Los niños jueguetones, lo mismo que los patriarcas que hospedaron sin saberlo a los ángeles, no tienen conciencia de tales invitados; pero nosotros los vemos…, vemos un brazo radiante rodeando el cuello preferido, como si quisiera invitar a ese niño a que lo siguiera. Hay una entre las figuras celestiales, la del que fue en la Tierra un pobre muchacho deforme, que ahora tiene una belleza incomparable; de él dijo su madre moribunda que le dolía mucho dejarlo aquí, solo, durante los muchos años que habrían de pasar antes que fuese con ella…, siendo como era tan niño. Pero la siguió rápidamente, y fue colocado sobre el pecho de la madre, y ella lo lleva de la mano.

Había un mozo gallardo, que murió lejos, muy lejos, sobre las arenas ardientes de un sol abrasador, y que dijo:

—Decidles en mi casa, al llevarles la expresión última de mi amor, cuánto me hubiera gustado darles un último beso, pero que muero contento y que cumplí con mi deber.

Otro había, sobre cuyo cadáver leyeron aquellas palabras: «Y por ello entregamos este cuerpo a las aguas profundas», confiándolo al Océano solitario, y siguiendo la navegación. Y otro, que se tumbó a descansar a la sombra lóbrega de los grandes bosques, sobre la tierra misma, y ya no despertó. ¿No han de ser traídos, pues, todos ellos al hogar, desde las arenas, el mar y los bosques, en un día como éste?

Una mocita querida hubo (casi ya una mujer…, pero que no llegaría a serlo) que transformó un hogar todo alegría en una Navidad dolorosa, siguiendo por su camino sin huellas hacia la Ciudad del Silencio. ¿No la recordamos acaso, ya desfalleciente, hablando entre susurros débiles e ininteligibles y cayendo de pura fatiga en el último sueño? ¡Miradla ahora! ¡Mirad su belleza, su serenidad, su juventud, su dicha! A la hija de Jairo la volvieron a la vida para que volviese a morir; pero esto otra, más feliz que aquélla, ha oído la misma voz que le decía:

—¡Levántate para siempre!

Teníamos un amigo, que lo era desde nuestros primeros días, y en compañía del cual nos representábamos los cambios que habrían de ocurrir en nuestras vidas, imaginándonos alegremente cómo hablaríamos, caminaríamos, pensaríamos y conversaríamos cuando llegásemos a ser mayores. La habitación que le estaba reservada en la Ciudad de los Muertos lo recibió en lo mejor de sus años. ¿Lo apartaremos a él de nuestros recuerdos navideños? ¿Acaso el amor que nos tenía nos habría excluido de esa manera? ¡Amigos que perdimos, hijos, padres, hermanas, hermanos, maridos, esposas no os apartaremos de ese modo! ¡Tendréis vuestros lugares queridos en nuestros corazones navideños junto a nuestras hogueras navideñas! ¡En la hora de la esperanza inmortal, en el cumpleaños de la misericordia inmortal, no apartaremos de nosotros a nada!

El sol invernal se hunde más allá de las ciudades y de las aldeas; allá en el mar traza un camino rosáceo, como si aún estuvieran frescas sobre las aguas las huellas sagradas. Unos instantes después se hunde, y llega la noche, y empiezan a centellear las luces sobre el panorama. En la colina que hay más allá de la ciudad que se extiende sin forma, y en la postura sosegada de los árboles que ciñen el campanario de la aldea, hay recuerdos tallados en piedra, plantados en flores corrientes, que crecen en el césped, que se enlazan con las zarzas bajas en torno a muchos montoncitos de tierra. En la ciudad y la aldea, hay puertas y ventanas bien cerradas contra la intemperie, hay grandes montones de troncos llameantes, hay rostros alegres, hay sana música de voces. ¡Queden excluidos de los templos de los dioses lares todos los daños y asperezas, pero sean admitidos en aquéllos con ternura animadora todos esos recuerdos! Estos pertenecen a esta hora y a todas las seguridades de paz y consuelo que ella nos trae; pertenecen a la historia que reunió, incluso sobre la Tierra, a los vivos y a los muertos; y a la generosa caridad y bondad que muchos hombres, demasiados, se empeñaron en reducir a estrechas trizas.  

HISTORIA DEL PARIENTE POBRE

The Poor Relation’s Story, 1852

Se mostró muy reacio a colocarse delante de tantos miembros respetables de la familia, dando comienzo él a la serie de historias que todos tenían que relatar en aquella afectuosa reunión que celebraban en torno a la hoguera navideña; y apuntó modestamente la idea de que lo más correcto sería que «Juanito, nuestro estimado anfitrión» (por cuya salud pidió que se brindase) tuviese la amabilidad del ser el primero. Dijo que él estaba tan poco habituado a ser quien abriese la marcha, que verdaderamente… Pero todos a una le interrumpieron, exclamando que debía ser él quien empezase, y concordaron unánimes en que podía, querría y estaba en la obligación de empezar; entonces él dejó de frotarse las manos y, sacando los pies de debajo del sillón, empezó el relato.

—No me cabe duda —dijo el pariente pobre— de que la confesión que voy a hacer sorprenderá a los miembros de nuestra familia aquí reunidos, y de modo muy particular a Juanito, nuestro estimado anfitrión, a quien tan agradecidos debemos estar por la hospitalidad magnífica con que nos ha acogido. Pero, si me hacéis el honor de sorprenderos de las cosas que cuenta una persona de tan poca importancia en la familia como soy yo, lo único que puedo aseguraros es que seré escrupulosamente exacto en mi relato.

Yo no soy lo que la gente cree de mí. Soy algo completamente distinto. Quizá convenga, antes de seguir adelante, que eche un vistazo a lo que la gente supone y cree que soy.

Si no me equivoco, y los miembros aquí reunidos de nuestra familia me rectificarán si me equivoco, cosa muy probable —y al decir esto el pariente pobre miró benignamente a su alrededor, esperando que le contradijesen—, se supone que no soy enemigo de nadie, sino de mí mismo; que no tengo jamás un éxito notable en nada; que he fracasado en los negocios porque soy hombre crédulo y poco hábil en ellos; es decir, que no estoy preparado para pensar en que mi socio tenga fines ocultos interesados, que no tuve éxito en el amor, porque, en mi confianza ridícula, pensé que era imposible que Cristiana fuese capaz de engañarme; que me vi chasqueado en las esperanzas que había puesto en mi tío Chill, porque no demostré ser tan astuto como él hubiera deseado en los asuntos materiales; que, a través de mi vida, y hablando en términos generales, me he visto casi siempre engañado y chasqueado; que en la actualidad soy un solterón de cincuenta y nueve a sesenta años de edad, que vive modestamente de un donativo trimestral, al que según veo, Juanito, nuestro querido anfitrión, desea que no aluda más. Lo que se supone con respecto a mis actividades y costumbres actuales es lo que sigue:

Resido en una casa amueblada de Clapham Road, donde tengo un cuarto que da a la parte de atrás, en una casa muy respetable, y donde se espera que permanezca durante el día, a menos de encontrarme enfermo; y de donde salgo por regla general a las nueve de la mañana, fingiendo que voy a negocios. Me desayuno (con un panecillo, mantequilla y media pinta de café) en un establecimiento muy antiguo, cerca del puente de Westminster; a continuación me meto en la City (no sé por qué) y me siento en el café Garra Way, y en la Bolsa, y me paseo, entrando en algunas oficinas y despachos en que algunos amigos y parientes tienen la amabilidad de tolerarme, y en los que permanezco junto al fuego cuando hace tiempo frío. De este modo me paso el día hasta las cinco de la tarde, hora en que como, con un gasto medio de un chelín y tres peniques. Aún me queda un poco de dinero para gastarlo por la tarde, y entro camino de casa en la antigua cafetería, donde tomo una taza de té y a veces una tostada. De ese modo, cuando la manecilla grande del reloj empieza a caminar otra vez hacia las horas de la mañana, vuelvo a desandar el camino hacia Clapham Road, y me acuesto en cuanto llego a mi cuarto, porque el fuego cuesta dinero, y la familia con quien vivo se opone a ello por las molestias que ocasiona y lo que ensucia.

A veces, uno de mis parientes o amigos lleva su amabilidad hasta pedirme que lo acompañe a comer. Esto suele ser en día de fiesta, y yo, después de la comida, suelo ir por lo general a pasear al Parque. Soy hombre solitario, y raras veces paseo con nadie. No es que me esquiven porque voy mal vestido; la verdad es que jamás llego a ese extremo, porque siempre tengo un traje negro muy bueno (o más bien de una mezcla que parece negra, y es mucho más resistente); pero tengo la costumbre de hablar en voz baja, soy de pocas palabras, no demasiado alegre y me doy cuenta de que no soy atrayente como compañero.

La única excepción a esta regla general es el hijo de mi primo hermano, Francisquito. Siento especial cariño por ese muchacho, y él me trata también con mucho afecto. Es por naturaleza desconfiado; y me atrevería a decir que es de los que pronto son pisoteados en una multitud, y olvidados. Él y yo, sin embargo, nos llevamos admirablemente bien. No sé por qué me imagino que andando el tiempo ese pobre chico ha de ocupar en la familia la posición especial que ahora ocupo yo. Hablamos muy poco, pero nos entendemos mutuamente.