¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme por la desgracia de estar viéndote siempre…! ¿Me oyes, maldita bruta?

—Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no —respondió la joven cerrando el libro y tirándolo sobre una silla—. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo lo que me parezca bien.

Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí permaneció callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que me hicieron de que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora, salí al aire libre, que estaba frío y despejado como el hielo.

Heathcliff me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresión que yo guardaba de la contextura del suelo no respondía en nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras —reliquias del trabajo de las canteras— que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo del camino y blanqueadas con cal, para que sirviesen de referencia en la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo saliese del camino sin notarlo.

Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me extraviaría, y con una simple inclinación de cabeza nos despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos millas que me quedaba por andar hasta la granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que erré el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en nieve hasta la cintura. Era mediodía cuando llegué a mi casa.

El ama de llaves y sus satélites acudieron con alborozo a recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconseje que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí dificultosamente la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor, y luego me instalé en el despacho, tal vez apartado en exceso del buen fuego y el confortante café que el ama de llaves me preparo.

Capítulo cuatro

El ser humano es tornadizo como una veleta. Yo, que había resuelto mantenerme al margen de toda sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a un sitio donde mis propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar bandera después de aburrirme mortalmente durante toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un momento con el propósito de entablar con ella una plática que me animase o me acabara de aburrir.

—Usted vive aquí hace mucho tiempo —empecé—. Me dijo que dieciséis años, ¿no?

—Dieciocho, señor. Vine al servicio de la señora, cuando se casó. Al faltar la señora, el señor me dejó de ama de llaves.

—¡Ah!

Hubo una pausa. Pensé que le gustaban los comadreos.

Pero, al cabo de algunos instantes, exclamó poniendo las manos sobre las rodillas, mientras una expresión meditativa se pintaba en su rostro:

—Los tiempos han cambiado mucho desde entonces.

—Claro —dije—. Habrá asistido usted a muchas modificaciones…

—Y a muchas tristezas.

«Procuraremos que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero —pensé—. ¡Debe ser un tema entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me parece lo más probable, ya que aquel grosero indígena no la reconoce como de su raza».

Y con esta intención, pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff alquilaba la «Granja de los Tordos», reservándose una residencia mucho peor.

—¿Acaso no es bastante rico? —Interrogué.

—¡Rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo bastante rico para vivir en una casa aún mejor que ésta, pero es… muy ahorrativo… En cuanto ha oído hablar de un buen inquilino para la «Granja», no ha querido desaprovechar la ocasión de hacerse con unos cuantos de cientos de libras más. No comprendo que se sea tan codicioso cuando se está solo en la vida.

—¿No tuvo un hijo?

—Sí, pero murió.

—Y la señora Heathcliff, aquella muchacha, ¿es la viuda?

—Sí.

—¿De dónde es?

—¡Es la hija de mi difunto amo…! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí, para estar juntas otra vez.

—¿Catalina Linton? —exclamé asombrado.