Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la Catalina Linton de la habitación en que dormí—. ¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba Linton?
—Sí, señor.
—¿Y quién es ese Hareton Eamshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes?
—Hareton es sobrino de la difunta Catalina Linton.
—¿Primo de la joven, entonces?
—Sí. El marido de ella era también primo suyo. Uno por parte de madre, otro por parte de padre. Heathcliff estuvo casado con la hermana del señor Linton.
—En la puerta principal de «Cumbres Borrascosas» he visto una inscripción que dice: «Earnshaw, 15OO». Así que supongo que se trata de una familia antigua…
—Muy antigua, señor. Hareton es su último descendiente, y Catalina la última de nosotros… quiero decir, de los Linton… ¿Ha estado usted en «Cumbres Borrascosas»? Perdone la curiosidad, pero quisiera saber cómo ha encontrado a la señora.
—La señora Heathcliff me pareció muy bonita, pero creo sinceramente que no vive muy contenta.
—¡Oh, Dios mío, no es de extrañar! Y ¿que opina usted del amo?
—Me parece un tipo bastante áspero, señora Dean.
—Es áspero como el filo de una sierra, y duro como el pedernal.
—Debe haber tenido una vida muy accidentada para haberse vuelto de ese modo… ¿Sabe usted su historia?
—La conozco toda, excepto quienes fueran sus padres y dónde ganó su primer dinero. A Hareton le han dejado sin nada… El pobre chico es el único de la parroquia que ignora la estafa que ha sufrido.
—Vaya, señora Dean, pues haría usted una buena obra si me contara algo sobre esos vecinos. Si me acuesto, no podré dormir. Así siéntese usted y charlaremos una hora…
—¡Oh, sí, señor! Precisamente tengo unas cosas que coser. Me sentaré todo el tiempo que usted quiera. Pero está usted tiritando de frío y es necesario que le prepare algo para reaccionar.
Y la buena señora salió apresuradamente. Me acomodé al lado de la lumbre. Tenía la cabeza ardiendo y el resto del cuerpo helado. Estaba excitado y sentía los nervios tensísimos. No dejaba de inquietarme el pensar en las consecuencias que pudieran tener para mi salud los incidentes de aquella visita a «Cumbres Borrascosas».
El ama de llaves volvió enseguida, trayendo un tazón humeante y un costurero. Colocó la vasija en la repisa de la chimenea y se sentó, con aire de satisfacción, motivada sin duda por hallar un señor tan partidario de la confianza.
—Antes de instalarme aquí —comenzó, sin esperar que yo volviese a invitarla a contarme la historia—, residí casi siempre en «Cumbres Borrascosas». Mi madre había criado a Hindley Earnshaw, el padre de Hareton, y yo solía jugar con los niños. Andaba por toda la finca, ayudaba a las faenas y hacía los recados que me ordenaban. Una hermosa mañana de verano —recuerdo que era a punto de comenzar la siega— el señor Earnshaw, el amo antiguo, bajó la escalera con su ropa de viaje, dio instrucciones a José sobre las tareas del día, y dirigiéndose a Hindley, a Catalina y a mí, que desayunábamos juntos, preguntó a su hijo:
—¿Qué quieres que te traiga de Liverpool, pequeño? Elige lo que quieras, con tal de que no abulte mucho, porque tengo que ir y volver a pie, y son sesenta millas de caminata…
Hindley le pidió un violín, y Catalina, que aunque no tenía todavía seis años ya sabía montar todos los caballos de la cuadra, le pidió un látigo. A mí, el señor me prometió traerme peras y manzanas. Era bueno, aunque algo severo.
Luego besó a los niños, y se fue.
En los tres días de su ausencia, la pequeña Catalina no hacía más que preguntar por su padre. La noche del tercer día, la señora esperaba que su marido llegase a tiempo para la cena, y fue aplazándola horas y horas. Los niños acabaron cansándose de ir a la verja para ver si su padre venía. Oscureció, la señora quería acostar a los pequeños y ellos le rogaban que les dejara esperar. A las once, el señor apareció por fin. Se dejo caer en una silla, diciendo entre risas y quejas, que no volvería a hacer una caminata así por todo cuanto había en los tres reinos de la Gran Bretaña.
—Creí que reventaba —añadió, abriendo su gabán—. Mira lo que traigo aquí, mujer. No he llevado en mi vida peso más grande: acógelo como un don que nos envía Dios, aunque, por lo negro que es, parece más bien un enviado del demonio.
Le rodeamos, y por encima de la cabeza de Catalina pude distinguir un sucio y andrajoso niño de cabellos negros. Aunque era lo bastante crecido para andar y hablar, ya que parecía mayor que Catalina, cuando le pusimos en pie en medio de todos, permaneció inmóvil mirándonos con turbación y hablando en una jerga ininteligible.
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