Para entonces sabían ya millares de hombres que allí donde iba el capitán Taunton, el de los ojos negros y brillantes, no faltaba, firme como una roca, fiel como el sol, valeroso como Marte mientras los corazones de ambos palpitasen, un célebre soldado, que era ahora el sargento Ricardo Doubledick.
Además de ser el año ilustre de Trafalgar, 1805, lo fue también de duros combates en la India. Aquel año vio hacer tales prodigios al sargento-mayor, que se abrió camino completamente solo, por entre una masa sólida de enemigos, rescató la bandera de su regimiento, que aquéllos habían arrebatado a un pobre muchacho que cayó muerto con el corazón atravesado por una bala, recuperó también a su capitán, que había caído herido, y en medio de un bosque de sables y cascos de caballos… vio hacer tales prodigios, digo, al sargento-mayor, que se le nombró abanderado de la bandera que le había quitado al enemigo. ¡El alférez Ricardo Doubledick salía así de las filas!
Aquel regimiento, sufriendo dolorosas bajas en todas las batallas, pero rehecho siempre con la incorporación de los mejores soldados (porque la fama de seguir la vieja bandera acribillada a balazos y que el alférez Ricardo Doubledick había rescatado encendía todos los corazones), aquel regimiento, digo, combatió a todo lo largo de la guerra de la Península hasta la toma de Badajoz el año 1812. Una y otra vez desfiló aquélla entre los vítores de las formaciones inglesas, y los ojos de los soldados se cuajaban de lágrimas con sólo escuchar la poderosa voz de Inglaterra, tan orgullosa de su valor; y no hubo un muchacho de la banda de tambores que no conociese la leyenda de allá donde iban los dos amigos, el comandante Taunton, el de los ojos negros y brillantes, y el alférez Ricardo Doubledick, que tan leal le era, y allá anhelaban ir también los hombres más animosos del ejército inglés.
Ocurrió cierto día en Badajoz (no en el gran asalto, sino al rechazar una salida que hicieron los sitiados contra nuestros hombres que trabajaban en las trincheras, y que habían retrocedido) que nuestros dos oficiales que avanzaban precipitadamente, se hallaron frente a frente de una partida de Infantería francesa, que se hizo fuerte. Iba al frente de los franceses, animándolos, un oficial valiente, bello, bien plantado, de treinta y cinco años; Doubledick lo vio de una ojeada, pero se le quedó bien grabada su figura. Lo vio sobre todo cuando ordenaba, con un movimiento del sable, a sus hombres que disparasen; ellos lo hicieron, y el comandante Taunton cayó al suelo.
El combate se acabó en diez minutos, y Doubledick regresó al sitio en que había dejado al mejor amigo de su vida tendido sobre una capa extendida en la arcilla húmeda. El comandante Taunton tenía abierto el uniforme en el pecho, y su camisa estaba marcada con tres manchas de sangre.
—Querido Doubledick —le dijo—, me muero.
—Por amor de Dios, no os muráis —exclamó el otro, arrodillándose a su lado y pasándole el brazo alrededor del cuello para levantarlo—. ¡Taunton! ¡Mi defensor, mi ángel guardián, mi testigo! ¡Taunton! ¡Por amor de Dios!
Los ojos brillantes y negros (¡qué negrísimos parecían entonces junto a la palidez del rostro!) le sonrieron; y la mano que Ricardo había besado trece años antes, se posaba ahora amorosamente sobre su pecho.
—Escribe a mi madre. Tú volverás a Inglaterra. Cuéntale de qué manera nos hicimos amigos. Eso la consolará, lo mismo que me consuela a mí.
No habló más, pero hizo mención de señalarle los cabellos, que se movían agitados por el viento. El alférez le comprendió. El comandante volvió a sonreírse al ver que le había comprendido, dio media vuelta dulcemente a su cabeza sobre el brazo en que la tenía apoyada, como si fuese a dormir, y murió, sin apartar su mano del pecho dentro del que él había hecho revivir un alma.
De cuantos aquel día contemplaron al alférez Ricardo Doubledick, no hubo uno solo al que no se le humedeciesen los ojos. Dio tierra sobre el campo de batalla a su amigo, y quedó solitario y abandonado. Fuera del cumplimiento de su obligación, sólo dos preocupaciones le quedaban en la vida: la de guardar bien el paquetito de cabellos que tenía que entregar a la madre de Taunton y la de encontrar al oficial francés que mandaba los hombres bajo cuyas balas cayó Taunton. Empezó entonces a circular entre las tropas otra nueva leyenda, que aseguraba que cuando Ricardo y el oficial francés se viesen frente a frente, habría lágrimas en Francia.
La guerra siguió adelante, y mientras por un lado vivía el oficial francés corporalmente, por el otro vivía con toda exactitud su retrato en la imaginación del alférez…; hasta que se dio la batalla de Tolosa. En el parte enviado a Inglaterra figuraban las siguientes palabras: «Herido, aunque no de mucha gravedad, el teniente Ricardo Doubledick».
En el estío del año 1814, el teniente Ricardo Doubledick, guerrero curtido por el sol, de treinta y siete años de edad, regresó inválido a Inglaterra. Junto a su corazón, trajo el mechón de cabellos. Muchos oficiales franceses había visto desde el día aquel; muchas noches terribles se pasó buscando con sus hombres y con linternas heridos ingleses, y en ellas recogió a no pocos oficiales franceses que yacían sin poder valerse; pero la imagen mental y la realidad coincidieron.
A pesar de encontrarse débil y con dolores, no perdió una hora en ponerse en camino de Frome, en Somersetshire, donde vivía la madre de Taunton. Hablando en los términos cariñosos y compasivos que esta noche se presentan espontáneamente a nuestro cerebro, el capitán era «hijo único y su madre era viuda».
Era domingo por la tarde, y la señora se hallaba sentada junto a la ventana que daba a su jardín, leyendo la Biblia; leyendo para sí el pasaje aquel en que figuran las anteriores palabras, según él mismo me lo contó. Ricardo Doubledick oyó que leía: «¡Joven, yo te lo mando, levántate!».
Tenía que cruzar por delante de la ventana; y los ojos brillantes y negros de sus tiempos de degradación parecían estarle mirando. El corazón de la madre le dijo quién era él; y corrió a la puerta y se echó a su cuello.
—Vuestro hijo me salvó de la ruina, me hizo hombre, me rescató de la infamia y de la vergüenza. ¡Dios lo bendiga por siempre jamás! ¡Y lo hará, lo hará!
—¡Sí! —contestó la señora—. Yo sé que está en los cielos —pero luego exclamó, dolorida—: ¡Hijo mío querido, hijo mío querido!
Jamás, desde que el recluta Ricardo Doubledick sentó plaza en Chatham, ni el soldado, ni el cabo, ni el sargento, ni el sargento-mayor, ni el alférez, ni el teniente habían pronunciado su verdadero nombre, ni el nombre de María Marshall; ni había contado una palabra de la historia de su vida a nadie sino a su salvador. Aquel acto de su vida anterior había acabado. Había tomado la firme resolución de que su expiación consistiese en vivir desconocido; en no turbar de nuevo la paz que durante tan largo tiempo había cubierto sus antiguos pecados; de que, sólo cuando estuviese muerto, se hiciese público todo lo que había luchado y sufrido, sin olvidar jamás su amor; y que si entonces eran capaces de perdonarle y de creer en él, ¡le bastaba, sí, le bastaba con ello!
Pero aquella noche, recordando las palabras que durante dos años había acariciado en el recuerdo: «Dile cómo nos hicimos amigos. Eso la consolará, como me consuela a mí», le contó todo. Poco a poco, se apoderó de él el sentimiento de que en su edad madura había recobrado una madre; poco a poco le pareció a ella que había encontrado un hijo en medio de su soledad. Durante la estancia de Ricardo en Inglaterra, aquel tranquilo jardín al que había entrado con paso lento y penosamente, se convirtió en el límite de su hogar; cuando, al llegar la primavera, pudo incorporarse a su regimiento, abandonó el jardín con el pensamiento de que era aquélla la vez primera que se dirigía hacia donde estaba su bandera, llevando la bendición de una mujer.
Siguió a su bandera (hecha jirones y agujereada por las balas hasta el punto de que casi se deshacía) a Quatre Bras y a Ligny. Y en el campo de batalla de Waterloo permaneció erguido junto a ella, en medio de la tremenda inmovilidad de muchísimos hombres, envuelta en la niebla y la llovizna de una lluviosa tarde del mes de junio.
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