Quasi (como si) dicat (hubiera dicho). Praeterea nemo (¡Soy un Judas!).»
Todo esto produjo profunda influencia en el viejo Cheeseman. Nunca había tenido mucho pelo; pero el que tenía empezó a quedársele más y más ralo cada día. Y cada día palideció más y se quedó más ajado; en ocasiones se le vio, después de oscurecido, sentado ante su mesa, con la vela ardiendo con largo pabilo, y él llorando con la cara oculta entre las manos. Pero ningún miembro de la sociedad podía mostrarle compasión, aunque la sintiese, porque su presidente declaró que aquello significaba que al viejo Cheeseman le remordía la conciencia.
Así fue viviendo el viejo Cheeseman. ¡Qué desgraciada vida la suya! El reverendo lo trataba con altanería, y también la mujer del reverendo, porque así lo hacían con todos los pasantes; pero quienes más lo hacían sufrir eran los escolares que no lo dejaban en paz un momento. Jamás fue con el cuento a los superiores; por lo menos, la sociedad no tuvo pruebas de ello. Sin embargo, de nada le valió, porque el presidente declaró que aquello no era sino fruto de la cobardía del viejo Cheeseman.
Una sola amistad tenía en el mundo; pero ésta era casi tan impotente como él, porque se trataba nada más que de una amiga: Juanita. Juanita era una especie de encargada del guardarropa de los escolares y se cuidaba de los baúles. Creo que entró en el colegio como una especie de aprendiza (algunos de nuestros compañeros decían que había sido recibida por caridad, pero yo no lo sé); terminado su aprendizaje, quedó en el colegio mediante un sueldo anual. En lugar de decir que se quedó a tanto por año, quizá debiera decir que se quedó a tan poco por año. Sin embargo; tenía ahorradas ya algunas libras en una Caja de Ahorros y era una moza muy simpática. No se podía decir que fuese del todo bonita; pero tenía una cara de expresión franca, honrada y alegre, y todos los escolares le tenían gran simpatía. Era extraordinariamente limpia y alegre y extraordinariamente servicial y afectuosa. Siempre que algún escolar tenía algún disgusto con su madre, buscaba a Juanita y le enseñaba la carta.
Juanita era amiga del viejo Cheeseman. Cuanto mayor era la guerra que le hacía la sociedad, más decididamente adicta se le mostraba Juanita. A veces le dirigía desde la ventana de su despensa una mirada tan animadora, que parecía que con ella se confortase el viejo Cheeseman para todo el día. Acostumbraba salir por el huerto y el jardín de la cocina (que siempre estaba cerrado con llave, ¡vaya que sí!) y cruzar por el campo de juego, aunque hubiera podido seguir otro camino; pero lo hacía con el exclusivo objeto de hacer una seña con la cabeza al viejo Cheeseman, como diciéndole: «¡Anímate!». El cuartito del joven estaba siempre tal limpio y arreglado, que no hacía falta preguntar quién lo cuidaba mientras el viejo Cheeseman estudiaba en su mesa; y cuando los escolares veían un budín bien caliente echando humo en el lugar que ocupaba el viejo Cheeseman en la mesa, sabían perfectamente, aunque les indignase, quién se lo había enviado.
Así las cosas, y después de muchas reuniones y debates, la sociedad resolvió que se conminase a Juanita a cortar toda clase de relaciones con el viejo Cheeseman, y si se negaba, que también ella fuese condenada por todos al ostracismo. Se nombró, pues, una Comisión, encabezada por el presidente, para que se entrevistase con Juanita y le pusiese al corriente de la resolución que se había visto la sociedad en el caso doloroso de aprobar. Todos la respetábamos mucho por sus buenas cualidades, y se contaba que en cierta ocasión había hablado al reverendo en su propio despacho, consiguiendo librar a un escolar de un severo castigo, movida solamente de su buen corazón. Por esas razones, la Comisión aceptó a disgusto el encargo. Se avistaron con ella, sin embargo, y el presidente la informó de todo. Juanita se puso muy colorada al oírlo, rompió a llorar y contestó al presidente y a la Comisión en un lenguaje que no se parecía en nada al que usaba de ordinario; les dijo que eran un hatajo de muchachos salvajes y llenos de malicia, acabando por echar del cuarto a todo el respetable cuerpo. En su consecuencia, se levantó acta en el libro de la sociedad (que se llevaba en una clave astronómica por temor a que lo descubriesen) de que se prohibía toda clase de comunicación con Juanita, y el presidente explicó a los miembros que aquélla era una prueba convincente del trabajo subterráneo del viejo Cheeseman.
Pero Juanita se mantuvo tan leal al viejo Cheeseman, como éste siguió siendo traidor a nuestros compañeros (en opinión de éstos, por lo menos), y continuó imperturbable siendo su única amiga. Esto llevó a la exasperación los ánimos de la sociedad, porque Juanita suponía para los socios una pérdida tan grande como la ganancia que suponía para el viejo Cheeseman; se mostraron más enconados aún con éste y lo trataron peor que nunca. Una mañana apareció su mesa vacía; se miró en su habitación, y también estaba vacía. Entonces corrió entre las caras pálidas de los escolares el rumor de que el viejo Cheeseman se había levantado muy temprano y se había ahogado.
Las miradas misteriosas que cambiaron entre sí, después del desayuno, los demás pasantes y el hecho elocuente de que no se esperaba al viejo Cheeseman, confirmó a la sociedad en esta opinión. Se empezó a discutir entre algunos si había que condenar al presidente a la horca o solamente al extrañamiento de por vida, y la cara de aquél demostró gran ansiedad por conocer cuál de los dos castigos iba a recibir. Dijo, sin embargo, que un Jurado de su patria siempre lo encontraría a él animoso, y que en su defensa les diría que se pusiesen la mano sobre el corazón y dijesen si ellos, como buenos británicos, encontraban bien que hubiese quien aportase pruebas contra un acusado, y qué pensarían si ellos se encontrasen en el mismo caso.
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