Cuentos de Navidad
Se podría decir que Dickens inventó la Navidad, pues ningún otro escritor ha evocado con tanta maestría el espíritu, jubiloso y elegíaco a un tiempo, de ese periodo final del año.
En los relatos de ambientación navideña se entreverán los motivos principales del mundo dickensiano: la caridad, la infancia, los mitos populares, las desigualdades sociales, los sueños y la magia.

Charles Dickens
Cuentos de Navidad
(1850 - 1867)
ePub r1.0
Titivillus 28.07.15
Charles Dickens, 1948
Traducción: José Méndez Herrera
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

Nota preliminar
QUE el tema de la Navidad era casi consustancial a Dickens, lo sabrá ya el lector que haya buceado un poco en la vida del autor. La dulzura de la época, la alegría del fuego, que da luz y calor, y ríe al crepitar, y vela los ojos de humo —disfraz de llantos y recuerdos—, es casi un rito en el hogar victoriano. Un rito creador también para el autor, pues cada vez que se celebra en el altar del pueblo, a él le entra el calofrío de la inspiración y es un impulso de savia el que siente, hasta estallar a punto de pluma en el firmamento literario.
Desde que en 1842 escribió su Canción de Navidad, vaso sentimental en donde han bebido tantas generaciones de lectores, grandes y chicos, hasta sentir el mareo de su ternura, apenas pasará año sin que la vara de nardo de su pluma florezca de nuevo y lance su aroma a los aires como una música más unida al concierto de villancicos.
La revista Palabras del Hogar, que abastecía de materia dickensiana al público desde marzo de 1850, publicó en diciembre de ese año un número dedicado a la Navidad, y en él apareció un trabajo de Dickens titulado Un árbol de Navidad, detallada descripción de todos los objetos que pueden colmar los infinitos sueños infantiles y donde él los convierte en talismanes.
Éste señaló el comienzo de la serie de números navideños que, aun después de acabada la vid de aquella publicación, tendrá su resurrección en Alrededor del Año, y, a partir de 1851, el número correspondiente a las Navidades fue siempre extraordinario, distinto de la serie normal.
Luego, en 1852, Dickens trató de que aquel número se convirtiese en, un verdadero árbol de Navidad, donde otros autores colgasen también sus adornos luminosos, sus globos de luz o sus regalos más grises. El contacto con las que acudían a colgar su presea de la rama literaria se hizo tan perfecto, que casi fue fusión, injerto en el tronco común. Así, Dickens sólo fue autor de pequeñas partes de los trabajos esparcidos. Especialmente con Wilkie Collins, la colaboración fue estrechísima, acaso porque también en éste palpitaban el amor a los trasgos y los aparecidos y la simplicidad de su radicalismo subversivo. Ha podido, sin embargo, diseminarse perfectamente cuáles son los capítulos debidos a la pluma de Dickens, y por eso en esta recopilación se publican únicamente los auténticamente suyos, con la única excepción de Sin salida, correspondiente al año 1867, en el que colaboran de modo tan completo, que Dickens y Collins resultan inseparables.
En muchos de estos breves trabajos —aparte ese don descriptivo que lleva a la certeza de todos los detalles—, se revela esplendorosa la vena cómica de Dickens. Con razón dijo Gissing que cuando Dickens discurre con su pluma mojada en tintes agradables para hablar de temas agradables por sí solos, o singularmente sugestivos para la reflexión humorística, es cuando su estilo no tiene tacha ninguna. Entonces la materia que él trabaja con su prosa es cera blanda en su habilidad formativa, y todo sale a medida de su deseo, que es su sentimiento, porque voluntad e impulsos van unidos, abrazados tan estrechamente, que no pueden dejar de llegar a la meta, que es el éxito. Así se pintarán de gozo sus caminos gráciles y chispeantes de risas de luz en su cielo navideño, como ojos que se cierran y se abren al soplo que levantan las alas que vuelan y revuelan.
Tuvieran que reír mucho, sin duda, los lectores de 1862, 1863 y 1864 con los tres trabajos que dio a la luz en esos sucesivos años, porque el Dickens jocundo, sencillo y alegre, está allí auténticamente lozano. El equipaje de alguien, Las habitaciones de la señora Lirriper y La herencia de la señora Lirriper son una espuma del humor de la época, y aunque alguien quisiera clasificarlos en los campos de lo ridículo, lo extravagante o lo exagerado, lo indudable es que son algo perfecto, magnífico en su desequilibrio, bello en, sus desigualdades, como lo es una flor, un árbol o una ilusión.
Si saltamos a la acera de enfrente, si pasamos a los antípodas de nuestros héroes grotescos, encontramos también a un Dickens perfectamente realista, aunque tanto se le ha tachado de lo contrario. En Las recetas del doctor Marigold penetramos en una senda que algunos de sus críticos creyeron inexistente en su paisaje: la sobriedad en el sentimiento. Excesivo en el llanto otras veces, nos enfrentamos aquí con una escena tan intensamente dramática como aquélla en que el buhonero advierte la muerte de su hijo entre sus brazos, mientras la muchedumbre a la que él divierte con sus bufonadas atruena el aire de carcajadas —un anticipo del campoamorino gaitero de Gijón—, y cuando pudiera haberse esperado un Dickens desbordante dé lágrimas literarias, desatado en trágicos extremos, lacerante de doloridos trozos, lo vemos sencillo, casi callado, sin, gestos desorbitados, sin aspavientos, comprendiendo que en el silencio puede caber una aguja más honda de dolor que en el alarido.
Desde luego, el éxito de público, como en casi todas sus obras, fue auténtico, y lord Lytton le felicitó por la obra, que alcanzó la respetable venta de doscientos cincuenta mil ejemplares inmediatamente. Después pasó a ser una de sus lecturas favoritas ante el público.
La novelita Sin salida, escrita, como ya hemos dicho, en total colaboración con Wilkie Collins, fue convertida por éste —mientras Carlos andaba de trotamundos por América— en drama para la escena, y creación de Fletcher, y aún llegará a tiempo Dickens de verla representada en París debidamente traducida.
En El equipaje de alguien, con el monólogo del soldado; en La Posada del Acebo, con, la perfecta descripción de posadas y mesones, en la que el tema parece agotado definitivamente para todos, y, en fin, en toda la serie de pequeños trabajos que forman parte de esta serie, palpita una vez más la vivacidad perenne de su espíritu, la frescura de su sentimiento y la noble aura de la risa, que es un viento suave que da lozanía al alma.
Dickens había intentado recoger sus Cuentos de Navidad en un solo volumen; pero le llegó la hora de la muerte sin haber podido realizar su propósito. Chapman y Hall publicaron en 1871 —un año después de su muerte— una colección de aquéllos; pero en esta recopilación, no entraron algunos ya incluidos por el propio Dickens en Trabajos reimpresos, selección de sus propios trabajos en Palabras del Hogar, que había editado en volumen aparte en 1858. Estos trabajos se han trasladado a este lugar como parte integrante de los Cuentos de Navidad, de acuerdo con el criterio que ha prevalecido después entre los editores de las obras de Dickens.
http://www.victorianweb.org/espanol/index.html
http://www.victorianweb.org/espanol/autores/collins/dickens1.html
UN ÁRBOL DE NAVIDAD
A Christmas Tree, 1850
Estuve contemplando esta noche a un grupo alegre de niños, reunidos en torno a un lindo juguete alemán: un árbol de Navidad. Estaba plantado en el centro de una mesa redonda muy grande, y se erguía muy por encima de las cabezas de aquéllos. Se hallaba iluminado con multitud de velitas, y centelleaba por todas partes, deslumbrante de objetos brillantes. Escondidas entre sus verdes hojas había muñecas de mejillas sonrosadas, y colgando de sus innumerables ramitas veíanse auténticos relojes (por lo menos, sus manecillas podían moverse, y se les daba toda la cuerda que uno quería); sujetas entre las ramas, como para amueblar una casa de hadas, había mesas, sillas, camas, roperos, todos ellos barnizados a la francesa, y relojes con cuerda para ocho días, y otros utensilios domésticos maravillosamente fabricados de metal en Wolverhampton; veíanse igualmente en el árbol hombrecitos alegres y de cara regordeta, mucho más atrayentes que bastantes hombres de carne y hueso (lo cual no debe maravillar, porque sus cabezas eran postizas y estaban atiborradas de confites); había violines y tambores, panderos, libros, cajas de herramientas, cajas de pinturas, cajas de dulces, cajas de estampas para mirar por un agujero; cajas, en fin, de todas clases; había, para las niñas grandecitas, diademas mucho más brillantes que las joyas y el oro de las personas mayores; había cestillos y alfileteros en gran variedad; había fusiles, espadas y banderas; y brujas, en pie dentro de un círculo mágico de cartón, dispuestas a decir la buenaventura; había perinolas, trompos zumbadores, estuches de agujas, seca-plumas, botellas de sales, pinturas de hombres ilustres, sujeta-ramilletes; frutas de verdad a las que se había dado un brillo deslumbrador bruñéndolas con oro en hojas; manzanas, peras y nueces artificiales, llenas de sorpresas; en una palabra, y para emplear la frase que una linda niña que estaba delante de mí pronunció, dirigiéndose a otra linda niña, su amiga del alma: «Hay de todo y más». Esta abigarrada colección de los objetos más diversos, que llenaba el árbol como con frutos de magia, y que reflejaba el brillo de las miradas que desde todas partes le dirigían (algunos de los ojos diamantinos que le admiraban, apenas si alcanzaban el nivel de la mesa, y otros languidecían poseídos de un asombro tímido en brazos de lindas mamás, tías y niñeras), plasmaba en realidad viva todas las fantasías de la niñez; y me hizo pensar a mí en que todos los árboles que crecen y cuantas cosas nacen sobre la tierra tienen para la época inolvidable de la niñez sus adornos naturales.
He vuelto a mi casa, estoy sin mi familia, y soy la única persona que hay despierta en aquélla; mi pensamiento, arrastrado por una fascinación de la que me dejo llevar, vuelve a los tiempos de mi propia niñez. Empiezo por preguntarme qué cosa es, de todo cuanto había en el árbol de Navidad de nuestras Navidades infantiles, aquella de que mejor nos acordamos, y que nos sirvió para encaramarnos a la vida real.
En el acto surge un árbol frondoso en el centro de la habitación, pero sin que entorpezcan su crecimiento paredes, o un techo de poca altura; mirando hacia lo alto de la soñadora luminosidad de su copa (porque observo en este árbol la singular propiedad de que crece hacia abajo, con las raíces en el cielo), examino mis recuerdos navideños más lejanos.
Y lo primero que veo son todo juguetes. Allá, entre el verde acebo y las bayas rojas, está el tentemozo, con las manos metidas en los bolsillos, empeñado en no tumbarse jamás, y que en cuanto lo colocan en el suelo da vueltas y más vueltas a su cuerpo gordinflón, hasta que logra el equilibrio, y se me queda mirando con sus ojos saltones; yo fingía entonces reírme mucho; pero allá, en el fondo de mi corazón, me quedaba bastante receloso del tentemozo. Junto a éste, veo la infernal caja de sorpresa, de la que salía disparado un endemoniado abogado vestido de negra toga, con una repugnante cabeza de pelo; la boca, de tela colorada, abierta de par en par, una figura que me resultaba insoportable, pero de la que no podía desembarazarme, porque en mis pesadillas soñaba con cajas de sorpresa enormes, y el abogado salía agigantado de su interior cuando menos lo esperaba. Tampoco está lejos la rana con cera de zapatero en la cola; nunca se sabía de dónde iba a saltar, y cuando volaba por encima de la vela y se plantaba en la palma de la mano de uno con sus espaldas moteadas (rojo sobre fondo verde), resultaba horrible. Más bondadosa, y además bella, era la dama de cartón con falda de seda azul a la que colocaba tiesa sobre el fondo del candelero para que bailase, y a la que veo ahora en la misma rama; pero no puedo *decir lo mismo del hombre de cartón, figura más grande que la de la mujer, y al que solía colgarse de la pared y se hacía funcionar con un cordel; su nariz tenía una expresión siniestra, y cuando se abrazaba el cuello con las piernas (cosa que ocurría con mucha frecuencia) resultaba espantoso, y no era como para quedarse a solas con él.
¿Cuándo me miró por vez primera esa horrenda máscara? ¿Quién se la puso, y por qué me asusté yo tanto, que el día en que la vi cuenta como una fecha memorable en mi vida? En sí misma no resulta tan repugnante; ¿fue fabricada incluso con el propósito de que hiciese tan insoportables sus estúpidas facciones? Con seguridad que no fue por el hecho de que ocultase las facciones de quien la tenía puesta. Con tapárselas con un delantal, el efecto habría sido el mismo, y, aunque yo prefiriese verlo sin el delantal, no me habría producido, de todos modos, un efecto intolerable, como la máscara. ¿Sería quizá la inmovilidad de ésta? También la cara de la muñeca era rígida, y no me asustaba de ella. ¿Sería acaso que el cambio que producía en una cara auténtica, al ponerla rígida e impasible, infundió a mi acelerado corazón alguna sugerencia lejana y algún temor del cambio universal a que se ven un día sometidas todas las caras, hasta quedar inmóviles? El hecho es que jamás pude reconciliarme con la máscara. Ni los tambores del regimiento, que al dar vuelta a una manivela dejaban oír un tamborileo melancólico; ni los soldados, con su banda muda de música, sacados de una caja y colocados uno a uno en un pequeño juego de pinzas extensibles; ni la anciana, hecha de alambres y de una pasta de papel moreno, que cortaba un pastel para dos niños pequeños; nada de eso consiguió en mucho tiempo tranquilizarme de una manera definitiva. Ni tampoco me satisfizo el que me mostrasen la máscara y me hiciesen ver que estaba hecha de papel, ni el que la guardasen bajo llave y me diesen la seguridad de que nadie se la pondría.
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