Catalina no gritó. Le había parecido despreciable gritar aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo. Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones que habría bastante con ellas para espantar a todos los diablos del infierno. Luego cogí una piedra, y la metí en la boca del animal tratando furiosamente de introducírsela en la garganta. Salió un animal de criado con un farol y gritó: «¡Sujeta fuerte, Espía, sujeta fuerte!». Pero cuando vio en que situación se hallaba el perro, cambió de tono. El animal tenía un palmo de lengua fuera de la boca y sangraba a borbotones por el hocico. El hombre cogió a Catalina, que estaba medio desvanecida, no de miedo, sino de disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase de insultos y amenazas de vengarme.

—¿A quién habéis capturado, Roberto? —preguntó Linton desde la puerta.

—El perro ha cogido a una niña, señor —repuso el criado— y aquí hay también un rapaz que me parece que no tiene desperdicio —añadió sujetándome—. Seguramente los ladrones se proponían hacerles entrar por la ventana para que abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos, y poder así asesinarnos impunemente. ¡Calla la lengua, maldito ladronzuelo! Esta hazaña te costará la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.

—No la suelto, Roberto —contestó el viejo mentecato—. Los bandidos habrán logrado enterarse de que ayer fue día de cobro y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que los recibiremos bien! Juan: echa la cadena. Eugenia: dale agua al perro. ¡Han venido a meterse en la boca del lobo! ¡Y en domingo nada menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño, no temas. Pero tiene tan mala facha, que se haría un bien a la sociedad ahorcándole antes de que realice los crímenes que ha de cometer a juzgar por su jeta.

—¡Qué horrible! Enciérrale en el sótano, papá. Se parece al hijo de la gitana que me robó mi faisancito domesticado. ¿Verdad, Eduardo?

Mientras me miraban, apareció Catalina, y se rió al oír a Isabel. Eduardo Linton, después de contemplarla fijamente, llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos hemos encontrado en la iglesia.

—¡Es Catalina Earnshaw! —aseguró—. Y mira cómo le sangra el pie, mamá.

—No digas necedades. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un gitano! ¡Oh, y sin embargo lleva luto! Pues es ella. ¡Y pensar que podría quedar coja para siempre!

—¡Qué descuido tan increíble tiene su hermano! —exclamó el señor Linton, volviéndose hacia Catalina—. Verdad es que he sabido por el padre Shielded que no se ocupan para nada de su educación. ¿Y éste? ¿Quién es éste? ¡Ah, ya: es aquel chicuelo vagabundo que el difunto Earnshaw trajo de Liverpool!

—De todos modos, es un niño malo, que no debía vivir en una casa distinguida —afirmó la vieja—. ¿Oíste cómo hablaba, Linton? Me disgusta que mis hijos le hayan oído.

—Volví a maldecirles cuanto pude —no te enfades, Elena y entonces mandaron a Roberto que me echase fuera. No quise irme sin Catalina, pero él me llevó a la fuerza al jardín, me entregó un farol, me dijo que iba a hablar al señor Earnshaw de mi comportamiento, y, después de ordenarme que me marchara, atrancó la puerta.

Viendo que las cortinas seguían descorridas, volví adonde antes habíamos estado, proponiéndome romper todos los cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se lo permitían. Pero ella estaba sentada tranquilamente en el sofá, y la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada, que habíamos cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que reprendiéndola. Como era una señorita la trataban de otra forma que a mí.