El simple recuerdo de aquella cara rígida, el simple conocimiento de que existía en alguna parte, bastaba para que me despertase durante la noche, sudoroso y horrorizado, con un «¡Estoy seguro de que viene! ¡Oh esa máscara!».
Jamás, por el contrario, pregunté de qué estaba hecho el borriquito cargado con los serones. ¡Ahí está! Recuerdo que su piel parecía auténtica al tacto. Y tampoco me pregunté jamás qué era lo que había puesto de una manera tan rara al gran caballo negro de manchas rojas por toda la piel, un caballo en el que yo podía montarme; y jamás se me ocurrió dudar de que no fuesen corrientes los animales como aquél en Newmarket. Parece que los cuatro caballos de un color indeterminado que están junto al anterior, que se ponían de tiro al carro de quesos, y que podían desengancharse y estabular debajo del piano, tenían las colas de trocitos de piel de esclavinas y también las crines; no tienen ya patas, sino pequeñas estacas, aunque no se hallaban en tal estado cuando fueron traídos como regalo de Navidad a casa.
En aquel entonces estaban perfectamente; tampoco tenían, como ocurre ahora, los arneses clavados descuidadamente al pecho. Yo descubrí por mí mismo que el mecanismo tintineante del carro musical estaba hecho de alambre y de monda-dientes de pluma de ave, y siempre fui de opinión que el pequeño tentemozo que estaba en mangas de camisa, y que subía constantemente por un armazón de madera para caerse de cabeza por el lado opuesto, era un individuo que no estaba en sus cabales, aunque era buena persona; pero la gran maravilla y el enorme encanto lo constituía la escala de Jacob, que se encuentra al lado del anterior, y que está compuesta de pequeños trozos cuadrados de madera roja que subían entre sacudidas y traqueteos, uno por encima de otro, poniendo a la vista cada cual un cuadro distinto, y todo ello alegrado con un tintineo de campanillas.
¡Ah! ¡La casa de muñecas! Yo no era su propietario, pero sí visita en ella. Ni el edificio del Parlamento me inspiraba la mitad de admiración que aquella casa de fachada de piedra, ventanas con cristales auténticos, escalinata de puerta y un verdadero balcón… de un color mucho más verde que los que veo ahora, salvo en las ciudades veraniegas (y aun en éstas sólo se trata de pobres imitaciones). Confieso que fue un golpe para mí, porque mataba la ficción de una escalera principal el que todo el frente de la casa se abriese de una pieza; pero, como en seguida volvía a cerrarse, aún me era posible seguir con mi ilusión. Aun cuando estaba el frente abierto, la casa tenía dentro tres cuartos diferentes: el de estar; el dormitorio, amueblado con lujo, y el mejor de todos, la cocina, con unos útiles para el fuego de una blandura extraordinaria, y un abundantísimo surtido de utensilios diminutos… ¡Oh aquella sartén que estaba puesta al fuego!… Y la silueta en hojalata de un cocinero que estaba siempre preparándose para freír dos peces. ¡Qué justicia ilusoria tengo hecha a los nobles festines en los que figuraba el juego de fuentes de madera, cada una con su golosina especial, tales como jamón o pavo, pegados fuertemente con cola a la fuente, y guarnecidos con una cosa verde, que a mí se me ha antojado siempre que era moho! Ni todas las actuales sociedades de templanza reunidas serían capaces de servirme un té como el que yo he bebido en aquel pequeño juego de porcelana azul que hay más allá, y que contenía líquido auténtico (recuerdo que se vertía del barrilito de madera, que sabía a cerillas y que hacía del té un verdadero néctar). Y ¿qué más daba que las dos manos de las innocuas y diminutas pinzas del azúcar se aplastasen una contra otra, y no hubiese en qué emplearlas, como le ocurría a Punch con sus manos? Y si en una ocasión empecé a chillar a la manera de un niño envenenado y sumí a la elegante concurrencia en plena consternación, por haberme bebido una cucharadita de aquel líquido, disuelto inadvertidamente en té demasiado caliente, nada malo me pasó, fuera de los polvos purgantes que tuve que tomar.
¡Qué apretadamente empiezan a colgar los libros en las ramas próximas a un nivel más bajo, junto al verde cilindro apisonador y las demás herramientas de jardín en miniatura! Los libros son al principio de poco grosor, pero muy abundantes, y tienen tapas deliciosamente suaves de un rojo o un verde brillantes. ¡Qué letras negras más gruesas en los comienzos! La letra A era un arquero, que disparaba contra una rama. Eso era; y también un abejorro. ¡Ahí está! Muchísimas cosas era esa A, y eso mismo les ocurría a casi todas sus amigas, con excepción de la X, que tenía tan poca versatilidad, que jamás la vi pasar de xilofón o xilomancia; y la Y, reducida siempre a yata o a yola; y la Z, condenada por siempre jamás a ser zafiro y zagal. ¡Mas he aquí que el árbol se transmuta en este instante, convirtiéndose en el tallo de habichuela por el que Juanito trepó a la casa del gigante! Y ¡surgen en seguida los terriblemente interesantes gigantones de dos cabezas, llevando al hombro sus mazas, y empieza una multitud de ellos a caminar a grandes zancadas por entre la maleza, arrastrando por los cabellos a señores y damas, a los que llevan a sus casas para comérselos! Y ¡qué noble se aparece Juanito, con su espada cortante y sus pies voladores! Ahora que lo miro, surgen de nuevo ante mí las meditaciones de entonces, y me pregunto si hubo acaso más de un Juanito (cosa que se me hace dura de creer), o si fue tan sólo uno, el auténtico y original Juanito, el que llevó a cabo todas las hazañas que se cuentan.
Muy a propósito resulta para Navidad el color encarnado de la capa en que la pequeña Caperucita Roja (el árbol es por sí solo un bosque por el que ella puede caminar con su cesta) viene a contarme en esta Nochebuena la crueldad y la traición del lobo disfrazado que se comió a su abuela, sin calmar con ello su apetito, y que luego se la comió a ella, después de hacer aquel chiste feroz acerca de sus dientes. Caperucita Roja fue mi primer amor. Tenía la convicción de que, si hubiese podido casarme con ella, habría conocido la felicidad perfecta. Pero eso no había de ocurrir, lo único que se podía hacer era acechar al lobo en el Arca de Noé y ponerlo entre los últimos del cortejo encima de la mesa, como a un monstruo al que era preciso degradar. ¡Oh la maravillosa Arca de Noé! Cuando la colocaron en un barreño no pareció capaz de navegar; por consiguiente, los animales estaban amontonados encima del tejado, y, para poder meterlos en el Arca, hubo que achicarles las patas, y una vez encerrados, empezaron a caer fuera, porque la puerta se hallaba cerrada de un modo imperfecto con un simple pasador de alambre… Pero ¿qué inconveniente era ése? ¡Había que ver a la noble mosca, una o dos veces más pequeña que el elefante, y a la mariquita de San Juan, y a la mariposa, todas ellas verdaderas obras maestras! ¡Había que ver al ganso, que tenía los pies tan pequeños y guardaba tan mal el equilibrio, que a cada paso se caía hacia adelante, derribando a todos los animales de la creación! ¡Había que ver a Noé y a su familia, que parecían absurdos tarugos de tabaco, y al leopardo quedarse pegado a los deditos calientes, y las colas de los animales mayores que se iban convirtiendo gradualmente en raídas fibras de cordelillo!
¡Chis! Aquí tenemos otra vez un bosque, y alguien encima de un árbol… No es Caperucita Roja, ni Valentina, ni el Enano Amarillo (por cierto que no había hecho mención de él ni de todas las maravillas de la Tía Chichones); es un rey oriental con turbante y cimitarra que relampaguea. ¡Por Alá! Son dos los reyes orientales, pues estoy viendo otro que mira por encima de su hombro. Sobre la hierba, al pie del árbol, duerme tumbado en el suelo cuan largo es, un gigante negro como el carbón, y su cabeza descansa en el regazo de una dama; junto a ellos se ve una caja de cristal, cerrada con cuatro candados de acero brillante; dentro de ella encierra el gigante a la dama cuando está despierto. En este instante veo en el cinto del gigante las cuatro llaves. La dama llama por señas a los dos reyes que están en el árbol, y éstos bajan silenciosamente. Es una escena de las bellas Mil y una noches.
Pero he aquí que las cosas más corrientes se convierten para mí en extraordinarias y encantadas. Todas las lámparas son maravillosas; todos los anillos son talismanes. Los tiestos vulgares de flores están llenos de oro recubierto con una ligera capa de tierra; los árboles están hechos para que Alí Babá se esconda en ellos; los bisteques no tienen otra finalidad que la de tirarlos al Valle de los Diamantes para que las piedras preciosas se peguen a ellos y luego las águilas se los lleven a sus nidos, de los que los mercaderes las ahuyentarán a gritos. Las tartas están hechas de acuerdo con la receta del visir de Basora, que se hizo pastelero después que lo dejaron sin más que sus calzones a las puertas de Damasco; los zapateros son todos Mustafás, y saben volver a coser a las personas descuartizadas cuando se los lleva hasta ellas con los ojos vendados.
Un aro de hierro, remachado en una piedra, es la entrada a una caverna que sólo espera la llegada del mago, de la pequeña hoguera y de las ceremonias nigrománticas que han de hacer que la tierra se estremezca. Todos los dátiles importados proceden del mismísimo árbol que aquel otro dátil mal-aventurado con cuyo carozo le sacó el mercader un ojo al hijo del genio invisible. Todas las aceitunas provienen de la cosecha aquella que dio ocasión a que el Comendador de los Creyentes escuchase sin ser visto la manera que tuvo el muchacho de hacer la simulación del juicio contra el fraudulento mercader de aceitunas; todas las manzanas están emparentadas con la que le compraron al hortelano del sultán por tres cequíes (junto con dos más), y que el grandullón esclavo negro robó luego al niño. Todos los perros guardan relación con aquel que era un hombre convertido en perro, y que saltó al mostrador del panadero y puso la pata encima de la moneda falsa. Todo el arroz me recuerda al que aquella horrible mujer-vampiro tenía que picotear grano a grano en castigo de los festines nocturnos que se daba en los cementerios.
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