Mary estaba casada, y Edgar parecía absurdamente deseoso de averiguar si amaba o no a su marido. Después de cruzar y recruzar el río en ferryboat, preguntando a todo el mundo por el domicilio de Mary, llegó por fin a su casa e hizo una terrible escena. Luego se quedó a tomar el té (uno imagina las caras de Mary y su hermana, a quienes les tocó recibirlo a la fuerza, pues se había metido en la casa en su ausencia), y por fin se marchó, no sin antes desmenuzar con un cuchillo algunos rábanos y exigir que Mary cantara su melodía favorita. Pasaron varios días hasta que Mrs. Clemm, desesperada, logró la ayuda de vecinos bondadosos, que encontraron a Edgar mientras vagaba por los bosques próximos a Jersey City, perdida, momentáneamente, toda razón.
En una carta, Poe se defendió alguna vez de las acusaciones que le hacían, señalando que el mundo sólo lo veía en los momentos de locura, pero que ignoraba sus largos períodos de vida sana y laboriosa. Esto no es hipócrita y, sobre todo, es cierto. No todos los críticos de Poe han sabido estimar la enorme acumulación de lecturas de que fue capaz, su voluminosa correspondencia y, sobre todo, el bulto de su obra en prosa, cuentos, ensayos y reseñas. Pero, como él lo señala, dos días de embriaguez pública lo volvían mucho más notorio que un mes de trabajo continuo. La cosa no puede extrañar, naturalmente; tampoco extrañará que Poe, sabiendo que las consecuencias eran menos sórdidas, volviera siempre que podía al opio para olvidarse de la miseria, para salirse del mundo con más dignidad por algunas horas.
Durante un breve período, la amistad de escritores y críticos importantes y su propio optimismo, casi siempre mal fundado, hicieron creer a Poe que su revista alcanzaría a materializarse. Terminó por encontrar a un caballero dispuesto a financiarla, y entonces sus amigos de Washington lo llamaron a la capital, a fin de que pronunciara una conferencia, recogiera suscripciones a la revista y fuera presentado en la Casa Blanca, de donde, sin duda, saldría con un nombramiento capaz de ponerlo al abrigo de la miseria. Duele pensar que todo ello pudo ocurrir exactamente así, y que Edgar tuvo la culpa de que no ocurriera. Al llegar a Washington aceptó unas copas de oporto, y el resto fue lo de siempre. Sus amigos no pudieron hacer nada por un hombre que insistía en presentarse ante el presidente de los Estados Unidos con la capa negra puesta del revés, y que recorría las calles querellándose con todo el mundo. Hubo que meterlo en un tren de vuelta, y la peor consecuencia fue que el caballero que pensaba financiar la revista se atemorizó muy explicablemente y no quiso volver a oír hablar del asunto. Edgar enfrentó el doble peso del remordimiento (que lo hundía en la desesperación durante semanas enteras) y la miseria, frente a la cual Mrs. Clemm debía acudir a los más tristes recursos para mantener a la familia. Pero aquel año aciago debía hacerle subir otro peldaño de la fama. En junio, Edgar ganó el premio instituido por el Dollar Newspaper para el mejor relato en prosa. Este cuento llegaría a ser el más famoso de los suyos, el que todavía tiene en suspenso el aliento de todo adolescente imaginativo. Era El escarabajo de oro, mezcla felicísima del Poe analítico con el de la aventura y el misterio.
A fines de año encontramos a Edgar pronunciando una conferencia sobre poesía y poetas. Poco público, poco dinero. Su período de Filadelfia terminaba tristemente después de haber estado a punto de llevarlo a una fama definitiva. Dejaba muchos amigos fieles, pero una gran cantidad de enemigos: los autores maltratados en sus reseñas, los envidiosos profesionales, los Griswold, y también tantos que tenían fundados motivos de agravio contra él. Los comienzos de 1844 son oscuros, y lo más interesante consiste en la aparición del Cuento de las Montañas Escabrosas, relato digno de los mejores. Pero ya nada quedaba por hacer en Filadelfia y era preferible intentar otra cosa en Nueva York. Tan pobres estaban los Poe que Edgar partió con Virginia, dejando a «Muddie» en una casa de pensión a la espera de que aquél reuniera los dólares suficientes para mandarla llamar. En abril de 1844 la pareja llegaba a Nueva York y otra vez se abría un interludio favorable, estrepitosamente saludado por El camelo del globo. El título del relato dice bien de lo que se trataba. Edgar lo vendió al New York Sun, que publicó una edición especial anunciando que un globo tripulado por ingleses acababa de cruzar el Atlántico. La noticia provocó una conmoción extraordinaria y la muchedumbre se agolpó frente al periódico.
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