Porque conozco a ese hombre, y sé que en mi infeliz madre habría descargado toda la ira provocada por mis revelaciones; y sé también que ella no ha amado a nadie como al malvado que ha conseguido a fuerza de arterías, dominar su corazón de una manera inaudita. Mi madre está apasionada hasta el delirio. Así, pues, la división que hubiera yo provocado habría tenido espantosas consecuencias; mientras que mi fuga las tendrá menores, porque yo le explicaré cómo y por qué la he llevado a cabo; y sabiendo que me mantengo honrada, sufrirá menos.
He hecho a ustedes una nueva explicación que les habrá dado, mejor que la primera, la idea de mi carácter. Ahora bien: conozco lo que he hecho y lo que me debo a mí misma de hoy en adelante. Que hable el mundo, con tal de que mi conciencia me absuelva; que descargue los golpes de su severidad sobre mi frente; no por eso dejaré de levantarla menos erguida, porque sé que todavía está pura. Soy de esas mujeres excepcionales que no necesitan de su familia para defender su virtud, porque les basta su dignidad. Soy de esas mujeres que piden, para vivir tranquilas, la aprobación de su conciencia y que desprecian lo demás. Rica, quizá mi posición me impondría tiránicas exigencias a que tuviera que acceder; pero hoy, pobre, quedaré más independiente, y el trabajo me resguardará de todo peligro. Soy joven, soy fuerte, tengo la energía varonil que he bebido en los consejos de mi padre, que era un hombre de corazón; he recibido una educación esmerada y nada común, y, sobre todo, ¡tengo confianza en Dios! Puedo, merced a la aplicación con que me he dedicado a aprender varios de los ramos que me han enseñado, no tener necesidad de acudir al mezquino medio de la costura en una población como ésta, peligro que sí tenía en México por mi falta de relaciones y por la abundancia de personas iguales a mí. Así es que respecto a mi situación, yo sólo rogaré a ustedes que me hagan conocer de algunas familias, y de este modo comenzaré a trabajar, cosa que deseo… por ustedes y por mí —incluyó la joven, mirando tímidamente al inglés.
Este, aunque admirado, como yo, del carácter singular de Julia, parecía meditabundo, y aún después de que ella acabó de hablar se quedó reflexionando en silencio.
En cuanto a mí, no reflexionaba: admiraba. Ya había tenido ocasión, desde que nos encontramos a la hermosa joven en Puebla, de apreciar su valor, la independencia de sus ideas, la originalidad de su talento y, sobre todo, su resolución, que a su edad y en sus circunstancias era rarísima en una persona de su sexo. Pero a mí no me había sorprendido tanto todo este conjunto extraordinario de cualidades, porque debo decírtelo francamente: conocía yo a la mujer por las novelas y no por el trato del mundo, y Julia, a juzgarla según los tipos romancescos que yo conocía, no era una mujer rara. Después, cuando he entrado completamente en la vida real, cuando he tratado a las mujeres de México, he podido comprender que Julia era una excepción. Su tipo es rarísimo, y sólo de tarde en tarde suele dibujar la crónica uno semejante.
IX
Como quiera que sea, al acabar de hablar esta vez Julia, yo me sentía más subyugado aún que antes. Aquella naturaleza enérgica y ardiente influía en mi alma de una manera irresistible; Julia era la mujer de mis sueños; esa mujer hermosa, inteligente, apasionada, que yo había evocado con frecuencia en mis delirios de joven y que se me había aparecido también, divina creación de mi fantasía ardorosa, bañándome con las llamas de su mirada, haciendo estremecer mi pobre corazón con las promesas de su sonrisa, iluminando mi existencia oscura y pobre, con todas las esperanzas del amor y de la felicidad.
¡Oh, sí! Julia era mi ideal: una mujer—leona incapaz de someter su cuello de reina a las cadenas de ninguna servidumbre; incapaz de sacrificar su corazón como una hostia impura, en aras de ningún interés miserable; bastante soberbia para romper y hollar bajo sus pies de diosa esos grillos que se llaman las exigencias del mundo. Julia quería ceñir su altiva y blanca frente, no con la corona de oropel que alarga la mano arlequinesca de la preocupación, sino con la corona de azucenas que la conciencia invita a aceptar de mano de la virtud verdadera, de esa virtud que desprecia el certificado de la sociedad, porque cuenta con el sello de Dios.
Todo lo tenía para mí esa joven extraordinaria. Una belleza poética y majestuosa; una inteligencia magnífica y elevada; un corazón ardiente y resuelto; una dignidad que no por estar unida a una dulzura inmensa era menos firme; una franqueza incapaz de velar sus sentimientos. Esta última cualidad la hacía más adorable aún, porque la alejaba de esa pobre y vulgar coquetería que obliga a las mujeres a fingir una amabilidad que no tienen, y también de esa reserva gazmoña y antipática que las obliga a ocultar sus afectos bajo una máscara de nieve.
Nunca me han agradado las coquetas, amigo mío; y eso no porque carezcan de ciertos atractivos, sino porque siento junto a ellas algo parecido al perfume alcohólico que exhalan las flores de trapo, a las que se empapa de esencia para darles mayor semejanza con las flores naturales.
Las coquetas son flores de trapo. Prefiero las naturales, como debes suponer.
En cuanto a estas mujeres que se imponen por orgullo o por educación el deber de reservar sus sentimientos, aunque desborden de su alma, las compadezco cuando son víctimas; las detesto más que a las coquetas cuando hacen sufrir; y me parecen tan infames como el médico que mirase impasible a un enfermo estando en su mano curarlo; como el nadador que se divirtiese en ver desde la orilla del mar a un náufrago perecer entre las olas, por falta de auxilio.
Julia no era así; era incapaz de ser así. La conocía yo hacía pocos días; pero eso me bastaba para asegurarlo. Además, había en el fondo de su carácter algo de tristeza, dulce y sublime tristeza, eterna compañera de las almas elevadas y de las naturalezas enérgicas.
Así, el semblante de Julia, tan juvenil y fresco, tan radioso y altivo, se nublaba a veces con una expresión de súbita tristeza que le daba un aspecto de una de aquellas heroínas de Byron, martirizadas por tremendas pasiones.
¡Ay, amigo mío! ¡Qué mujer era Julia para adorarla! Y ¡qué mujer para ser amado por ella!
Comprendo ahora por qué una mujer así, que se encuentra uno en los primeros senderos de la vida, decide fatalmente de nuestros destinos, de nuestras creencias, de nuestra dicha. Si ella quiere, si ella nos ama, convierte para nosotros la vida en un paraíso constante. Si deseca nuestro corazón con su desprecio o con su perfidia, hace de la existencia un desierto fastidioso y eterno, del que desea uno salir cuanto antes.
X
Pero me parece que he perdido el hilo de mi narración.
Te decía que el inglés se quedó reflexionando luego de que Julia acabó de hablar.
Pues bien, después de aquella generosa y franca manifestación de la joven no se podía menos que ser caballeroso y delicado, so pena de pasar por un imbécil o un miserable. El inglés lo comprendió, y dijo a Julia, sonriendo:
—Estoy admirado de oír hablar a usted así, Julia, porque sus palabras respiran valor y virtud; pero de ningún modo puedo admitir las resoluciones de usted. ¡Permitirle que trabaje para vivir! Esto es muy noble para usted, pero sería indigno para nosotros. Los vínculos que nos unen a usted no son los de la familia; pero son los de la amistad, tan sagrados como aquéllos, y por eso nos creemos en el deber de velar por usted. Además, Julia, si fuésemos pobres, si la substancia de una débil criatura como usted viniese a disminuir nuestro pan, todavía nos consideraríamos afortunados en poder ofrecérselo, aunque usted tendría más razón en querer rehusarlo; pero nuestra posición está fuera de ese peligro, somos ricos, y la obligación que nos imponemos con usted nos es tan grata como poco onerosa. Por lo demás, mis relaciones en México son poderosas y bastantes para arreglar sus asuntos de familia, como lo espero, sin dificultad y sin escándalo, poniéndola a usted fuera del peligro que temía, y asegurándole el porvenir a que tiene usted derecho por sus virtudes y por su posición social. Ahora descanse usted confiada y tranquila; mañana hablaremos más todavía. Julián se encargará, como un hermano de usted, de arreglar todo lo necesario a su bienestar para que no se hastíe pronto de este destierro, al cual sólo los negocios pueden confinar a uno.
Julia pareció conformarse en todo con las intenciones del inglés, y se quedó alegre, feliz y llena de esperanza.
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