en una nota aguda, mientras la sangre manaba de su boca. La tuberculosis se reveló brutalmente en una hemoptisis inequívoca, a la que seguirían otras muchas. Para Edgar, la enfermedad de su mujer fue la más horrible tragedia de su vida. La sintió morir, la sintió perdida y se sintió perdido él también. ¿De qué fuerzas espantosas se defendía junto a «Sis»? Desde ese momento, sus rasgos anormales empiezan a mostrarse desnudamente. Bebió, con los resultados sabidos. Su corazón fallaba, ingería alcohol para estimularse, y el resto era un infierno que duraba días. Graham se vio precisado a llamar a otro escritor para que llenara los frecuentes vacíos de Poe en la revista. Ese escritor era el reverendo Griswold, de ambigua memoria en los anales poeianos.
Una famosa carta de Edgar admite que sus irregularidades se desencadenaron a consecuencia de la enfermedad de Virginia. Reconoce que «se volvió loco» y que bebía en estado de inconsciencia. «Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura…». Empieza para él una época de fuga, de marcharse de su casa, de volver completamente deshecho, mientras «Muddie» se desespera y trata de ocultar la verdad, limpiar las ropas manchadas, preparar una tisana para el infeliz, que delira en la cama y tiene atroces alucinaciones. En aquellos días el estribillo de El cuervo empezó a hostigarlo. Poco a poco, el poema nacía, larval, indeciso, sujeto a mil revisiones. Cuando Edgar se sentía bien, iba a trabajar al Graham’s o a llevar artículos. Un día, al entrar, vio a Griswold instalado en su despacho. Se sabe que giró en redondo y que no volvió más. Y hacia julio de 1842, perdido por completo el dominio de sí mismo, hizo un viaje fantasmal de Filadelfia a Nueva York, obsesionado por el recuerdo de Mary Devereaux, la muchacha a cuyo tío había dado de latigazos.
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