Yo quería hablaros del viejo Cheeseman y no de cómo nuestros compañeros ven arruinada su salud por el afán de ganar dinero con ellos.
No hay más que fijarse en los pasteles; la masa no está hecha de hojuelas. Es una cosa sólida, que parece plomo humedecido. Mis compañeros se la comen, y tienen de noche pesadillas, y les hace incorporarse en la almohada, porque gritan y despiertan a los demás. ¿Quién puede extrañarse de que lo hagan?
El viejo Cheeseman se levantó una noche sonámbulo, se puso el sombrero encima del gorro de dormir, echó mano a una caña de pescar y a una maza de criquet y bajó a la sala de recibir, donde, como es natural, lo tomaron por un fantasma. Estoy seguro de que no hubiera hecho una cosa semejante si las comidas hubiesen sido sanas. Yo me imagino que les vamos a dar un disgusto cuando todos nosotros nos volvamos sonámbulos.
El viejo Cheeseman no era entonces profesor de segundo de latín; sólo era becado. Cuando lo llevaron al colegio era muy pequeño, y llegó en una silla de posta acompañado de una mujer, que no hacía otra cosa que tomar rapé y zarandear al niño; de esto era de lo que mayormente se acordaba. No fue nunca a pasar las vacaciones en casa. No hizo nunca estudios extra, y sus cuentas eran enviadas a un Banco y pagadas por éste; dos veces al año le compraban un traje marrón; a los doce calzó sus primeras botas, que siempre le venían grandes.
Durante las vacaciones de verano, algunos de nuestros compañeros que vivían a corta distancia solían ir de paseo hasta el colegio y trepaban a los árboles de la parte exterior del campo de juego nada más que para ver al viejo Cheeseman que estaba allí leyendo solitario. Fue siempre un hombre tan flojo como el té, el té que nos daban, ¡que ya es decir! Cuando los muchachos le silbaban, él levantaba la vista y saludaba con la cabeza; cuando le preguntaban: «¡Hola, viejo Cheeseman! ¿Qué te dieron de comer?», él contestaba: «Carnero hervido»; y si le decían: «¿No te sientes muy solo, viejo Cheeseman?», contestaba: «Un poco aburrido a veces». Entonces le gritaban: «¡Adiós, pues, viejo Cheeseman!», y se descolgaban al suelo. Naturalmente que era abusar del viejo Cheeseman el no darle durante todas las vacaciones otra cosa que carnero hervido; pero así andaban las cosas. Cuando no le daban carnero hervido, le servían budín de arroz, como si le diesen un festín. De ese modo se ahorraban la cuenta del carnicero.
Así fue creciendo el viejo Cheeseman. Además de la soledad, las vacaciones le traían otras molestias, porque cuando los compañeros regresaban de vacaciones, muy a disgusto, él se alegraba de verlos, y esto los irritaba, porque ellos no se alegraban de volver a verlo a él, y así es como le dieron más de una cabezada contra la pared, llegando incluso en una ocasión a sangrar por la nariz. Pero, en general, lo queríamos todos mucho. En cierta ocasión le abrimos una suscripción, y, para darle ánimos, antes de salir nosotros de vacaciones, le regalamos dos ratitas blancas, un conejo, una paloma y un espléndido cachorro. El viejo Cheeseman lloró al recibir el obsequio…; pero lloró mucho más cuando, poco después, los animales se comieron los unos a los otros.
Como es natural, le habíamos puesto al viejo Cheeseman toda clase de apodos, sacados de los distintos quesos, en honor a su nombre: Dutchman, Double Gloucesterman, Family Cheshireman, North Wiltshireman y otros así. Pero él nunca se molestaba. Yo no quiero decir, al llamarle viejo, que tuviese muchos años, porque no los tenía, sino que desde el principio lo llamamos así: viejo Cheeseman.
Llegó un momento en que al viejo Cheeseman le nombraron pasante de latín. Una mañana, al empezar el semestre, fue presentado a todo el colegio con ese título y con el tratamiento de «señor Cheeseman». Todos los escolares convinimos entonces en que el viejo Cheeseman era un soplón, un desertor, que se había pasado al enemigo y que se había vendido por dinero. No le valió el que se hubiese vendido por una cantidad muy pequeña, dos libras y diez chelines al trimestre, además de la ropa lavada, según nos dijeron. En una reunión de un Parlamento que se formó para discutir el caso, se votó que únicamente había que pensar en los motivos mercenarios que habían impulsado al viejo Cheeseman y que «había acuñado dracmas con nuestra sangre». Esta frase la sacó el Parlamento de la escena en que riñen Bruto y Casio.
Una vez votado de manera tan rotunda que el viejo Cheeseman era un terrible traidor, que nos había ganado la confianza con el propósito de conseguir el favor de la Dirección, revelando todos los secretos que había conseguido descubrir, se invitó a los escolares valerosos a que se afiliasen a una sociedad para formar una pandilla en contra de él. El presidente de la sociedad fue un muchacho que se llamaba Robertito Tarter. Su padre estaba en las Indias Occidentales, y Robertito solía decirnos que tenía muchos millones. Gozaba de gran influencia entre nuestros compañeros, y escribió una parodia, que empezaba de este modo:
¿Quién el bueno de tal modo se hacía
que, al hablar, ni siquiera se le oía,
y salió, sin embargo, un ruin espía?
El viejo Cheeseman.
Por el estilo de ésta eran las doce o más estrofas, que su autor solía cantar todas las mañanas muy cerca de la mesa del nuevo pasante. Enseñó también a uno de los muchachos de primer año, al pequeño Brass, el de la cara rubicunda, que se prestaba a todo, a que se acercase al pasante una mañana con su gramática latina y le dijese: «Nominativus Pronominum (Viejo Cheeseman), raro exprimitur (nunca fue sospechoso) nisi distinctionis (de ser un espía) aut emphasis gratia (hasta que demostró serlo). Ut (por ejemplo), vos damnastis (cuando traicionó a los muchachos).
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