Lo inscribieron con el nombre de Ricardo Doubledick; edad, veintidós años; estatura, cinco pies diez pulgadas; lugar de nacimiento, Exmouth, aunque en su vida había estado ni aun en los alrededores de esta población. No había en Chatham tropas de Caballería cuando cruzó renqueando, con los dos pies polvorientos saliéndosele de los zapatos, el puente de esta población; se alistó, pues, en un regimiento de línea, feliz de emborracharse y olvidarlo todo.
Es preciso que sepáis que este pariente mío se había descarriado y hecho locuras. Tenía su alma en su armario, pero estaba cerrado. Estuvo comprometido para casarse con una muchacha buena y hermosa, a la que había amado más de lo que ella (y quizá él) se imaginaban; pero en una hora mala le dio motivos para que le dijese solemnemente:
—Ricardo, yo no me casaré jamás con otro hombre. Viviré soltera por ti; pero los labios de María Marshall —porque se llamaba así— no volverán a dirigirte la palabra en esta vida. ¡Vete, Ricardo! ¡Que Dios te perdone!
Esto fue para él un golpe de gracia. Esto fue lo que lo trajo a Chatham. Esto lo que lo convirtió en el soldado Ricardo Doubledick, resuelto a hacerse fusilar.
No hubo el año mil setecientos noventa y nueve en los cuarteles de Chatham soldado más juerguista y temerario que el recluta Ricardo Doubledick.
Se juntó con el desecho de todos los regimientos; no estaba sobrio sino cuando le era imposible estar borracho, y sufría constantes arrestos. Toda la población de los cuarteles comprendió con claridad que el recluta Ricardo Doubledick no tardaría en ser castigado con azotes.
Ahora bien: era capitán de la compañía de Ricardo Doubledick un caballero joven que no le llevaría cinco años de edad; sus ojos tenían una expresión que conmovía al recluta Ricardo Doubledick de una manera extraña. Eran ojos brillantes, hermosos, negros (lo que generalmente se llama unos ojos sonrientes, y que, cuando están serios, son más bien de mirada firme que severa); pero eran los únicos cuya mirada no podía sostener en su reducido mundo Ricardo Doubledick.
No le arredraba que diesen cuenta de él ni que lo castigasen; desafiaba todo y a todos, pero se sentía avergonzado con sólo darse cuenta de que aquellos ojos le miraban un instante. Ni siquiera podía saludar en la calle como a los demás oficiales al capitán Taunton. Se quedaba confuso y avergonzado; la sola posibilidad de que el capitán le mirase, le turbaba. En sus peores momentos, prefería dar media vuelta y alejarse, por mucho que hubiera de apartarse de su camino, antes que tropezar con aquellos ojos hermosos, negros y brillantes.
Cierto día en que el recluta Ricardo Doubledick salía del calabozo en que había pasado las últimas cuarenta y ocho horas, y en el que solía pasar una buena parte del tiempo, recibió orden de presentarse en la oficina del capitán Taunton.
Mugriento y maloliente, como quien sale del calabozo, habría deseado ahora menos que nunca dejarse ver del capitán; pero no estaba tan loco como para desobedecer órdenes y, en su consecuencia, se dirigió a la terraza que daba al campo de maniobras, donde estaban los despachos de los oficiales; mientras caminaba, iba retorciendo y rompiendo un trozo de paja que formó parte del elegante moblaje del calabozo.
—¡Adelante! —exclamó el capitán, cuando aquél dio unos golpes con los nudillos en la puerta.
El recluta Ricardo Doubledick se descubrió, dio un paso al frente y experimentó la plena sensación de que se hallaba enfocado por aquellos ojos oscuros y brillantes.
Reinaron unos momentos de silencio. El recluta Ricardo Doubledick se había metido la paja en la boca, y a fuerza de paladearla fue tragándola hasta casi ahogarse.
—¿Sabes, Doubledick —dijo el capitán—, adónde vas a parar?
—¿Queréis decir que al infierno, señor? —balbuceó Doubledick.
—Allí mismo, y muy de prisa —replicó el capitán.
El recluta Ricardo Doubledick revolvió dentro de la boca la paja del calabozo e hizo un lamentable ademán de aquiescencia.
—Doubledick —dijo el capitán—, desde que entré al servicio de su majestad, siendo un muchacho de diecisiete años, he sufrido viendo que muchos hombres de porvenir seguían ese camino; pero jamás he sufrido tanto viendo a un hombre resuelto a realizar ese vergonzoso viaje como lo que he sufrido viéndote a ti desde que ingresaste en el regimiento.
El recluta Ricardo Doubledick empezó a ver cómo una nube iba avanzando por el suelo en el que él tenía fija la vista; también le pareció que las patas de la mesa del capitán se retorcían, como si las estuviese viendo metidas en el agua.
—Señor, yo no soy sino un soldado del montón —contestó—. Poca importancia tiene en lo que vaya a parar un pobre bruto como yo.
—Tú eres un hombre educado y de dotes superiores —replicó el capitán con seria indignación—; y, si de veras sientes lo que acabas de decir, es que has caído mucho más bajo de lo que yo creía. Dejo que seas tú mismo quien mida esa profundidad, sabiendo que conozco tu desgracia y que estoy viendo ahora lo que veo.
—Espero, señor, ser fusilado pronto —dijo el recluta Ricardo Doubledick—; y entonces quedarán libres de mí el regimiento y el mundo al mismo tiempo.
Las patas de la mesa se retorcían cada vez más. Doubledick, alzando los ojos para aclarar la vista, tropezó con aquellos otros que tal influencia ejercían sobre él, se cubrió los suyos con la mano, y la chaquetilla de castigo que llevaba estuvo a punto de estallar en dos al dilatar su pecho.
—Me alegro de ver esa emoción tuya más de lo que me alegraría el que me pagasen ahora mismo cinco mil guineas, una encima de otra sobre esta mesa, para hacer con ellas un regalo a mi madre… ¿No tienes madre?
—Me satisface mucho poder decir que ya murió, señor.
—Y si tus elogios corriesen de boca en boca por todo el regimiento, y por todo el ejército, y por todo el país, ¿no desearías que ella viviese, para que pudiera decir con orgullo y alegría: «¡Es mi hijo!»?
—No os encarnicéis conmigo, señor —dijo Doubledick—. Jamás habría oído nada bueno de mí. Jamás habría experimentado ni orgullo ni gozo en pregonar que era madre mía. Quizá sintiese amor y compasión por mí; estoy seguro de que siempre los habría sentido; pero no…, ¡por favor, señor, no insistáis! ¡Soy un guiñapo y estoy a merced vuestra!
Se volvió de cara a la pared y extendió sus manos suplicante.
—Amigo mío —empezó a decir el capitán.
—¡Que Dios os bendiga, señor! —sollozó el recluta Ricardo Doubledick.
—Estás en la crisis de tu destino. Sigue un poco más por la ruta que llevas, y ya sabes lo que tiene que ocurrirte. Me doy cuenta, mucho mejor de lo que tú te imaginas, de que, después que ocurra eso a que me refiero, eres hombre perdido. Un hombre que es capaz de verter las lágrimas que tú acabas de verter, no aguantará las huellas del látigo.
—Estoy plenamente convencido de que no, señor —dijo con voz temblorosa y apenas inteligible el recluta Ricardo Doubledick.
—Pero, cualquiera que sea la posición que ocupe, el hombre puede cumplir con su deber —dijo el joven capitán—, y al cumplir con su deber, puede ganarse el respeto de sí mismo, aunque su caso sea tan desdichado y tan excepcional que no consiga ganarse el de nadie más. Un soldado raso, ese al que hace un momento has calificado de pobre bruto, tiene en los tormentosos tiempos que atravesamos la ventaja de que cumple con su deber en presencia de una multitud de testigos que simpatizan con él. ¿Dudas de que si lo hace puede ser ensalzado por todo un regimiento, por todo un ejército, por toda una nación?
Vuelve sobre tus pasos, mientras estás a tiempo de redimir el pasado, y pruébalo.
—Lo haré, y sólo quiero un testigo, señor —exclamó Ricardo, y las palabras le brotaron del corazón.
—Te comprendo. Yo seré el testigo leal y vigilante.
De boca del mismo soldado Ricardo Doubledick he oído que dobló una rodilla, besó la mano del oficial, se levantó y salió fuera de la luz de aquellos ojos negros, brillantes, convertido en otro hombre.
Aquel año, era el de 1799, los franceses invadieron Egipto, Italia, Alemania y qué sé yo cuántos países. También empezó Napoleón Bonaparte a mover contra nosotros a la India, y eran muchísimos los hombres que advertían los síntomas de las grandes dificultades que se nos venían encima. Al siguiente año, cuando formamos una alianza con Austria en contra de Napoleón, el regimiento del capitán Taunton se encontraba de servicio en la India. Y no había en ese regimiento, ni en todas las fuerzas combatientes, un soldado mejor que el cabo Ricardo Doubledick.
El año 1801, el ejército de la India se hallaba en la costa de Egipto. Al siguiente año se celebró la llamada paz corta, y volvió el ejército de la India a su punto de origen.
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