La señorita solterona se acostó; durante la noche no dio la alarma; pero por la mañana, cuando su doncella entró en el cuarto, le preguntó con mucha tranquilidad:
—¿Quién es ese muchacho tan lindo, pero triste, que ha estado mirando toda la noche desde esa alcoba?
La doncella contestó lanzando un grito y escapó de allí en seguida.
La solterona quedó sorprendida; pero era mujer de notable firmeza de carácter. Se vistió, bajó a la primera planta de la casa y se confió a su hermano, diciéndole:
—Escucha, Gualterio: toda la noche me ha estado molestando un muchachito lindo, pero de cara triste, que estuvo curioseando constantemente desde la alcoba que da a mi cuarto, y que no he podido abrir. Esto es alguna jugarreta tuya.
—Me temo que no, Carlota —le contestó el hermano—. Ésa es la leyenda de la casa. Se trata del huerfanito. Y ¿qué es lo que hizo?
—Abrió con suavidad la puerta y curioseó desde allí. A veces daba uno o dos pasos dentro de mi cuarto. Yo le llamé para darle ánimos; pero él se encogió, tembló, volvió a meterse en la alcoba y cerró la puerta.
—La alcoba no comunica con ningún otro cuarto, Carlota, ni con ninguna otra parte de la casa, y la puerta está clavada.
Ésta era una verdad indiscutible, y fueron necesarios dos carpinteros que trabajaron toda la mañana para abrirla y realizar un examen. La solterona se quedó convencida de que había visto al huerfanito. Pero la parte terrible e insensata de la historia es que también lo vieron tres de los hijos del hermano de la solterona, y los tres murieron jóvenes, uno tras otro. Siempre que un niño caía enfermo, era que doce horas antes había vuelto a casa todo sudoroso, diciendo:
—¡Oh mamá! He estado jugando debajo de aquel roble, en un prado, con un muchacho extraño; era lindo, pero de cara triste, muy asustadizo, y me hacía señas.
Por una experiencia fatal supieron los padres que aquél era el huerfanito, y que cuando elegía a un niño, como compañero suyo de juego, la muerte de éste era segura.
Son infinidad los castillos alemanes en que nos sentamos solitarios a la espera del fantasma; en los que nos llevan a un cuarto, que han alegrado relativamente para nuestra recepción: miramos en torno nuestro las sombras que la hoguera crepitante proyecta sobre las paredes desnudas; nos sentimos muy solos cuando el mesonero de la aldea y su linda hija se retiran, después de haber dejado sobre el hogar un nuevo montón de leña y de colocar encima de la mesita una cena de capón asado frío, pan, uvas y una botella de añejo vino del Rin; las puertas que reverberan la luz se cierran cuando ellos se retiran, una tras otra, con otros tantos golpes lejanos de trueno, y cuando llegan las primeras horas de la mañana entramos en conocimiento de una variedad de misterios sobrenaturales. Son muchísimos los estudiantes alemanes convertidos en fantasmas, en cuya compañía nos arrimamos aún más al fuego, mientras el escolar que está en el rincón abre unos ojos anchísimos que parece que se le van a salir de las órbitas y escapa como alma que lleva el diablo del taburete en que estaba sentado, cuando la puerta se abre súbitamente sin intervención de nadie. La cosecha de esa clase de frutos que brilla sobre nuestro Árbol de Navidad es inmensa; se halla en pleno verdor allá en lo alto; en las ramas más bajas está ya madurando.
Entre los más recientes juguetes y fantasías que allí cuelgan (tan inútiles muchas veces y menos puras) se encuentran ciertas imágenes que estuvieron asociadas con las dulces murgas de Navidad de otros tiempos, con aquella música nocturna y suave y siempre la misma. ¡Que la bondadosa figura de mi juventud permanezca inmutable dentro del círculo de los pensamientos que surgen de las reuniones de Navidad! ¡Ojalá que en todas y cada una de las alegres imágenes y sugestiones que nos trae la estación, la estrella brillante que descansó encima del pobre tejado sea la estrella de todo el mundo cristiano! ¡Espera un momento, oh árbol fugaz, cuyas ramas más bajas permanecen todavía oscuras para mí, y deja que te contemple una vez más! Sé que hay en tus ramas espacios en blanco; en ellas han brillado y sonreído ojos que yo amaba, pero que ya se fueron. Pero muy arriba contemplo al que levantó con vida a la muchacha muerta y al hijo de la viuda.
¡Y Dios es bueno! Si acaso en la parte invisible de tus ramas más bajas se oculta para mí la vejez, ¡pueda yo, al menos, cuando mi cabeza empiece a blanquear, volverme a mirar este árbol con corazón de niño, impregnado de fe y de confianza infantiles!
Pero hoy el árbol está adornado con luminosa alegría, cantos, bailes, y bullicio. ¡Bien venidos sean! ¡Que se conserven siempre inocentes y sean los bien venidos bajo las ramas del Árbol de Navidad, que nunca proyecta sombras tenebrosas! Pero, en el momento de hundirse dentro de la tierra, oigo un susurro que vibra por todas sus hojas: «Todo esto, en conmemoración del mandamiento de amor, cariño, bondad y compasión. ¡Todo esto, en memoria de Mí!».
LO QUE ES LA NAVIDAD A MEDIDA QUE AVANZAMOS EN AÑOS
What Christmas is, as We Grow Older, 1851
Hubo un tiempo en que muchos de nosotros no echábamos de menos ni buscábamos nada fuera de la Navidad, porque ésta encerraba, como dentro de un círculo mágico, todo nuestro mundo limitado; porque ella reunía dentro de sí todos nuestros gozos, afectos y esperanzas hogareños; porque agrupaba a todo y a todos en torno del fuego navideño, y porque no dejaba nada fuera del pequeño cuadro luminoso que brillaba ante nuestros ojos juveniles.
Hubo un tiempo, que llegó quizá demasiado pronto, en que nuestros pensamientos saltaron por encima de tan estrechos límites; un tiempo en el que, para que nuestra felicidad fuese completa, faltaba alguien (alguien a quien entonces nos parecía tener muy cerca del corazón, alguien que era todo hermosura y perfección absoluta); un tiempo en que también nosotros creímos estar de menos cerca del hogar junto al cual ese alguien querido se hallaba sentado (nosotros al menos lo pensábamos así, y para el caso es lo mismo); un tiempo en el que nosotros, entrelazábamos el nombre de ese alguien con todas las guirnaldas y coronas de nuestra vida.
Ése fue el tiempo propicio para las brillantes Navidades visionarias que durante mucho tiempo han surgido de nosotros para mostrarse débilmente, después de un chaparrón veraniego, en los bordes más pálidos del arco iris. Ése fue el tiempo propicio para el beatífico goce de cosas destinadas a ser, pero que nunca fueron, aunque para nuestras decididas esperanzas fuesen tan reales, que resulta difícil decir ahora si entre las cosas que han llegado posteriormente a ser realidad ha habido alguna que haya tenido mayor fuerza.
¡Cómo! ¿Es que no llegó realmente nunca aquella Navidad en que nosotros y aquella perla inapreciable de nuestra juvenil elección fuimos recibidos, después de consumado el más feliz de los matrimonios imposibles, por las dos familias, ya reunidas, que antes habían estado a matarse por causa nuestra? ¿La Navidad en que nuestros cuñados y cuñadas, que antes que emparentásemos nos habían tratado siempre con gran frialdad, nos demostraron un cariño loco, y en la que los papás y las mamás nos abrumaron con ingresos ilimitados? ¿No tuvo lugar jamás aquella comida navideña, terminada la cual nos pusimos en pie, y tributamos un elocuente y generoso tributo al que fue nuestro rival, y que se hallaba allí presente, ofreciéndonos en el acto mutuamente amistad y olvido, y trabando una amistad que duró hasta la muerte, como no se encuentra otra superior a ella en las historias de Roma y de Grecia? ¿Y es cierto que ese mismo rival hace ya tiempo que no se preocupa en absoluto de aquella perla inapreciable, y que ésta se casó por dinero y se ha convertido en usuraria? Y por encima de todo, ¿es cierto que ahora estamos muy seguros de que si hubiésemos ganado y gastado aquella perla habríamos sido probablemente muy desgraciados, y que nos encontramos mucho mejor sin ella?
La Navidad aquella en que acabábamos de conquistar tanta celebridad; en la que nos llevaron en triunfo no sé dónde por haber realizado alguna hazaña grande y noble; y nuestro apellido se vio rodeado de tales honores y de tan alta reputación, y al llegar a nuestro hogar fuimos recibidos entre una lluvia de lágrimas de gozo… ¿Es posible que esa Navidad no haya llegado todavía?
¿Se halla, quizá, nuestra vida en la Tierra constituida de tal manera que, en el mejor de los casos, si nos detenemos en nuestra marcha junto a una piedra miliaria tan destacada en el camino como este grandioso cumpleaños, podemos volver nuestra vista hacia atrás y contemplar las cosas que nunca fueron, con la misma naturalidad y con la misma seriedad que aquellas otras que fueron y pasaron, o que fueron y siguen siendo? Si eso es así, y parece en efecto que lo es, ¿habremos de llegar a la conclusión de que la vida es poco más que un sueño y que no es digna de los amores y de los anhelos con que la llenamos?
¡No! ¡Muy lejos de nosotros, querido lector, en un día de Navidad, esa mal llamada filosofía! ¡Pongamos más cerca y más dentro de nuestros corazones el espíritu navideño, que es el espíritu de la actividad útil, de la perseverancia, del cumplimiento alegre del deber, del cariño y de la tolerancia! En estas últimas virtudes sobre todo nos refuerza, o debería reforzarnos, la contemplación de visiones de nuestra juventud que no se han cumplido. ¿Quién se atreverá a decir que no son ellas nuestras maestras para que aprendamos a tratar con delicadeza hasta las naderías impalpables de la Tierra?
A medida, pues, que envejecemos, aumente también nuestro agradecimiento por el hecho de que el círculo de nuestros recuerdos navideños y de las lecciones que ellos nos traen se vaya ensanchando. Bien venidos sean todos ellos; llamémoslos para que ocupen sus lugares respectivos junto al hogar navideño.
¡Bien venidas vosotras, las que fuisteis viejas aspiraciones, creaciones deslumbrantes de una ardiente fantasía, al cobijo que tenéis bajo el acebo! Nosotros os conocemos, y todavía no os hemos sobrevivido. ¡Bien venidos, viejos proyectos y viejos amores, por volubles que fueseis, a los rincones que hay para vosotros entre las luces más firmes que arden a nuestro alrededor! ¿Acaso no construimos hoy en las nubes castillos navideños? ¡Sírvannos de testigos nuestros pensamientos, que revolotean como mariposas por entre estos niños que son otras tantas flores! Ante este niño se extiende la perspectiva de un porvenir más brillante que aquel que contemplamos nosotros en nuestros pasados y románticos tiempos, pero brillante de honradez y de lealtad. En torno de esta cabecita sobre la que se amontonan los rizos de oro, juguetean las gracias, tan bellamente, tan airosamente, como cuando no había al alcance de la mano el Tiempo una guadaña para segar los rizos de nuestro primer amor. En la cara de otra niña que hay al lado de la anterior —más sosegada, pero de brillante sonrisa—, una carita serena y satisfecha, vemos escrita con claridad la palabra hogar. Y vemos, cuando ya nuestras tumbas son viejas, a la luz que se desprende de esa palabra, igual que se desprenden los rayos luminosos de una estrella, cómo ya otras esperanzas, que no son las nuestras, viven lozanas; cómo otros corazones, que no son los nuestros, se conmueven; cómo se allanan otros caminos; cómo otras felicidades florecen, maduran y se agostan…; no, no se agostan, porque a su vez surgen, florecen y maduran, hasta el fin de los tiempos, otros hogares, y otras bandadas de chiquillos que habrán de pasar todavía muchas edades para cuando existan.
—¡Bien venido todo! ¡Bien venido de la misma manera lo que ha sido y lo que nunca fue, y lo que esperamos que pueda aún ser, al cobijo que le espera debajo del acebo, a los lugares que les corresponden alrededor de la hoguera navideña, donde los espera con el corazón abierto lo que ya es! ¿Es acaso aquella sombra que vemos proyectarse sobre el fuego la cara de un enemigo? ¡Por Navidad, que le perdonamos! Si la ofensa que nos hizo no hace absolutamente imposible su compañía, que se acerque y ocupe su lugar. Si por desgracia eso es imposible, que se marche de aquí llevándose la seguridad de que jamás nosotros lo ofenderemos ni le acusaremos.
¡En un día como éste no cerramos las puertas a nada!
—Esperad —dice una voz por lo bajo—. ¿A nada? ¡Pensadlo!
—En el día de Navidad no cerramos el acceso a nuestro hogar a nada.
—¿Ni a la sombra de una inmensa ciudad en la que las hojas mustias forman espesa capa en el suelo? —replica la voz—. ¿Ni a la sombra que entenebrece todo el globo? ¿Ni a la sombra de la Ciudad de los Muertos?
Ni siquiera a ésa. Hoy precisamente, en el día de Navidad, volveremos nuestros rostros hacia esa ciudad, y sacaremos de entre sus huestes silenciosas a las personas que amamos, para que vengan entre nosotros. ¡Ciudad de los Muertos, por el bendito nombre que aquí nos tiene hoy reunidos, y por la imagen que se halla entre nosotros de acuerdo con su promesa, acogeremos a todos los que nos son queridos!
Sí. Somos capaces de mirar a esos niños-ángeles que se posan de una manera tan solemne y tan bella entre los niños vivos, junto al fuego, y de sobrellevar el pensamiento de cómo se fueron de nuestro lado.
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