Mi mismo caballo-balancín (¡ahí está, con las ventanas de la nariz vueltas completamente hacia afuera, rasgo éste de pura raza!) debería tener una clavija en el cuello que le permitiese salir volando conmigo, igual que el caballo de madera que salió volando con el príncipe de Persia, a la vista de toda la corte de su padre.

Sí; todos los objetos que distingo en las ramas altas de mi árbol de Navidad están envueltos en esa luminosidad de lo maravilloso. Cuando, al rayar el alba, en las mañanas oscuras y frías de invierno, abro los ojos en mi cama y vislumbro confusamente en el exterior, a través de los cristales helados de mi ventana, la blanca nieve, oigo decir a Dinazarda:

—Hermana, hermana, si aún estás despierta, te ruego que des fin a la historia del joven rey de las Islas Negras.

Y a Scherezada, que contesta:

—Si mi señor el sultán me otorga otro día de vida, no solamente daré fin a esa historia, sino que os contaré otra.

Entonces el sultán, generoso, se retira sin dar la orden de que sea ejecutada, y los tres volvemos a respirar.

A estas alturas de mi árbol empiezo a ver una prodigiosa pesadilla acechando entre las hojas (quizá la produzcan el pavo, o el budín, a la empanada de carne, o todas estas fantasías, revueltas con Robinsón Crusoe en su isla desierta, y con Felipe Quarll entre los monos, y Sandford y Merton con el señor Barlow, y la Tía Chichones, y la máscara…, o quizá sea producto de una indigestión, ayudada por la fantasía y por el exceso de medicinas tomadas). Es una pesadilla tan extraordinariamente confusa, que no sé por qué me resulta aterradora…; pero me aterra. Lo único que consigo poner en claro es que se trata de un inmenso despliegue de cosas informes que parecen estar tiesas sobre una inmensa exageración de aquellas tenazas extensibles que servían para sostener a los soldaditos de juguete; se acercan lentamente hasta metérsele por los ojos, y después retroceden hasta situarse a una distancia inconmensurable. Cuando más sufro es cuando se acercan. Yo encuentro relación a esa pesadilla con el recuerdo de noches increíblemente largas; noches en las que fui enviado a la cama en castigo de alguna falta pequeña y en las que me desperté a las dos horas, con la sensación de haber estado dormido dos noches enteras, permaneciendo luego con la abrumadora desesperanza de que no llegaría jamás el alba, y bajo la opresión del peso del remordimiento.

Veo ahora una hilera maravillosa de lucecitas que surgen suavemente del suelo, delante de una inmensa cortina verde. Suena una campanilla, una campanilla mágica, que aún tintinea en mis oídos con timbre que no tiene ninguna otra campana, y se oye música, acompañada del murmullo de voces y del aroma fragante de cáscara de naranja y de aceite. De pronto, la campanita mágica da la orden de que cese la música, y la inmensa cortina sube majestuosa; empieza la obra. El leal perro de Montargis venga la muerte de su amo, asesinado villanamente en el bosque de Bondy, y el gracioso campesino de roja nariz y sombrero minúsculo, al que yo estrecho de allí en adelante contra mi pecho como al mejor de mis amigos (creo que era camarero u hostelero de un mesón de aldea, pero han pasado ya muchos años desde que él y yo nos conocimos), me hace notar que la sagacidad del perro es de veras extraordinaria; este pensamiento festivo vivirá fresco y lozano en mi memoria hasta el fin de los tiempos, sobreponiéndose a todos los chistes posibles. Luego derramo lágrimas amargas al enterarme de que la pobre Juana Shore, toda vestida de blanco y con su oscura cabellera suelta, vaga hambrienta por las calles; de que Jorge Barnwell ha matado al más digno de los tíos que han existido, y que sintió después tan profundo arrepentimiento, que yo creo que debería habérsela absuelto. Acude rápida a consolarme la Pantomima, ¡fenómeno estupendo!, y en ella los payasos son disparados por morteros hasta la gran araña, que parece una brillante constelación de luces, y en ella Arlequín, luciendo por todas partes escamas de oro puro, se retuerce y centellea igual que un pez de maravilla; y Pantalón (al que yo comparo con mi abuelo, sin ver en ello irreverencia) se mete en los bolsillos hierros al rojo y grita: «¡Alguien llega!», o acusa al payaso de pequeñas raterías, diciéndole: «¡Que te he vistado!». La Pantomima, en la que es posible todo con la mayor facilidad y en la que todo puede transformarse en cualquier cosa, en la que «no existe nada, pero basta pensarlo para que exista».

Percibo también ahora la primera experiencia que tuve de la triste sensación (que tantas veces había de volver a experimentar más adelante) de que al día siguiente no podría volver al aburrido mundo de la realidad; de que necesitaba vivir para siempre en la luminosa atmósfera que acababa de dejar; de anhelar locamente al hada pequeña de la varita mágica, y de suspirar por una inmortalidad de fantasía junto a ella. ¡Cómo vuelve el hada tomando mil formas, cuando mis ojos recorren las ramas de mi árbol de Navidad, y cómo se aleja otras tantas veces, sin que jamás hasta ahora haya permanecido junto a mí!

Cuando estoy en medio de este encanto surge el teatro de juguete… ¡Ahí está, con su proscenio familiar y las damas ataviadas con plumas, en los palcos!… Con todas las tareas anejas a él, con el engrudo y la cola, la goma y las acuarelas para caracterizar al molinero y a sus hombres, a Isabel o al desterrado de Siberia. A pesar de algunos accidentes y fracasos ocurridos (particularmente en la tendencia del respetable Kelmar, y de algunos otros, a sentir una irrazonable debilidad en las piernas y a doblarse en los momentos más emocionantes del drama), se ve allí un mundo completo de fantasías tan sugeridoras y tan universales que, muy por debajo de ese teatro de mi árbol de Navidad, veo como negros y sucios los auténticos teatros a la luz del día, y mis recuerdos los adornan como con las más frescas guirnaldas de las flores más raras, y logran encantarme todavía.

¡Cuidado! ¡Se oyen las murgas de Nochebuena, y rompen mi sueño infantil! ¿Qué imágenes relacionadas con la música de Navidad despierta en mí lo que veo en el árbol de Navidad? Precediendo a todas las demás, conservándose aisladas de todas las demás, se agrupan en torno de mi caminata: un ángel que habla en el campo a un grupo de pastores; algunos viajeros que miran a lo alto y siguen a una estrella; un niño en un pesebre; un muchachito en un templo espacioso conversando con graves varones; una figura solemne, de rostro dulce y hermoso, que levanta de la mano a una joven muerta; la misma en las cercanías de la puerta de una ciudad, volviendo a la vida al hijo de una viuda, al que llevaban en un ataúd; una multitud de gentes que mira por la abertura del techo de una habitación donde él está sentado, y que descuelga desde arriba, sirviéndose de cuerdas, a un enfermo dentro de una cama; la misma, paseando sobre las aguas en dirección a una barca en medio de una tempestad, y de nuevo, en una playa, enseñando a una gran muchedumbre; la misma, con un niño sobre sus rodillas y otros varios a su alrededor; la misma, devolviendo la vista a los ciegos, el habla a los mudos, el oído a los sordos, la salud a los enfermos, la inteligencia a los ignorantes; la misma, muriendo en una cruz, ante los ojos de soldados con armas, mientras avanzan espesas tinieblas, la tierra empieza a temblar y sólo se oye una voz: «Perdónalos, porque no saben lo que se hacen».

En las ramas más bajas y viejas del árbol se agrupan apretadamente los recuerdos navideños. Libros escolares cerrados; Ovidio y Virgilio, callados; la regla de tres, con sus frías e impertinentes averiguaciones, despedida para largo; Terencio y Plauto, abandonados en un anfiteatro de pupitres y de bancos, astillados, con cortes y con manchas de tinta; los mazos del criquet; los poetas y las bolas quedan más arriba, envueltos en el olor a hierba pisada y el ruido apagado de los gritos en el aire del atardecer; el árbol está todavía lozano, todavía alegre. Si no vuelvo ya a casa por Navidades, no faltan, gracias al cielo y mientras exista el mundo, muchachos y muchachas. ¡Cómo van a faltar! ¡Helos más allá que bailan y juegan sobre las ramas de mi árbol, benditos sean! ¡Juegan y bailan alegremente, y mi corazón juega y baila con ellos!

Pero yo voy a casa por Navidad. Vamos todos nosotros, o, por lo menos, deberíamos ir. Todos vamos a casa, o deberíamos ir a casa a pasar unas cortas vacaciones (cuanto más largas, mejor), abandonando el gran internado escolar, en el que nos pasamos la vida haciendo números en nuestras pizarras; con ello descansamos y damos descanso. En cuanto a ir de visitas, ¿adónde no iremos, si queremos ir; adónde no habremos ido, si queríamos, dando alas a nuestra fantasía y partiendo de nuestro árbol de Navidad?

Salgamos al panorama de invierno ¡Cuántos de esta clase hay en el árbol! Avancemos por terrenos bajos y brumosos, por entre pantanos y nieblas, cuesta arriba, por altas colinas, zigzagueando, negros como cavernas, por entre la tupida vegetación que casi nos quita la vista de las estrellas centelleantes; sigamos hasta las anchas alturas, para detenernos, por fin, en medio de un súbito silencio, en una avenida. La campanada del portal suena con vibración profunda y casi temerosa en el aire helado; la puerta gira sobre sus goznes y se abre; mientras nosotros avanzamos hacia una gran casa, las luces que resplandecen en las ventanas se hacen mayores y las hileras de árboles que hay a ambos lados parecen hacerse hacia atrás solamente para dejarnos paso. Durante todo el día, y de tiempo en tiempo, una liebre asustada pasa como una flecha por el césped blanco; y cuando no, el lejano pataleo de una manada de ciervos que pisotean el hielo, aplasta al mismo tiempo el silencio durante unos momentos. Sus ojos vigilantes acechan por debajo de los helechos, y si pudiésemos distinguirlos veríamos que brillan ahora como gotas heladas de rocío encima de las hojas; pero permanecen inmóviles, y todo está inmóvil. Por fin, mientras las luces se agigantan, los árboles se retiran para dejarnos paso, y vuelven a cerrarse a espaldas nuestras como para cortarnos la retirada, llegamos a la casa.

Quizá haya en el aire olor de castañas asadas y de otras cosas buenas y apetitosas; estamos contando historias de invierno (historias de fantasmas, para mayor vergüenza nuestra) alrededor de la hoguera de Navidad, y jamás nos movemos, como no sea para acercarnos un poco más a ella. Pero esto no tiene importancia. Llegamos a la casa, una vieja casona llena de grandes chimeneas en las que arden la madera colocada encima de trébedes dentro del hogar; los retratos adustos (algunos de ellos con leyendas adustas también) nos miran recelosos desde el artesonado de roble de las paredes. Somos un noble de edad mediana, celebramos una espléndida cena con nuestro huésped, la señora de la casa y sus invitados… (porque como son Navidades, la vieja casona rebosa concurrencia), y después nos retiramos a dormir. Nuestra habitación es muy antigua, está recubierta de tapices. No nos agrada el retrato de aquel caballero vestido de verde que hay encima de la chimenea. El techo está cruzado por grandes vigas negras, la cama es un gran artefacto negro sostenido en la parte de los pies por dos grandes figuras negras que parecen salidas de un par de tumbas de la vieja iglesia de la baronía que se levanta en el parque, y que han venido aquí para servirnos.