¡Por Dios, por Dios, qué tontería!
—No tenía remedio —le respondí—; era preciso.
—Vamos a verla —dijo tomando apresuradamente su sombrero.
—Pero, ¿conoce usted, joven, el zarzal en que se ha metido? —me preguntó cuando estuvimos en la calle.
—Sé —le respondí— que la casualidad impone a veces más sagrados deberes que la propia voluntad. Yo soy ahora la Providencia de esa joven; pero ella cree que está bajo la protección de usted y es preciso no desengañarla para que esté tranquila.
—Siempre que esto no me comprometa, así se hará. ¿Usted sabe mi situación?
—Lo sé.
—Pues bien: siempre que no sea un obstáculo para mí, esa hermosa niña creerá que la protejo; pero ella no más, ¿lo entiende usted?; para todo el mundo pasará como la esposa de usted o como su hermana. En cambio, doy a usted mi palabra de caballero asegurándole que esa joven será sagrada para mí. Lo contrario sería querer que usted aceptase un papel indigno, bajeza que jamás acostumbro con mis amigos, porque no sería tampoco amigo mío quien la soportara.
—¡Naturalmente!, y conociendo el carácter de usted me parecía inútil hablarle de ello. Nos conocemos bastante para comprendernos.
En esto llegamos a la casa.
Llamamos.
El criado abrió la puerta, y Julia, que se había recostado en un sofá, al ver al inglés se levantó apresurada, y ya sin reserva se arrojó en sus brazos, que la estrecharon cordialmente.
Julia no podía hablar; los sollozos agitaban su pecho y un torrente de lágrimas bañaba sus mejillas.
Parecía que el inglés era su esposo o su amante y que volvía a verlo después de largos años.
El amor de Julia había crecido asombrosamente en menos de una semana. Y es que para el amor que nace poderoso, los minutos y las horas son siglos, y en las almas enérgicas la vehemencia suple al tiempo.
VIII
El inglés pareció sorprendido de aquella extraña manifestación de Julia, tanto más cuanto que era de suponerse que habiéndose quedado sola conmigo en México y viajando de la misma manera, debía haberse establecido entre nosotros relaciones de una intimidad demasiado tierna. Ni le vino a la memoria, seguramente, lo que acababa yo de decirle; esto es: que Julia estaba en la inteligencia de que era protegida por él, y que era preciso no desengañarla.
Con recordar mis palabras se hubiera explicado la causa de la afectuosa acogida de la bella prófuga, de sus miradas llenas de pasión y de sus palabras entrecortadas por los suspiros.
Referimos al inglés todo lo sucedido en México, y nos empeñamos en demostrarle la necesidad en que nos habíamos visto de apelar al recurso de la venida a Taxco, tanto para no dejar en el desamparo a Julia como para ponerla fuera del alcance de sus perseguidores.
Él disimuló perfectamente su disgusto por nuestra loca determinación, y aseguró a la pobre joven, que estaba pendiente de su mirada y de su gesto con la mayor ansiedad, que nada tenía que temer, ya que aprobaba cuanto habíamos hecho, puesto que las circunstancias no habían permitido arreglar mejor sus asuntos, como pudo esperarlo por un momento.
Julia pareció respirar. Ella no había temido el abandono, puesto que en México me indicó su resolución de trabajar para vivir; pero sí había temblado de que su presencia desagradase al hombre a quien amaba.
Así que cuando vio al inglés que la recibía con muestras de exquisita bondad, y aun con la efusión de un amigo cariñoso, el semblante de la joven perdió la expresión de tristeza y de inquietud que la había nublado durante el camino, y se iluminó con todos los esplendores de la felicidad.
—No puedo ocultar a usted —le dijo— que he pasado siglos de tormento pensando en que tal vez hubiera usted desaprobado mi venida a Taxco; pero puesto que usted es tan bueno como me lo figuré, ahora soy dichosa tanto como antes fui desgraciada.
—No debía usted haber dudado de mí ni por un instante, Julia —respondió el inglés—. Una feliz casualidad nos hizo encontrarnos; yo bendigo esa casualidad, porque me proporciona la ocasión de ser a usted útil y de protegerla contra las asechanzas de sus enemigos.
Esta fraseología banal, fría, no era, en verdad, bastante para satisfacer a una mujer menos enamorada que Julia; pero ella atribuyó seguramente la sequedad de semejante estilo al carácter del inglés, por lo regular muy reservado, y además a las dificultades con que luchaba todavía mi rival para expresarse en español. De manera que Julia se creyó calurosamente aceptada, y no tuvo zozobras respecto al porvenir.
—Ahora —añadió el inglés—, lo que importa es arreglar la situación de usted y prever todas las eventualidades que puedan ofrecerse. En cuanto a lo primero…
—En cuanto a lo primero —interrumpió Julia con cierta gravedad—, ya he indicado mis intenciones a Julián. A pesar del atolondramiento propio de mi edad y de mi carácter, conozco todo lo delicado y excepcional de mi situación. He querido emanciparme del poder de mi familia y escapar a una suerte a que otras se someten sin replicar. Bien sé que en el mundo mi conducta tendría una calificación muy severa: ¡una hija de familia que se escapa de su casa…! Esto es un crimen que la sociedad condena fácilmente; tanto más fácilmente cuanta mayor es la indiferencia con que ve los dolores que devoran el corazón de una mujer infeliz, obligada a sepultar una vida llena de ilusiones y de esperanzas, en las tinieblas de un convento. El mundo no cree, o aparenta no creer, en esas violencias sordas que se ejercen a veces en el seno de una familia opulenta, y por causa de las cuales un huérfano sin defensa se ve forzado a renunciar a sus derechos, a su porvenir, a su cariño, hasta a su vida. Y todo esto con la sonrisa del contento, con el silencio de la resignación, sin permitirse hacer comprender a los demás que aquel sacrificio cuesta la felicidad; que aquel sacrificio está desmentido en lo íntimo del alma por una protesta desesperada, inútil. El mundo no comprende semejantes horrores, o acaso, hipócrita, los prefiere a lo que él llama escándalo con una dura severidad que indica su falta de virtud.
Pues bien: lo he pensado mucho. No tenía más recurso que la fuga y he apelado a ella sin cuidarme de las opiniones del mundo. Quería mi libertad y mi dicha antes que todo. Sin éstas, ¿qué me importaban las consideraciones sociales? En el convento habría sido tenida por una santa; pero ¿de qué me servía eso? Hubiera sido infeliz y hubiera llevado a los altares de Dios un alma devorada por la desesperación. Una mujer humilde quizá habría acabado por conformarse, por olvidar la vida y por conseguir una tranquilidad poco distante del idiotismo. Pero ¡yo! Yo no tengo organización para aceptar el papel de víctima. Abandonada a mí misma desde la niñez, nutrida con los principios de mi padre, y sobre todo, heredera de un carácter impetuoso, firme y resuelto; carácter que había acabado de formarse con el alimento de mis propias ideas y de robustecerse con las muchas que había sostenido en el seno de mi familia, yo nunca hubiera doblado el cuello, particularmente cuando se trataba de sacrificarme al capricho de un hombre aborrecido y codicioso. Yo, nacida en la riqueza y educada en medio de las comodidades, estaba dispuesta a renunciar a todo eso; pero nunca a mi libertad y a mi dicha. Todavía he hecho más: he renunciado a mi reputación, porque es indudable que a esta hora no se cree en Puebla que me he escapado sola de la casa paterna; que la casualidad, que me ha protegido, me ha hecho encontrarme con dos caballeros como ustedes que con un afecto desinteresado y noble me han dispensado protección; sino que va a decirse que un seductor me ha arrancado de mi familia y que me arrastró en pos de sí como a una insensata. ¡Ay!; mi nombre a estas horas es la fábula de aquella ciudad mojigata y maldiciente. Lo siento mucho; pero no puedo ser de otra manera. Acudir a la autoridad hubiera sido duplicar el escándalo en perjuicio de mi familia, y quizá no remediar nada. Mi pobre madre tal vez me maldiga, porque con mi conducta inconsiderada he amargado sus días; pero estoy segura de que esta desgracia ha sido para ella bien menor que la de verse obligada tal vez a perder a su marido por causa de una acusación mía.
1 comment